Para introducir los orígenes
En la primavera de 1922, Freud recibe la visita de un joven de diecinueve años que declara ser Juanito, el protagonista de la fobia infantil cuyo historial se habla publicado en 1909.Este análisis había suscitado en su momento gran interés y no poca desconfianza; se auguraron toda clase de futuras desdichas a la criatura tan precozmente víctima del psicoanálisis. Pero Juanito manifiesta sentirse muy bien y no padecer ningún tipo de trastornos. Sin embargo, aunque pensara que el análisis de los complejos reprimidos no podía perjudicar ni en el presente ni en el futuro al niño o a sus padres, sabemos que en la publicación del historial de Juanito, Freud no se pronunció sobre la conveniencia del análisis para todos los niños y fue muy cauteloso en cuanto al alcance y la generalización de la experiencia. ¿Será sólo en 1922, testimonio del propio Juanito mediante, cuando podrá afirmar que en efecto los temores acerca del futuro del niño analizado eran absolutamente infundados? En este sentido, el «Apéndice» donde Freud consigna el encuentro con Juanito ya grande tendría entonces la función de alentar el desarrollo sin temor del análisis infantil, en un momento en que las cuestiones concernientes a la analizabilidad de los niños y al modo en que se podía llevar a cabo el análisis empezaban a ser objeto de un abierto debate en la comunidad analítica. La posibilidad de corroborar lo infundado de los temores sobre las consecuencias del análisis infantil toma además en cuenta un hecho singular: cuando leyó «su» historial, Juanito no pudo reconocerse en él; todos los sucesos allí relatados, incluido el análisis, habían sucumbido a la amnesia. Juanito había olvidado su análisis, y Freud dice no tener para ello ninguna explicación; concluye, con cierto sesgo poético, que esto parece equiparable a lo que ocurre con aquellos sueños que despiertan al soñante, que logra analizarlos en el acto, pero que, a la mañana siguiente, habrá completamente olvidado. Juanito habla olvidado su análisis. ¿Pero a su vez el análisis de Juanito había sido olvidado? ¿Cuál fue el destino de la pregunta allí formulada acerca de la validez y la posibilidad de analizar a un niño? Muchos años debieron trascurrir desde la publicación del historial para que esta pregunta de Freud fuera retomada. ¿Qué ocurrió en esos años durante los cuales empero el psicoanálisis no se olvidó de los niños? Por el contrario: estos fueron objeto de permanentes observaciones destinadas a corroborar las hipótesis obtenidas en el tratamiento de pacientes adultos, así como destinatarios de medidas educativas innovadoras inspiradas en esos descubrimientos. Pero no se los consideraba posibles pacientes, al menos no en el marco de una cura realizada por un analista ajeno al ámbito familiar. Los casos de niños analizados, si es que existieron, no fueron ofrecidos en forma de testimonios que permitieran reanudar los interrogantes que surgieron del análisis de Juanito.
El tiempo trascurrido, no sólo desde la publicación del historial de Juanito sino desde los primeros descubrimientos del psicoanálisis que situaban en la infancia las causas de la neurosis, invita a preguntarse por qué la indicación de analizar a los niños no fue el camino seguido desde un comienzo. De los primeros descubrimientos del psicoanálisis pudo haber surgido esta conclusión a modo de una relación de consecuencia lógica que reconociera a los niños, ya desde los inicios, como los destinatarios «naturales, de la cura psicoanalítica. Si esta conclusión fuera válida, podrían compartirse los argumentos con los que Melanie Klein, en 1927, intentó explicar las razones por las cuales, a pesar del caso Juanito, el análisis de niños no había prosperado ni enunciado con claridad sus fundamentos, en comparación con el análisis de adultos. Sostuvo entonces que la razón principal era que a diferencia de aquel caso, no se lo había abordado con un espíritu libre y desprejuiciado; en cambio, se consideraba que los niños no eran sujetos aptos para el análisis. Este y otros «preconceptos» similares habrían impedido que en este terreno se produjera «nada que mereciera ser expuesto». Esta argumentación atribuye la falta de «progreso» del análisis de niños a prejuicios diversos y sugiere la solución: emprender el análisis de un niño sin ninguna clase de inhibición, con la mente abierta para descubrir los caminos que conducirán a «explorar las profundidades más recónditas de la mente infantil». Para Melanie Klein, los intentos de analizar niños habían fracasado hasta el momento por la incapacidad de los analistas para profundizar lo suficiente sin dejarse llevar por ningún tipo de restricción o preconcepto. Esta idea sugeriría una cierta latencia», signada por la inhibición, que se habría iniciado tras la publicación del historial de Juanito. Por su parte, la enseñanza oficial, que ni siquiera se ha interrogado por la existencia de un posible retraso evolutivo, sitúa los comienzos del análisis infantil por remisión a los criterios establecidos por Melanie Klein y por Anna Freud en tanto dos opciones, dos modos opuestos de analizar niños: el pedagógico y el analítico. Juanito se mencionará siempre como un ilustre precedente. Pero en ningún caso se hará referencia a una cuestión fundamental: el destino de la convicción de Freud, enunciada al comienzo del historial de Juanito, de que este análisis sólo se hizo posible por la confluencia de la autoridad médica y la autoridad paterna en una sola persona, por la unión del interés científico con el interés familiar. Doble condición que habría permitido dar al método analítico un empleo que hubiera sido inadecuado de no mediar esta singular circunstancia. No es difícil imaginar que una afirmación tan rotunda, emitida por Freud, pudo inducir a algunos analistas o a algún «iniciado» en el conocimiento de la teoría psicoanalítica -como lo era el padre de Juanito- a poner en práctica la singular experiencia de analizar a sus propios hijos. Por eso consideramos fundamental interrogar el destino de la afirmación freudiana de que sólo la unión padre-analista posibilitará, en el caso de los niños, el empleo adecuado del método analítico. La inexistencia de testimonios que refieran experiencias similares a la de Juanito podría cerrarnos el camino para responder a esta interrogación. Pero la ausencia de testimonios directos no significa que debamos desistir. Al contrario; la aparente falta de respuesta a la afirmación de Freud se vuelve llamativa, si consideramos dos hechos íntimamente relacionados con su planteo. Entre 1919 y 1921, Melanie Klein emprendió primero una educación analítica y después lo que ya pudo considerar «casi» un análisis de su hijo menor, Erích. El relato de esta experiencia le valió el título de analista. En ese mismo lapso, Anna Freud hizo el análisis didáctico con su propio padre. Si estos dos hechos dejan de ser desconocidos, ignorados o considerados meramente anecdóticos, nos encontramos con una cuestión fundamental que precede a la inauguración oficial del análisis de niños en tanto nuevo espacio clínico que brindará la posibilidad de separar a los niños, como posibles pacientes, de sus padres-analistas. Pero cuando esto ocurra, es decir, cuando la comunidad analítica empiece a debatir cuestiones concernientes al análisis de niños y a tomar partido por Melanie Klein o por Anna Freud, nunca re aparecerá este tema. ¿Tal vez fue necesario que trascurriera un tiempo que permitiera «olvidar», a partir de la imposibilidad de dar razón de lo que ocurre con la trasferencia en el caso de los niños-pacientes de sus propios padres? Los dos modelos en los que se asientan los principios del análisis con niños nunca mencionarán el destino de ese extraño ideal de unión, en una misma persona, de padre y terapeuta, parte a su vez de la propia experiencia de aquellas a quienes la historia reconocerá como sus fundadoras: Melanie Klein y Anna Freud. No será esta, por lo demás, la única cuestión silenciada que heredará el nuevo espacio clínico.
El análisis profano
Los comienzos del psicoanálisis de niños coinciden con un intenso debate acerca de la formación del analista y con los primeros intentos de institucionalizar esta formación. La ardua polémica acerca de la conveniencia de autorizar a quienes no fueran médicos a ejercer el psicoanálisis se inserta en una discusión que abarca cuestiones concernientes nada menos que a la definición de los límites y las posibilidades del psicoanálisis. Este debate es el que atraviesa la correspondencia entre Freud y Oskar Pfister (pastor protestante de origen suizo), sostenida a lo largo de treinta años entre 1909 y 1939.El interés de esta correspondencia reside en mostrar que la relación entre análisis y pedagogía, que el análisis de niños debatirá después en otros términos, ya está planteada allí, sólo que la lectura de estas cartas (se conocen únicamente las enviadas por Freud a Pfister) revela que la noción de pedagogía era bastante más extensa que en su acepción habitual. En efecto, en esa «pedagogía» a la que ambos se refieren permanentemente confluyen cuestiones como los alcances de la responsabilidad del analista en una cura, su participación o no en la orientación del destino de los impulsos liberados al cabo del análisis, la posibilidad de guiar a los pacientes hacia conductas sociales más elevadas, y otras cuestiones del mismo orden. Si el único bien de un paciente es su neurosis, ¿qué lo podrá compensar una vez que el análisis logre liberarlo de ella? Pfister dirá que corresponde al analista orientar a sus pacientes hacia la sublimación. Freud le responderá que es necesario preservar para el psicoanálisis un lugar diferente de cualquier tipo de orientación, y para los psicoanalistas, un lugar que no se confunda ni con el de un médico ni con el de un sacerdote: «No sé si ha adivinado usted la relación oculta entre el análisis laico y la ilusión. En el primero quiero proteger al análisis frente a los médicos y en la otra frente a los sacerdotes. Quisiera entregarlo a un grupo profesional que no existe aún, el de pastores de almas profanos , que no necesitan ser médicos y no deben ser sacerdotes». Estas pocas líneas escritas por Freud en 1928 sintetizan muchas cuestiones. A medida que progresivamente abandonaba el terreno de lo médico, el psicoanálisis se imbricaba con problemáticas ligadas a la cultura. Se produjeron entonces propuestas de conjunción de diversos tipos -psicoanálisis y religión, psicoanálisis y prevención, psicoanálisis y educación- que aún hoy continúan vigentes pero sin alcanzar, por lo general, el estatuto de verdaderas articulaciones. Nunca fue sencillo, tratándose de la neurosis, deslindar el lugar de un analista, lo cual ha dejado sitio para una serie de falsas oposiciones; es el caso de la división médico-profano surgida en los albores de la institucionalización del psicoanálisis, cuya intencionalidad marcadamente política impidió reflexionar sobre aquel dilema freudiano y profundizarlo. El tema del Laienanalyse fue parte del mismo debate que incluía tanto la cuestión del análisis didáctico - el requisito de un análisis personal que iniciara al futuro analista en el conocimiento de su propio inconsciente - cuanto la aparición de un espacio nuevo: el psicoanálisis de niños. Es curioso: los psicoanalistas de niños quedaron expresamente eximidos de la formación médica que en algunas sociedades se exigía y en otras se recomendaba para los analistas de adultos. No es fácil determinar con exactitud los fundamentos de esta resolución tomada por la comisión internacional de enseñanza presidida por Eitingon en 1927 y que al parecer fue acatada por todas las sociedades. Es posible que guardara relación con la ferviente defensa que en diversas ocasiones había hecho Freud del análisis profano, y lo es también que se relacionara con el poco clarificado nexo entre la educación de los niños apoyada en el psicoanálisis, la pedagogía de orientación psicoanalítica y los alcances del psicoanálisis infantil propiamente dicho. Indudablemente esto imprimió en el psicoanálisis «de niños» desde sus comienzos ciertas marcas que lo hicieron «diferente» y que irían dibujando poco a poco los contornos de una «especialidad» que desde siempre ha tenido ciertos matices reivindicativos, de defensa del carácter analítico de su práctica, y sobre todo de la no diferencia esencial entre psicoanálisis de niños y psicoanálisis de adultos. Demanda de legitimidad que insiste aún hoy y que remite a esas primeras inscripciones de la práctica analítica con niños en el discurso que la antecede y la posibilita. Si bien no podemos afirmar que lo "profano" hubiera de quedar asimilado para siempre al destino del análisis de niños, es un hecho que este se constituiría en el lugar donde se seguirían debatiendo las cuestiones ligadas a la pedagogía, a la orientación, a la educación, a los objetivos del análisis cuando se trata de «seres inmaduros»; en fin, a todas o a casi todas las cuestiones presentes en el debate entre Freud y Pfister. El psicoanálisis de niños heredará estas cuestiones demostrando que lo profano no guarda relación con la oposición al saber «médico» sino con la dificultad, interior al campo psicoanalítico, de definir qué es un psicoanalista: ni médico ni sacerdote ... Estos problemas, a su vez, quedarán circunscritos a un debate interno del análisis de niños, reflejado en el bien conocido antagonismo entre Anna Freud y Melanie Klein; en este tomará un sesgo acusador y divisorio -ausente hasta aquel momento- en torno de lo que es y de lo que no es el «verdadero» psicoanálisis. Cabe preguntarse si los niños son los únicos que plantean la difícil cuestión que Freud enunciaba así: «Respecto a su pregunta sobre la terapia necesito expresarme claramente. Usted, como pastor de almas, tiene naturalmente derecho de aprovechar todas las tropas auxiliares a su disposición. Nosotros, como analistas, debemos ser más cautos y hacer hincapié especial en el empeño de hacer al enfermo autónomo, lo que con frecuencia se logra a costa de la terapia. Pero, por lo demás, no estoy tan alejado de su punto de vista como usted cree. Ya conoce usted la tendencia que tienen los hombres a seguir al pie de la letra o a exagerar los preceptos. Esto lo hacen, lo sé muy bien, algunos de mis discípulos con la pasividad analítica». Este párrafo pertenece a un intercambio de ideas entre Freud y Pfister acerca del fin del análisis y la disolución de la trasferencia. El análisis laico se puede trasformar a su vez en una nueva ilusión y dar lugar a la siguiente paradoja: en el campo recién inaugurado, serán los defensores del análisis «puro», atraídos por las propuestas de Melanie Klein, los que defiendan al análisis como un Bien Supremo y Universal, de carácter insustituible e inapreciable para la re- solución eficaz de los inevitables conflictos por los que cualquier ser humano tiene que atravesar; por su parte, Anna Freud y sus seguidores, que reivindican como necesaria la función pedagógica del analista de niños, tomarán en cuenta los principios psicoanalíticos que sostienen la relación entre la cura analítica y la singularidad de los síntomas, que podrán o no, según el caso y las circunstancias, dar lugar a una demanda de análisis. Extraña y paradójica derivación de la relación "oculta" entre análisis laico e ilusión.
La década de 1920
Volvamos a la pregunta sobre la razón por la cual el psicoanálisis no se propuso desde sus inicios abordar los conflictos en el momento en que habrían surgido, es decir, por medio del tratamiento analítico de los niños. Si no aceptamos la hipótesis de una supuesta falta de madurez o de las trabas nacidas de los preconceptos pedagógicos de los pocos analistas que al parecer lo intentaron, encontramos que estos primeros tiempos no hacen sino sostener la lógica de los descubrimientos freudianos. La relación entre el descubrimiento de las raíces infantiles de la neurosis y la necesidad de tratar analíticamente a los niños iría en el sentido de una anticipación que no corresponde al modo retroactivo de la temporalidad, o aprés-coup, noción fundamental del psicoanálisis para dar razón de los efectos «tardíos» de la experiencia traumática. No es lo mismo el niño como futuro adulto que el niño construido en la trasferencia analítica. No es lo mismo «ese» niño singular que cualquier «otro» niño sobre el que se pudiera intervenir a tiempo para impedir que llegara a ser, ya adulto, «ese» niño. Aunque se discutiera - como en efecto se ha discutido mucho- acerca de las pautas educativas o de los valores culturales que el psicoanálisis podía suponer relacionados con las causas de las neurosis; aunque la observación directa de los niños corroborara las teorías sexuales infantiles; aunque se aplicaran en la crianza fórmulas extraídas de los descubrimientos del psicoanálisis; aunque Juanito revelara a Freud el carácter típico de la neurosis infantil, es decir, nada distinto de lo que podía averiguarse en el tratamiento de un adulto, existía una gran distancia entre esas exploraciones y la idea de tratar psicoanalíticamente a los niños. No sólo una distancia mensurable en función de tiempo, el de la necesaria espera para que todos esos descubrimientos tuvieran acogida favorable, en vista de la probable resistencia que la propuesta de analizar a los niños hubiera encontrado en esa primera época: se trata de la distancia que impide establecer una relación directa entre la neurosis infantil, como lugar supuesto del origen, y los niños como destinatarios de la cura analítica. Los principios de la cura analítica no son los de la aplicación de una teoría; son el producto de la reflexión sobre los obstáculos que fueron surgiendo a partir de la psicoterapia de la histeria y Freud nunca dejó de insistir, ni aun cuando se podía decir que la teoría ya estaba construida, en que es en la clínica y en la singularidad de cada caso donde el psicoanálisis debe encontrar siempre sus fundamentos. Por eso entre el niño como confirmación empírica de la validez de algún concepto teórico y el niño como paciente, la distancia que existe es la que sostiene la lógica fundante de la clínica freudiana. Pero el comienzo de la década de 1920 marca un momento crucial en la historia del psicoanálisis. Europa se recuperaba de la guerra y del duro golpe que esta había asestado a la fe ilimitada en el progreso de la humanidad. Hacía tiempo que la religión había dejado de ser un consuelo; y en la compleja imbricación del malestar y del renacimiento de la ilusión, las ciencias «positivas» tomarían nuevo impulso. Todo aquello que pudiera colaborar en la construcción del «hombre nuevo» y de un futuro mejor era objeto de grandes expectativas. En el seno del psicoanálisis, algunos de los más renombrados discípulos de Freud, como es el caso de Sándor Ferenczi y de Wilhelm Reich, se hacen eco de esas expectativas y proponen una serie de modificaciones «técnicas» tendientes a acortar la duración del tratamiento analítico o a hacer «más activo» el papel del analista. Pero esas propuestas chocarán inevitablemente con lo que entonces empieza a considerarse como el «pesimismo» freudiano. En el 5to. Congreso Psicoanalítico Internacional de Budapest de 1918, Freud presentó un trabajo titulado "Los caminos de la terapia psicoanalítica",cuyo eje principal lo constituye su cautela frente a los diferentes intentos de modificar la "técnica" analítica. También expondrá allí su creencia de que con el correr de los años el psicoanálisis podría llegar a un número cada vez mayor de personas e incluso ser brindado en forma gratuita en instituciones creadas para ello. A pesar de que no es fácil atribuir a este texto una visión particularmente «pesimista» en relación con los caminos futuros, ni dogmatismo alguno en cuanto a las posibles innovaciones, el viento de los tiempos ha comenzado a soplar en otra dirección. La ilusión ha renacido; y no obstante el escollo que representa la aparición del concepto de pulsión de muerte, otras posturas más «vitalistas» empiezan a ganar terreno en el seno del psicoanálisis. Se trata de reintroducir el placer, el yo, una sexualidad más acorde con la naturaleza biológica de los sexos, la realidad y la racionalidad; en fin, las diferentes formas de garantizar para el psicoanálisis un futuro sintónico con los nuevos tiempos. Todas estas posibilidades nuevas amortiguarían el impacto que produjo el concepto de pulsión de muerte, que mostraba la incidencia de la repetición en la vida psíquica, límite puesto por la palabra del maestro a la ilusión del "hombre nuevo". Pero la comunidad analítica perdonará a Freud este agravio porque lo atribuirá a un momento particularmente doloroso por el que atravesaba el creador del psicoanálisis, y no le otorgará una importancia teórica esencial. Es el tiempo de comenzar a pensar en la posibilidad de abordar directamente a los niños como un terreno aún inexplorado y lleno de promesas para la cura analítica y para los «nuevos» aportes que la teoría necesita.
Los niños del psicoanálisis
Las circunstancias mencionadas podrían explicar que los principios del psicoanálisis de niños no hubieran sido enunciados antes; justamente, habrían sido fruto de ellas, y no de un inexplicable retraso en este campo sólo atribuible a preconceptos infundados. Pero la institucionalización del psicoanálisis de niños tampoco se podría considerar la mera consecuencia de la serie de acontecimientos que confluyeron y contextualizaron el terreno discursivo en el que se asentó - el final de la guerra, los nuevos caminos, la cuestión del análisis laico y del análisis profano -, que habrían dejado atrás la dificultad de establecer en la clínica freudiana una relación de consecuencia lógica entre sus descubrimientos y los niños como pacientes. Todo esto permite situar una problemática pero no da razón de un hecho esencial: que sus principios hayan surgido bajo la forma de las dos versiones antagónicas en torno de las cuales se dividirá la comunidad analítica. Que las versiones hayan sido dos y que surgieran inmediatamente después de la muerte de Hermíne von Hug-Hellmuth, la hasta entonces «única» y casi desconocida pionera del análisis infantil,no parece una mera contingencia: sería nada menos que el punto de umbilícación con la afirmación freudiana de que únicamente la unión de padre y terapeuta en una sola persona garantizaría el tratamiento analítico de un niño. Las dos versiones serán formas de responder a esta cuestión que no pudo decirse de otro modo: la unión entre padre y analista. Y serán antagónicas porque en un caso la versión del niño-paciente provendrá de una hija analizada por su padre y en el otro de una madre que ha analizado a su hijo. ¿Qué de este origen resultará -bajo el modo del fantasma- puesto en acto en la escena analítica que cada una de estas propuestas destinan a los pacientes niños? Si hablamos de fantasma, hablamos de síntoma, es decir, de la razón necesaria de lo no dicho, de lo no sabido, que no cesa de producir efectos de puesta en escena. Así, cuestiones de legitimidad-ilegitimidad, de sentido-sin sentido de la práctica con niños, de reivindicación del carácter «uno» del psicoanálisis en contra de la idea de especialización, de los derechos del niño a ser considerado «sujeto» en un análisis, que aún hoy se proclaman, y otras tantas cuestiones e interrogaciones, no cesan de insistir, demostrando a todas luces que no se ha avanzado mucho en los últimos sesenta años. Algunos intentos aislados de reflexionar sobre la dirección de la cura en análisis infantil no han logrado alcanzar el estatuto de una verdadera conceptualización que operase de un modo diferente de las impasses trasmitidas durante todo este tiempo. Pero lejos de considerar estos obstáculos como un retraso "inexplicable" del análisis de niños respecto del psicoanálisis, que debería ser solucionado con la propuesta de una opción voluntarista que de una vez por todas introdujera en el psicoanálisis de niños los conceptos fundantes de la teoría - transferencia, goce, repetición, inconsciente- , reconozcamos que se trata de un síntoma. Sólo si nos situamos en ese registro podremos atravesar la eficacia de lo no dicho, de lo no pensado y de lo no articulado, que inscribe el nacimiento del análisis con niños bajo la forma de dos versiones antagónicas y que no ha posibilitado escribir la historia de otro modo. La historia oficial del psicoanálisis de niños, centrada en el eje tantas veces repetido de la polémica Freud-Klein, opera al modo de un recuerdo encubridor que, velando los orígenes, acaso impidió acceder al conocimiento de ciertos hechos de importancia singular y al mismo tiempo opacó la lectura de los testimonios inaugurales; en estos se puede descubrir la enunciación, es decir, la posición subjetiva desde la cual los conceptos fueron enunciados. Releer los primeros textos a la luz de otros textos, aquellos que nos pueden decir algo sobre la vida de ambas protagonistas, quizá nos permita reflexionar sobre ese algo que de su vida se habría encarnado - y en ocasiones encarnizado- en su obra. ¿Por qué habrán sido dos mujeres las que iniciarán con una disputa el campo del psicoanálisis de niños? ¿El antagonismo de las propuestas habrá tenido un carácter necesario? ¿Quiénes fueron y qué representaron Melanie Klein y Anna Freud? ¿Por qué alrededor de esos dos nombres parece haber podido establecerse tan nítidamente el eje de lo que es psicoanálisis y de lo que no lo es? ¿Por qué estos efectos de división se producen en la comunidad analítica a tan poco tiempo de que ambas comenzaran su práctica? El hilo que atraviesa estas preguntas conduce a la cuestión de los orígenes. Adentrándonos en el terreno de la ficción, nos proponemos entonces descorrer el velo que los cubre y comenzar, ya que se trata de psicoanálisis de niños, a la manera de cualquier libro de cuentos diciendo «Había una vez, en un país muy lejano y hace ya mucho, mucho tiempo... ».