Volver a la página principal
Número 10 - Noviembre 2008
El niño y el profesor
Un cuento de caballos
Ricardo Rodulfo

Imprimir página

A mi nieto Valentín, algunos de cuyos juegos dieron pie a la idea principal del texto que sigue.

I

El inspector Kurt Wallander se despertó otra vez sin haber dormido bien. Eran las cinco de la madrugada, aún estaba oscuro en Ystad a esa altura del año, avanzado el otoño.

Mientras se preparaba café intentó de nuevo un repaso de los hechos; la persistente desaparición de caballos. La única comunidad entre ellos que podía establecerse hasta ahora era que, en todos los casos, eran caballos que tenían vinculaciones directas e intensas con niños, caballos que constituían el foco de atención de niños de diversa edad y que parecían despertar en ellos variopintas emociones. A eso se reducía el material disponible de la investigación, sin que se divisara camino alguno a seguir. Por otra parte, una vez más, Wallander se sentía agobiado por la sensación de algo que lo desbordaba, de una violencia que jamás hubiera podido concebir años atrás, cuando se hizo policía. ¿Quién era capaz de semejante cosa, la desaparición de un animal así, privando además a un niño de algo que tanto quería? Nunca eran caballos en estado salvaje, o que sólo fueran tenidos en cuenta por adultos interesados en hacerlos trabajar, siempre estaban vinculados al juego de los niños.

Dos semanas atrás, repasó ahora mientras buscaba una camisa limpia, cuando estaba a punto de dejar la comisaría, Ann Britt-Höglund le había alcanzado un informe de Interpol donde se consignaba que al parecer estas desapariciones habían comenzado tiempo atrás en Viena y se extendían poco a poco por diferentes ciudades mucho más importantes que Ystad. Lo insólito del caso había llevado a Wallander, contra su costumbre y a pesar de su deficiente inglés, a comunicarse con detectives que no pertenecían a cuerpos policiales regulares, particularmente con Sherlock Holmes en Londres y Sam Spade en San Francisco. Martinsson, cuyo manejo de aquel idioma era muy superior al de Wallander, le había ayudado en esa tarea. Pero los resultados hasta ahora habían sido decepcionantes: Sherlock Holmes –a quien Wallander encontró excesivamente engreído- le hizo una interrogación minuciosa y, sin siquiera trasladarse a Escania, dedujo la marca de tabaco que fumaba uno de los desconocidos secuestradores de caballos, pero no avanzó en nada que a Wallander le sirviera respecto a cuál podía ser la motivación de aquel delito… si es que no era aún peor y los caballos habían sido asesinados; descubrió, eso sí, comunes aficiones por la música. Sherlock Holmes prometió enviarle algunas de sus grabaciones como aficionado al violín, en su mayoría arreglos de arias de ópera. En cuanto a Sam Spade, tampoco le había ayudado a avanzar mucho; bastante más desprolijo que su colega inglés en relación a los pequeños detalles, le sugirió sin embargo algo importante: que en esas desapariciones debía haber gente influyente y de mucho dinero involucrada, posibilidad que Sherlock Holmes parecía no tener en cuenta en absoluto.

En ambos hombres Wallander encontró un fuerte rasgo en común con él: la soledad en que vivían, y la tendencia a trabajar solos en las instancias decisivas de un caso.

Después estaban los expertos argentinos, un grupo de psicólogos con formación psicoanalítica desembarcado en Suecia para ayudar en la investigación. Se suponía podían proporcionar un perfil útil del posible autor o autores de las aún oscuras desapariciones. Fue una nueva decepción para Wallander, y aún más complicada. Por una parte los retratos que imaginaban adolecían de una tan marcada abstracción que impacientaba a Wallander, poco dado a especulaciones generales. Además, Sverdberg le consultó en más de una ocasión acerca de si no habría que proceder a detenerlos: parecían no poder tener en cuenta aún las normas de convivencia más sencillas, como por ejemplo respetar los semáforos y el límite de velocidad, no aparcar en la puerta de la comisaría u obstruyendo la salida de otros coches. Una noche hasta habían intentado sobornar al camarero de un restaurante para que les sirviera whisky pasadas las diez, hora límite para la venta de alcohol en Suecia. Todos los días se registraba algún incidente similar. Lo que había terminado de desconcertarlo era que al mismo tiempo se la pasaban hablando de la ley, pero una ley - según trataron de explicarle- que no tenía nada que ver con a lo que Wallander se refería cuando usaba esa palabra.

Mientras repasaba todo esto, Wallander se veía confrontado a la sensación de que algo esencial se le escurría de entre las manos, algo que debía de ser evidente pero que no conseguía ver con claridad; por lo pronto, era como si la desaparición de los caballos desapareciera a su vez, perdida en una maraña de detalles, informes y discursos que se referían exclusiva extensamente a la vida del niño con sus padres y a las características de éstos. Según el caso, escuchaba o pasaba las hojas por descripciones más minuciosas o más vagas de la familia del niño y sus rasgos principales. Wallander sentía que tenía que hacer un esfuerzo para recuperar el hilo de la investigación y no dejarse llevar lejos de ella por largas consideraciones psicológicas –que a veces le parecían filosóficas- sobre el niño y su mamá y, muy señaladamente, su papá.

 

II

"¡Brrumm!, ¡brrumm!", es el juego musical de un pequeño de diez meses, repitiendo a su propia manera el arranque y la marcha de un motor. El motor de un auto, un auto de… no importan aquí en este punto quién, el "de quién" (no tiene que ser, por ejemplo, el auto de papá); de hecho, ese bebé tiene la experiencia de diversos autos en su derredor cotidiano. No es la identificación con el "propietario" del vehículo lo que está prioritariamente en juego, sí la movida de ser ese motor: la fuerza de la vida escribe su aparición en ese ruido y en ese ritmo.

Si esto es así para el caso de una máquina formalmente "inanimada" -lo cual para el pequeño no es nada seguro- tanto más para el caso de su relación con un caballo, un perro, un gato; según su entorno uno u otro de estos animales animados le será fácilmente accesible.

¿Qué es un "animal" para un niño pequeño, para un bebé ya desde el segundo semestre? Después de cien años de diversos "simbolismos" es preciso no apresurarse a despacharlo bajo las categorías de "sustituto" o "significante" (las importantes diferencias internas entre estos términos no son tantas que les impidan trabajar del mismo lado), retener, Derrida diría, el caballo, poder pensar la especificidad única de la relación del niño con él. Siendo metódico y consecuente, se podría entonces apreciar que ese caballo, en primer lugar, es un otro, un otro muy particular; participa no opositivamente – esto el psicoanálisis tradicional ya lo entreveía- de la categoría de otredad junto a las máquinas y los otros humanos, es también –detalle importante- otro de la madre y, a su partir, de diversas figuras bien pronto familiares: el padre, los hermanos, los abuelos. Ya desde bebé próximo al año el pequeño es sensible a la semejanza con otros desde el punto de vista de la percepción –y la "sensación", pictogramática, diría yo-, de viviente, fenómeno viviente, acontecimiento de lo viviente –así como a la diferencia que lo sostiene en otro lugar y que tanta curiosidad, asombro, deseo de exploración, suscita en él (análogamente a la rapidez con que se registra la diferencia entre el otro como par y el otro asimétrico, el "grande").

La categoría de la transicionalidad introducida por Winnicott nos ayuda a pensar el punto más a fondo a la vez que se enriquece y despliega mejor ella misma pensando esto. El caballo ingresa allí como miembro de una serie donde encontramos el juguete –sobre cuyo carácter viviente hemos insistido en otros lugares- y el amigo; todos los componentes de esta serie, sin excepción, son irreductibles al padre y a la madre y no tienen como función esencial "representarlos"; cuando esto ocurre –porque también ocurre- es secundario. En tanto transicionalidades, tramitan diversos modos e inflexiones de la relación con el otro y, más aún, de su constitución como tal; hacen a la creación de lo viviente por parte del niño y no sólo de su "descubrimiento" (del mismo modo que un actor o un novelista infunde vida a diversos personajes, un pintor a sus cuadros y collages, etc.); se constituyen en un modelo reducido para la exploración de distintas problemáticas y trabajos de la existencia (los caballos enfrente de la casa de Hans son un ejemplo cabal de esto); permiten ejercicios del ser-ahí, por decirlo de alguna manera. Cuando un pequeño relincha o trota o muerde se crea a sí como ser viviente, "ortopedizado" por esos objetos y fenómenos transicionales. Y si un niño no ha podido "ensayar" experiencias tiernas, crueles, las que fueren, con un muñeco, con un animalito, con alguna máquina, no tiene cómo ir construyendo lo que debe ser a la larga un vínculo tan complejísimo con otro ser humano como el del amor y el del odio adultos.

De donde se desprende que hay que detenerse a analizar largamente la relación entre el niño y "sus" caballos. Esto mismo: tienen que llegar a ser sus y no impersonalmente los caballos. A partir de estas condiciones preliminares sería posible volverse a preguntar por las fobias de Hans al movimiento, sobre todo al de arrancarse, y al ruido fuerte (la cuestión del "jaleo con las patas" aconseja tomar cuidado de este "sobre todo", prestarle atención; está presente, claro, este universal motivo de la caída, pero se avizora el punto de angustia ligado al puro e intensísimo movimiento, según lo insinuado tan perspicazmente por Dolto). Atravesando el reparo del paréntesis, la inquietud, abierta o larvada, "asociada" al poner (se) en movimiento. La sombra de una oscura inhibición que acecha a aquel y no tanto "asociada" como ¿inherente? ¿inmanente?

Ahora bien, de vecinos como el caballo si algo el mito extrae es la unidad del movimiento, el movimiento como unidad de una experiencia cuerpo (no escribo "del cuerpo" ni la adjetivo como "corporal"). El bebé, particularmente antes de caminar, sigue con la mirada muy atenta no a un cuerpo o a un "objeto", sigue con la mirada muy atenta a lo que no se ve: la tesis del poner (se) en movimiento. La dimensión "amodal" (Stern) de la percepción se encarga de lo demás (uno tendría el derecho de pensar esa percepción amodal como algo trans, no ceñida a lo "individual", un poco en la dirección abierta por Sami-Ali hace ya varios años con su proyección sensorial primaria, responsable de procesos fundacionales de identificación que no requieren del significante o de lo simbólico entendido como lo verbal para existir).

Insistamos, pues: el caballo es un tipo especial de alteridad, de semejante desemejante, con el cual ya hacia los finales del primer año de vida el niño entabla relaciones complejas y, recalquémoslo, singulares, esto es no solubles en algún sistema de equivalencias simbólicas, psicoanalítico o no. Ciertamente sería absurdo negar su eventual incorporación a un sistema de esta clase, pero esto viene después, segundo (en términos de Julio Moreno, esa singularidad pertenece a lo conectivo antes que a lo asociativo). El niño puede mantener con él lazos intraducibles a otros lazos. Cuando una chiquita llega a sesión llorando porque murió su perrito nos confronta con una laguna en nuestro trabajo clínico con ella: no habíamos reparado en el peso y la incidencia y la especificidad de aquel lazo, acaso demasiado embebidos quizás en las aventuras "edípicas", reales o presupuestas por el analista, como lo más o lo único importante.

Esto es tanto como decir –evocando la perplejidad de Wallander, cuyo éxito como policía se basa en la tenacidad con que se agarra a lo singular de cada caso- que en el psicoanálisis tal como habitualmente lo conocemos Hans queda desapropiado del caballo, de su relación con él. Se lo expropia, se lo confisca el padre (sin que cambie mucho en eso la preeminencia de tal o cual de los tres "registros" delineados por Lacan). "… el caballo (el padre)", escribe Freud: a resguardo entre sus paréntesis, el padre es la verdad "inconsciente" del caballo; su único título para estar allí es su condición de sustituto, representante o metáfora que condensa un haz de entrecruzamientos cuya clave de estructura es el motivo del padre. Simultáneamente, el niño se ve desapropiado de su condición de tal, reapropiado como hijo y nada más que hijo. Toda una concepción de la política subjetiva, de la política familiar.

Y la única escena –la "última cena"- entre el niño y el profesor parecerá confirmarla. En posición de oráculo allí en su despacho, Freud le revelará que Freud ya sabía, que ya sabía de antemano lo que a Hans le iba a pasar, antes y prescindiendo de la necesidad de cualquier experiencia existencial de Hans. En otras palabras, Freud –el psicoanálisis- ya sabía que "el caballo (el padre)", sin tener que recurrir a las "asociaciones" del niño. Con lo cual el niño se ve, de nuevo, desapropiado, ahora de su posible capacidad para sorprender, enseñar algo al profesor, u oblig ado a rectificarse. De donde el psicoanálisis "de niños" en sí mismo se hace superfluo y desautorizado: el profesor ya sabe.

¿Será por eso que, sorprendentemente, y contra lo declarado explícitamente por Freud, -el material "directo" del niño vendría a poner a prueba las hipótesis de los recientes Tres ensayos- todo queda como está?. El material que el niño aporta confirma todas y cada una de las aseveraciones basadas –entre otras cosas- en el análisis de pacientes adultos. Esto científicamente es un poco bastante raro: tanta transparencia, tan ajustada superposición. ¿Será que el asunto estaba ya decidido de antemano? ¿Será que el verdadero estatuto del material del niño es el de venir a confirmar, a ratificar? ¿Será que para eso hay que aplicarle a este material el psicoanálisis-ya-ahí, en lugar de que funcione en una posición interrogativa, de investigación libre de preconceptos no cuestionados?

Simultáneamente opera lo que Nicolás Abraham circunscribió como trabajo-psicoanalítico-de designificación, terminando de hacer desaparecer al caballo. Nicolás Abraham se detuvo sólo en los aspectos digamos positivos, productivos, de esta gran operación del psicoanálisis, que nos liberaría del encandilamiento por el contenido manifiesto, por lo "a little too self evident". Sólo que no reparó –permaneciendo, a diferencia de su antecesor Ferenczi, en el plano de lo semántico- en lo que ocurría en el plano del experienciar procediendo a aquella sin recaudos, cosas tales como despojar a algún Hans de la experiencia-caballo, de su experiencia de encuentro con un-no con "él"-caballo. Límite también terapéutico: en el solo plano del significado-significante el análisis de una fobia no termina jamás, ni saca al paciente de su dominio.

III

Mucho tiempo después, con algunos caballos encontrados pero muchos perdidos, Wallander recordaría esos momentos decisivos en que se le hizo evidente, entre intuiciones y razonamientos, que el núcleo del caso era la desaparición de la desaparición.

 

Anexos

Amén de los ya mencionados, los dos historiales clínicos que cierran La clínica del niño y su interior, de Marisa Rodulfo, se leen y dan a leer con provecho buena parte de la dirección que aquí he procurado entreabrir.

Nunca se aprecia mejor la naturaleza de una puerta que cuando entreabierta.

"Académicamente" lo escribiríamos: la designificación y la reapropiación-expropiación como operadores de la conceptualización psicoanalítica. Límites y problemas. La desaparición de la desaparición es el resultado típico y el indicador claro de la acción de la expropiación-reapropiación, como en el caso de los bebes secuestrados durante la ultima dictadura militar en nuestro país.

Volver al sumario de Fort-Da 10

Volver a la página principal PsicoMundo - La red psi en internet