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Número 4 - Agosto 2001
Señores padres, señores niños
Acerca de la subjetividad en el análisis
Luis Vicente Miguelez

En el análisis con niños nos encontramos con una cuestión que hace a la singularidad de esta práctica y que plantea al analista más de una complicación, me refiero al lugar que éste le da a la palabra de los padres en la cura.

Dicho de otra manera, cómo lo que los padres cuentan al analista en sus entrevistas, que obviamente incide en la construcción que va haciendo del caso, entra a jugar en la sesión con los niños.

Esta interrogación viene a revisar la concepción que se tiene respecto a la transferencia y también a la idea de temporalidad con que uno se maneja en torno de la inscripción de los acontecimientos reales y simbólicos que estructuran una existencia.

El mal de archivo, feliz término con el que Derrida (1) reivindica la lógica del nachträglich freudiano, no sólo está en el corazón del psicoanálisis sino que hace a la estructuración de un sujeto. Nuestra practica nos confirma diariamente que en el origen el archivo está escandido, que no hay verdad que no se presente escindida. Por lo cual debemos cuidarnos de establecer precipitadamente remisiones del niño a sus padres, pretendiendo buscar en el archivo parental la explicación del síntoma del niño. Un saber así constituido por más certero que puede parecer, y seguramente por eso mismo, obstaculiza la oportunidad que el análisis introduce: la de abrir un espacio en el que lo no-dicho, o lo "no sabido" pueda ponerse a jugar en el teatro infantil.

Debe haber un límite en la comprensión que el analista logra del caso en referencia a los padres. El enigma que el síntoma del niño porta debe sostenerse más allá del inconsciente materno y paterno si se quiere constituir el espacio lúdico donde va a tramitarse lo que de exceso (trauma, en tanto goce no subjetivado) se padece con relación a los padres.

El juego es lo que defiende al niño de la omnipotencia paterna.

Lo primero que el análisis de niños le enseña al analista es que mientras el juego marcha él está ahí para sostener ese espacio, que es soporte de la metamorfosis que el niño va produciendo mientras "va situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él."(2) El psicoanalista debe ser el primero en respetar el convenio del "dale que...", con el que se inaugura todo juego infantil, si no quiere atacar la zona donde ha de desarrollarse lo esencial del tratamiento.

Si el juego es el mejor remedio a la omnipotencia paterna es porque en él se van poniendo en escena los objetos que, sustraídos del propio cuerpo como objetos de goce parental, van armando encadenamientos simbólicos, entramados significantes que van constituyendo la estructura fantasmática que concierne a la realidad.

Lo observamos en el juego de un niño que juega a asustarse con el lobo. "Ahí viene el lobo", exclama y propone a sus amigos una escena de persecuciones y escondites. Uno puede observar entre las risas y gritos que profiere una suerte de placer en el borde, en el borde del terror o de la angustia. Sabemos que no es que alguien represente a un lobo real lo que lo asusta y divierte al mismo tiempo. Aunque alguien se disfrace de lobo, no es porque el disfraz represente bien al lobo lo que le procura el placer de asustarse, sino porque el jugar pone en juego el disfraz mismo, la máscara.

Que entre a jugarse en el teatro infantil permite que el lobo real - me refiero al sentido psicoanalítico del término - no irrumpa como pesadilla en el sueño, o como lesión en el cuerpo.

El riesgo que un analista corre al remitirse en exceso al archivo parental no es sólo el de perderse en un entendimiento estéril del caso, sino el de perder al niño del análisis.

Me serviré de una breve viñeta clínica que me ayudará a precisar más esta cuestión que vengo tratando. Viñeta que tomo del relato de un caso hecho por una colega en el marco de una supervisión hospitalaria.

Se trata de un chico de seis años que es llevado a consulta por enuresis nocturna. De las entrevistas con los padres se sabe que el niño no sabe que su padre tiene otra familia. Este hombre va a dormir diariamente a otra casa que comparte con la mujer con la que está casado, con la que ha tenido hijos ya mayores y de la que dice no poder separarse por miedo a que se mate. Hace diez años que conoció a la mujer con la que tuvo a Julián, y de la que se confiesa enamorado.

Mantiene esa doble vida, sostenida con dificultades. Pareciera por otra parte difícil que se plantee introducir alguna modificación en la situación. Presenta las cosas como realidades dadas y tiene poca disposición a preguntarse algo al respecto. Queda claro que no desea modificar el status-quo de la situación.

Por otra parte, padre y madre concuerdan en engañar a Julián diciéndole que su padre tiene un trabajo nocturno. Mentira que se planteó desde el primer día que el niño preguntó por la ausencia nocturna de su padre, con el que tiene un buen vínculo.

Cuando Julián concurre al consultorio se lo ve resuelto y con una buena predisposición al tratamiento, no le cuesta entablar una relación afectiva con la analista, a la que hace participar de los juegos que va armando, utilizando distintos objetos de la caja.

Un buen día le propone jugar a las cartas. Sabe las reglas de algunos juegos y se ponen a jugar. Invariablemente Julián hace trampas, trampas que se van haciendo cada vez más evidentes.

Las trampas no implican alteración de las reglas, él sigue respetándolas. No juega de cualquier manera para ganar, sino que hace trampas y siente placer en hacer las trampas por las trampas mismas

La analista que no descubre de inmediato las trampas, al darse cuenta le hace notar que se dio cuenta. Él sigue haciéndolas y ahora en forma menos disimulada.

A partir de entonces las sesiones se vuelven repetitivas, juegos de cartas con trampas. La analista cansada de que le haga trampas, se pone a hacerlas ella también.

"Ah, así no vale", le dice Julián, "no, vos no podés".

"¿Por qué?" le pregunta la analista.

"No, no... juguemos a otra cosa", dice Julián.

Y mientras juegan pasa a contarle que por la noche él ve fantasmas, le aclara que se trata de fantasmas y no de monstruos. Esos fantasmas que descubre en las paredes de su cuarto no le producen miedo. "¿Vos me crees?", le pregunta a la analista, y pasa a contarle algunas historias de fantasmas. Con cierta picardía le pregunta otra vez si la analista le cree.

El tratamiento continúa, no es mi intención contar el caso, sólo diré que el síntoma cedió y que nos enteramos que el padre va a anotar a Julián con su apellido.

Quisiera hacer unas pocas reflexiones sobre este material.

Como todo análisis, pero éste de manera más manifiesta, nos plantea desde un inicio una cuestión ética. No deja de ser para todos evidente que el síntoma del niño estaba en franca relación con lo ocultado de la situación paterna, es decir se puede reconocer una suerte de determinación aunque no sea posible desentrañar en un inicio la estructura de la misma.

Si bien el secreto de los padres se denuncia en el síntoma del hijo - se derrama en la cama -, no considero que sea condición de la cura la confesión paterna.

Sabemos que hacer entrar la palabra en juego es la tarea del analista, sea en el tratamiento de niños como en el de adultos. Pero esto es radicalmente diferente a la confesión, ya que la palabra verdadera no puede escucharse si no hay un lugar donde alojarla.

El niño mediante el juego de cartas pone en escena la trampa en la que se halla: sostiene la ley paterna (de un padre al que ama) a pesar del engaño al que se lo somete. Sometimiento que invierte en el juego, haciéndoselo padecer a otro.

El juego deja de ser juego cuando se estereotipa, cuando se ofrece siempre igual a la mirada de un otro, cual fantasma en la escena. Como ese otro es un analista sabe que ha llegado el momento de intervenir. Pero como además es analista que atiende niños, sabe que su intervención debe darse en el juego mismo. La analista entonces, sin saber demasiado el por qué, como sucede siempre que vamos por buen camino, hace a su vez trampas. Este hacer trampas del analista cambia la escena, abre otra puerta. Es como si dijera, aunque no lo dice: Julián también tiene derecho a engañar. Se hace evidente por lo que sigue que Julián engañaba que era engañado.

Y aparece en su relato un secreto con el que se regocijaba solitariamente, secreto que comparte ahora con su analista, me refiero a esos fantasmas nocturnos.

Con esto nos dice: mis padres pretenden que yo crea en la patraña del trabajo nocturno de mi padre, porque no creer entonces en fantasmas.

Fantasma a su vez de un padre que cree poder vivir más de una vida.

Entiendo que es en la dimensión del juego en análisis que va desanudándose la palabra del síntoma que la porta. Es en un análisis el lugar donde pueden ir cayendo los desgarrones de la historia y donde pueden ir integrándose los acontecimientos de una vida.

El lazo de un niño con su analista se constituye en tanto comparten un espacio de ilusión, un teatro compartido, de ahí nace la confianza que posibilita que emerja una verdad. Pues la verdad sin trabajo analítico, es decir sin espacio lúdico, está del lado del trauma, de lo que no puede ser inscripto.

El síntoma anuda lo no-dicho, con el deseo de saber y no saber de eso, la palabra liberadora no surge de la confesión sino que va naciendo de la elaboración lúdica, del despliegue de los recursos imaginarios del teatro infantil que permite una elaboración de la angustia que hace que lo no dicho deje de ser imposible de ser oído.

Finalmente para concluir este breve relato quiero expresar que el psicoanálisis con niños me ha enseñado que encontrar el paso del niño en la huella de los padres no debe hacernos olvidar de lo esencial: que de lo que se trata para cada sujeto es de la manera particular en que se hecha a andar.

Notas

1. Jacques Derrida, Mal de Archivo. Una impresión freudiana. Ed. Trotta 1997

2. Sigmund Freud, El poeta y la fantasía, O.c., tomo ll. Biblioteca Nueva, Madrid

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