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Número 8 - Septiembre 2005
Tendiendo puentes
Ana Clara Torres

"Yo era rígido y frío. Yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies, en el otro, las manos aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta esas alturas intransitables; el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse." 1

 

"No estoy, no soy. Qué amanecer para nadie"

Pareciera ser que Lola quiere entrar. A veces pareciera que quiere salir. Lo cierto es que no parece querer estar nunca donde efectivamente está. Corre, gira sobre si misma. No puede sostener por más de unos segundos el espacio que habita. ¿Se escapa? No parece probable, para escaparse, primero hay que estar preso de algún lugar, y ella parece no haberlo tenido nunca. Y si lo tiene, no parece soportar entonces el lugar que le tocó, el lugar que le han asignado, allí donde la han nombrado, o lo que es aún peor, donde esto nunca ha sucedido. Doltó dice: "el ser humano, ya desde su vida prenatal, está marcado por la forma en que se lo espera"...

El silencio de las muñecas

"Es una muñeca, preciosa". "Mirala cómo se ríe". Así me presenta su madre a Lola y corro por un instante el riesgo de caer en su misma fantasía (¿fantasma?). Es verdad, si algo se puede resaltar de esta paciente, entre otras cosas, es que es preciosa. Y también es verdad que las muñecas son muy lindas: rasgos finos, cabellos dorados, ojos claros de pestañas largas, sonrisa siempre disponible. Pero no se puede hablar de estos juguetes (significante interesante, en este caso) sin destacar también que las muñecas son tan frías como bellas. Es decir, las muñecas no ven, no hablan, llevan sonrisa y ojos vacíos, hermosos, es verdad, pero tan vacíos como todo aquello que pertenece al mundo de los objetos, de lo inanimado...justamente, carecen de alma. En resumen, carecen de vida, para pertenecer definitivamente al mundo de lo muerto. Y viven sin solución en el silencio eterno. No cobran una falsa ilusión de vida más que en la fantasía de quien las elige para un juego, de quien las goza por un rato, pero esa misma persona las nomina luego como inertes cuando el juego termina.

Mis primeros encuentros con Lola están signados por lo que más tarde pude reconocer como ansiedad, gracias a una supervisión. Ansiedad mía, por supuesto, a la que ella responde con un incesante salir corriendo. Me dedico a observarla mucho, tomo nota mental de sus movimientos, de su talante, de su capacidad de permanencia al lado mío y de lo que tardará esta vez en salir disparada (tal es la forma en que se me representa su correr en ese entonces) hacia algún otro sector del hospital.

Mis primeras intervenciones se dirigen a intentar evitar que esto suceda, intento explicarle ingenuamente lo aburrido que es que ella salga corriendo, que así no podemos "charlar" y que me parece muy tonto tener que correrla toda la mañana por el parque. Entonces decido que de allí en adelante, vamos a caminar de la mano, dando nuestra recorrida al parque, reconociendo a la gente y objetos que se nos cruzan.

No se si lo que terminó de hartarnos fue mi incesante monologo (que yo pretendía charla) sobre nada o sobre todo o lo monótonas y repetitivas que llegaron a resultar nuestras vueltas por los exactamente mismos lugares y recovecos del parque: bordeando las paredes, llegando a los árboles recién plantados para sacudirlos un poco, pegándole luego con alguna varita al piso para terminar luego sentadas en algún banco escuchando o simplemente soportando mi discurso inagotable sobre lo que fuera que tratara ese día.

 

Dando vueltas

Lo cierto es que pude ver un día como ambas girábamos en un círculo sin fin, donde mediante mi deseo de atraer a Lola hacia alguna forma de atención, había caído yo también en la monotonía del sin- fin psicótico, en la eterna repetición de lo mismo, donde no había lugar para la novedad ni el cambio, casi un rocking "compartido", si se me permite la expresión, al que mi discurso también continuo y casi vacío no hacía más que colmar, apareciendo allí donde el cuerpo no nos alcanzaba. No fue sin una supervisión previa que pude descifrarlo: mi pretendida charla no era otra cosa que un intento desesperado de cubrir el silencio que tanta angustia me generaba, esa angustia que se desataba frente al silencio de Lola.

¿Cómo soportar el silencio sepulcral (tal así se me representaba) en el que ella se encontraba y en el cual me envolvía? ¿Cómo sostener yo sola la escena en la que ambas nos veíamos inmersas? Allí precisamente apareció la respuesta: era yo quien debía entrar en el registro de Lola y no intentar atraerla a ella hacia un imposible, representado por mi fantasía o mi deseo de ser correspondida, de que un día me respondiera con palabras a mi tan inagotable charla. Bajar las expectativas, resonó en la supervisión. Escuchar el silencio de Lola, intentar la conexión con ella como lo había intentado desde nuestro primer encuentro, pero en otro lugar, en el que ella proponía, en el que ella se podía ubicar de alguna forma, es decir, el registro del silencio. Descubrí entonces que allí, en el silencio, es el cuerpo quien también habla.

INTERVENCIONES

  1. Lola corre como siempre. Yo esta vez decido no perseguirla, no correr detrás de ella, no hacerme su sombra. Por el contrario y en un movimiento nuevo, me paro frente a ella y la espero. No se decir si alguna vez alguien la esperó a ella, pero no vi en su cara ni miedo ni alegría, sino sorpresa. Sorpresa que trajo un corte, un cese momentáneo del correr. Un pararse y estarse quieta ante mi abrazo seguido de festejos. Luego sonrío. Yo también sonreía, sin darme cuenta. Habíamos logrado después de varios meses de trabajo juntas, por fin, un encuentro.

  2. Ella se sentó en el parque, la mirada fija al piso. No canté ni hable esta vez, ella tomó una hoja seca para golpearla rítmicamente como lo hace con todos los objetos que caen en sus manos. Yo tomé entonces una hoja seca también y comencé a rozarle sus manos, luego su rostro. Otra vez pude percibir allí la sorpresa. Y el corte. Ella dejó su movimiento rítmico para atender al roce de la hoja. Había logrado comunicarme con el cuerpo.

Todos estos logros terminaban cayendo en la repetición a través de los días, la pérdida de originalidad hacía que entren en el espiral que ya no producía ruptura sino sólo más continuidad. Buscando nuevas posibilidades de encuentro, imité cada uno de sus movimientos hasta el hartazgo, intentando entrar en su registro y comprender algo desde allí, o lo que era más difícil aún, intentando atraerla a ella hacía "afuera". Nada de esto por supuesto funcionaba. Lola se siguió escapando, corriendo, no pareciendo poder o estar dispuesta a sostener la escena en que ambas parecíamos ser iguales.

Cómo estar con ella, entonces, si ella no podía o no quería estar allí. O mejor, no permitía que yo entre. Algo se me ocurrió entonces, casi por descarte: yo no tenía que entrar, sino salir de allí. Traje dos revistas (también por sugerencia de la supervisión), una de las cuales tomé para ponerme a leer concentradamente contra una de las columnas del pasillo, en un intento de no demandar que ella "me divierta" sino evitar el aburrimiento por mi cuenta. Ella tomó la otra sentada frente a mí y se dispuso a pasar las hojas en forma repetitiva sin siquiera mirar al papel tal como lo hacía habitualmente. No intenté esa vez leerle lo que pasaba, en un intento de armar una historia en ese vacío de imágenes, ni nada por el estilo. Me encontré realmente concentrada en una nota interesante que encontré en la revista. Casi diez minutos pasaron hasta que yo me di cuenta de que Lola ya no estaba sentada en frente mío. Tampoco había salido corriendo. Estaba parada a mi lado, inclinado medio cuerpo hacia mí y con su brazo extendido, mirándome ansiosamente. Extendiéndome su mano. Dejé mi revista, me paré, la tomé de la mano, y ella me condujo fuera del pasillo, a hacer lo que siempre, o lo que nunca.

Ser puente

Más tarde cuando pude poner en palabras lo que había sucedido, comprendí que sólo cuando mi mirada ansiosa, demandante y expectante se aparto de ella, es que le hice un lugar verdadero a Lola. Sólo allí cuando yo me corrí de la escena, cuando dejé de ser invasiva, cuando pude sacarle el peso de mi mirada de encima de ella y hacerme cargo del silencio que tanto me angustiaba, es que se volvió a dar un encuentro posible. No fue poniéndole palabras a todo lo que hacíamos en un intento de soportar lo insoportable de su silencio, ni esperándola ansiosa, ni imitándola en un intento de atraer su atención o comprender ingenuamente sus actos que logré ese encuentro, sino simplemente dándole un lugar para que sea, para que aparezca, pero no donde yo la esperaba, sino donde ella pudo ser.

No tendiendo un puente entre mi palabra y su silencio para que ella lo cruce, para que abandone el vacío y se llene de palabras, sino transformándome yo en ese puente donde los dos discursos se unieron encontrándonos, al menos por instantes, a las dos en la misma orilla.

Junio del 2004

Ana Clara Torres

Nota

(*) Trabajo realizado como cierre de mi paso por el Hospital, a partir de mi Trabajo con esta paciente de 12 años, con diagnostico de TGD y autismo.

1 Kafka, F. "El puente" en La metamorfosis y otros relatos. Ed. Quadrata. Bs. As. 2003

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