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Número 13 - Mayo 2019
Cuerpos sin almas
Gustavo Dessal

 

“Salnikov era un apasionado de la medicina, pero de la medicina en marcha, la medicina del porvenir.
Fue en verdad un precursor.
Osado hasta la temeridad, con su racionalismo científico precedía a todos los colegas por los caminos,
con frecuencia peligrosos, de lamedicina de vanguardia. Esa misma audacia le granjeaba una clientela fascinada.
Amplias amputaciones, ablaciones de órganos, injertos, no retrocedía ante nada”.
Van der Meersh, Cuerpos y Almas
           
        

Tal fue la magnitud de su anticipación al futuro de la ciencia, que Julien Offray de La Mettrie (Saint Malo, 1709; Berlín, 1751) no solo fue perseguido por su obra, sino que cayó en el olvido hasta que Marx y Engels rescataron su nombre como predecesor del más legítimo materialismo.

Médico y antifilósofo, La Mettrie puede muy bien ser considerado unos de los más brillantes materialistas, cuyas ideas constituyeron la base de la biología moderna. Aunque no dejó de honrar la inteligencia de Descartes por su concepción del cuerpo como una maquinaria perfecta, La Mettrie dio un paso más al cuestionar el célebre dualismo de la res pensante y la res extensa. En su obra “El hombre máquina” (publicada en 1748 en Leyden, donde hubo de refugiarse por su indisimulado ateísmo), exalta con absoluta  y probada certeza la idea de que el cuerpo humano (como el de cualquier otro organismo vivo) es una máquina de extraordinaria complejidad, en cuya comprensión solo la observación y la experiencia pueden guiarnos. La Mettrie desprecia toda consideración filosófica acerca del ser humano, por hallarla basada en abstracciones que prescinden del conocimiento empírico de la naturaleza. Solo el médico ateo, despojado de la metafísica y el historicismo, es capaz de adentrarse con rigor en los mecanismos de esa fabulosa maquinaria. Cualquier consideración política, ética o religiosa resulta un obstáculo oscurantista que pervierte la razón y la guía del conocimiento. El dualismo cartesiano se le antoja a La Mettrie una concesión al espíritu religioso. Para él solo existe una materia, y si acaso cabe figurarse una entidad concebida como alma o pensamiento, ella no es sino un principio motor que no difiere del cuerpo mismo. Si el organismo es un conjunto articulado de resortes que se comunican entre sí, el alma no es otra cosa que el principio del movimiento, una parte material sensible del cerebro. Dicha parte es a su vez el resorte principal de toda la máquina, y ejerce una influencia determinante en su estructura y funcionamiento. La Mettrie no solo rebaja a un segundo plano la dimensión del espíritu humano, lo que en nuestros términos actuales podríamos definir como el campo psíquico o subjetivo, sino que lo considera afectado por su idea del alma, que interpreta como el principio del movimiento cuya sede se localiza en el cerebro.

Consciente de que la máquina no solo piensa sino que también goza, en su obra podemos deleitarnos con magníficas observaciones: “Del alma depende la vergonzosa impotencia o el enfadoso priapismo”. Mientras Descartes afirmaba que el hombre piensa, y que el pensamiento es el asidero de una verdad de la que no puede dudarse, La Mettrie desdeña la noción de sujeto, centrándose en la materia. Según nuestro autor, el pensamiento está en la materia y no en el yo cartesiano, lo cual es su manera de expresar que hay saber en lo real, y que dicho saber solo puede ser descifrado mediante la observación empírica. “El alma es una palabra vana. Solo sirve para nombrar aquella parte que en nosotros piensa”. El empirismo de La Mettrie supera ampliamente al de Locke, por cuando no se sustenta en axioma filosófico alguno sino en la más estricta disposición científica, consistente en la observación de los fenómenos físicos, para lo cual solo el médico está debidamente dotado. “La única filosofía aceptable es la del cuerpo humano”, escribe La Mettrie, y defiende sus ideas mediante innumerables ejemplos que según él demuestran la importancia decisiva del higienismo para un correcto funcionamiento del espíritu. Allí donde el cuerpo se altera, la mente acusa recibo. Si descontamos el lenguaje de su época, y un buen número de ejemplos en los que se entremezclan el conocimiento fidedigno de la anatomía junto con algunos puñados de creencias mágicas y cuentos dignos de Plinio el Viejo, la obra de La Mettrie es una asombrosa anticipación a los principios actuales de la neurociencia. Más aún, y careciendo incluso de los descubrimientos que la genética traería en el siglo posterior, fue capaz de aventurar la idea de que “el poder de la naturaleza resplandece por igual en la producción del más vil insecto y en la del hombre más soberbio”, como ha quedado recientemente demostrado con la decodificación del ADN de la mosca de la fruta. Nadie puede en la actualidad rebatir que el cuerpo es una maquinaria compuesta de innumerables dispositivos, los cuales a su vez están constituidos por elementos microscópicos que se ensamblan como las piezas de un mecanismo de relojería. Que la ciencia moderna haya perfeccionado la comprensión de la materia orgánica y el funcionamiento del cuerpo no le resta el más mínimo mérito al inigualable materialismo de La Mettrie. El tardío impulso que su obra dio a la medicina actual hizo posible el desarrollo técnico que hoy en día permite el trasplante de órganos, el recambio de piezas, y todos los extraordinarios logros de la cirugía. No podemos olvidar que la revolución técnica aplicada al cuerpo solo fue posible gracias al paradigma que erradicó definitivamente la noción de alma del terreno científico. La neurociencia, un saber que proviene asimismo de la visión profética de La Mettrie, junto con las investigaciones en materia de inteligencia artificial y las técnicas de criogénesis, nos informan sobre la posibilidad de que no solo el cuerpo pueda prolongarse, conservarse, almacenarse, desarmarse y volverse a rearmar con nuevos elementos, sino que incluso esa entelqueia denominada “mente”, concebida como un sistema significante capaz de decodificarse por entero en algoritmos matemáticos y volcarse en un soporte informático, podría “transferirse” a otro cuerpo, incluso a un robot. Con la debida prudencia que exige el hecho de que en la historia de la ciencia sobran los ejemplos de escepticismo que con el paso del tiempo demostraron ser meros prejuicios, no afirmaremos ni negaremos tal posibilidad (1).

Dado que Lacan solo apostó por el imposible de una escritura para la relación sexual, sin aventurar ninguna conjetura sobre otros límites del discurso científico-técnico, no habríamos nosotros de atrevernos a refutar las noticias que científicos e ingenieros propagan diariamente. Sin embargo, nos permitiremos adherir a lo que algunos sectores de la comunidad científica internacional advierten sobre la pretendida “inteligencia artificial”, al reconocer que -con independencia de que el sujeto se conciba como un ente autónomo y consciente, el resultado de una serie de mecanismos cerebrales, o sujetado a eso que denominamos el inconsciente- hay algo en el ser hablante que excede la posibilidad de argumentarse y manipularse en la lógica de los Big Data. Sin duda, esa parte de la comunidad científica emplea argumentos distintos a los nuestros, y no entraremos en ellos, sino que nos mantendremos en el campo que nos es específico: el campo del goce. El goce, si bien fue definido por Lacan como causado por el significante (causalidad que impide al psicoanálisis precipitarse en la pendiente de una metafísica renovada), posee a su vez la peculiaridad de que se instala como un excedente que “corrompe” la lógica del orden simbólico y altera su estructura. Esa alteración, reconocible en los fenómenos que el psicoanálisis encuadra en el concepto de “repetición”, es paradójicamente lo que no admite su reproducción experimental, y por ende su tratamiento algorítmico. La inteligencia artificial está basada en algo inobjetable: la capacidad de la que puede dotarse a un sistema informático para que consiga aprender. Con su software TensonFlow, la compañía Google mantiene su liderazgo absoluto en este tipo de tecnología. En un nivel mucho más modesto, el uso de cualquier dispositivo móvil nos demuestra que su sistema operativo “aprende” nuestros hábitos, reconoce nuestras preferencias, y nos “ofrece” consejos y sugerencias varias. Aprende cada día algo más de nosotros mismos, y estamos muy cercanos a la aparición de una tecnología que superará con creces la velocidad humana para el aprendizaje. Pero sucede que el psicoanálisis experimenta con el goce entendido como la sustancia del pensamiento, y por ello nos revela una interferencia: la idea de que el sujeto humano aprende es altamente discutible. Es debido a la “imperfección” de la sustancia gozante que incluso la más inteligente de las máquinas no logrará imitar la estupidez del ser hablante, incapaz de aprender nada, dado que la lógica de su vida se rige por la repetición de un mismo error en el que se encuentra atrapado. La confianza en la inteligencia artificial se basa en la creencia de que los seres hablantes somos inteligentes, y que dicha inteligencia puede ser imitada y en breve superada por las máquinas. Las máquinas podrán adelantarnos en ese terreno, pero será difícil que puedan competir con el parlêtre cuando lo que está en juego es la idiotez de la repetición.

No es de extrañar que La Mettrie, en su afán por sostener su teoría acerca del cuerpo como máquina, manifieste su admiración por Jacques de Vaucanson (Grenoble, 1709; París, 1782), considerado el padre de la robótica. Debido a la sofisticación mecánica y el realismo de su factura, sus famosos autómatas (entre los que destacó El flautista, una figura de tamaño natural que tocaba el tambor y la flauta) superaron de forma rotunda el éxito de las criaturas mecánicas que ya hacían las delicias del público  en los salones europeos. Pero posiblemente su pieza maestra fuese El Pato con aparato digestivo, que no solo batía las alas, graznaba y bebía agua, sino que comía y digería grano, hasta concluir con la defecación y la expulsión del producto final. El “naturalismo realista” de sus autómatas alcanzó con El Pato su máxima expresión. Aunque tal vez este aspecto de la inigualable capacidad inventiva de Vaucanson le otorgó su celebridad, no deja de ser interesante ponerlo en conexión con otro de sus grandes inventos: el telar completamente automatizado, que le valió el repudio y la hostilidad de los tejedores de seda de Lyon. Apedreado por una turba de artesanos, se vengó de ellos creando un telar que imitaba a la perfección el exquisito diseño de los tejedores, pero que era accionado por el movimiento de un asno. Entre la materia fecal del Pato, y el telar automático capaz de sustituir al obrero, Vaucanson representa, con más de dos siglos de anticipación, el estado actual del tardocapitalismo, en el que la técnica, el aparato financiero, y el desecho, completan su alianza y su circuito definitivos. Lo que no pudo prever La Mettrie es que la ingeniería acabaría por ganarle la carrera a la medicina. Es así como en la actualidad Silicon Valley se jacta de superar a los más grandes centros de investigación médica, y advierte que la medicina no tardará en convertirse en una actividad subordinada a la ingeniería.

Mientras tanto, la realidad se encarga de darle la razón al psicoanálisis, que demostró que el cuerpo no es solo una máquina en el sentido de Descartes y La Mettrie, sino que también puede ser reducido a objeto causa del deseo, degradado a desecho, o convertido en materia de intercambio. El rico no ama al pobre: ama en él, más que a él. Ama en el pobre lo que este tiene para vender, la libra de carne de la que el precariado ha de desprenderse para sobrevivir y satisfacer la monstruosa voracidad del Otro. El proletariado vendía su fuerza de trabajo. Los nuevos pobres venden partes de su cuerpo en los campamentos de refugiados, convertidos en gigantescos supermercados de agalmas. Si la máquina falla, allí un intermediario podrá conseguir la pieza de recambio. El comprador pagará en Finlandia o USA un promedio de 150.000 dólares por un riñón, de los cuales el vendedor recibirá unos 700, dado que la oferta -¡ay!- últimamente supera con mucho la demanda. A la vista de que resulta imposible erradicarlo, los expertos y las ONG aconsejan la regulación del mercado y tráfico de órganos, con el fin de garantizar un mínimo de seguridad en las intervenciones quirúrgicas y un precio justo. No tardaremos en leer cada día, junto con la cotización del dólar, los índices bursátiles, y los precios de las commodities, el valor actualizado de un pulmón filipino. Mientras se acelera la fabricación de tejidos en los laboratorios, y el espíritu de Mary Shelley reescribe una nueva versión de Frankenstein, los ricos hacen sus encargos en la deep web.

No empujen, señores. Tengan a mano su número de tarjeta de crédito, que hay órganos para todos…

Notas

(X): El presente texto que aquí publicamos en versión digital: “Cuerpos sin alma” fue publicado en la revista Freudiana número 77/78 en versión papel.

1) No obstante, me permito citar esta observación de Richard Jones, extraída de su libro Against transhumanism. The delusion of technological transcendence  (Contra el transhumanismo. El delirio de la trascendencia tecnológica (http://www.softmachines.org/wordpress/?p=1772): “No existe una nítida capa de abstracción digital en un cerebro. ¿Por qué debería haberla a menos que alguien la hubiese diseñado de ese modo? En un cerebro, por ejemplo, lo digital remodela constantemente lo físico. Vemos cambios en la conectividad y en la fuerza sináptica como consecuencia de la información que se procesa, cambios que son la manifestación de cambios físicos sustanciales en el nivel molecular, en las neuronas y en las sinopsis. (La traducción y las cursivas son mías. G.D.)

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