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¿Dónde están ellos?
Lo dicen las mujeres jóvenes, las maduras, las mayores. Mujeres de toda condición coinciden en afirmar un hecho que se repite en cualquier sector de la vida social: los hombres se han batido en retirada. La imagen es más o menos la misma en todas partes. Los sábados por la noche, legiones de mujeres forman pequeños grupos que pueblan las discotecas, los restaurantes, las salas de ocio. Son ellas las que asisten a los eventos culturales, se apuntan a cursos, talleres y tertulias, en parte para mejorar sus conocimientos, en parte para satisfacer la ingenua esperanza de conocer a un hombre. Pero ellos se han vuelto evanescentes, han desertado de la conquista, han abandonado el arte de la seducción, y parecen encontrar un goce mayor en sus sofisticados juguetes electrónicos. Su mirada está demasiado pendiente de las pantallas de móviles, computadoras, televisores y play-stations, y poco disponible para el amor. La mujer-objeto, representación abominada por las feministas, va dando paso al hombre-objeto, presa cada vez más codiciada por su escasez. Las mujeres se adueñan de las distintos espacios de la vida pública, y son mayoría en casi todo. Los hombres conservan todavía su cuota de poder en la esfera política, pero ya sólo es cuestión de unas pocas décadas para que las mujeres dominen también ese terreno que durante milenios fue patrimonio masculino. El legítimo ascenso histórico de las mujeres, celebrado públicamente como un logro de la civilización occidental, se acompaña por una duda que las asalta en la intimidad: "¿Vivimos ahora mejor que nuestras abuelas o nuestras madres? Habernos liberado del yugo que asimilaba nuestra condición femenina a la función de esposa y madre, ¿nos ha reportado una mayor satisfacción? ". Sin duda, la posibilidad de elegir otro destino que el de soportar maridos incompetentes o brutales les ha abierto la puerta a un mundo que siempre les estuvo vedado, pero esa misma puerta las conduce a una realidad en la que los hombres no han concluido aún la reprogramación de sus esquemas mentales, y huyen desorientados de cualquier compromiso con el otro sexo, buscan consuelo en la homosexualidad, se niegan en rotundo a ser padres, se aferran cada vez más a una patética prolongación de la adolescencia, o sencillamente repudian a toda mujer mayor de veinticinco años. A fuerza de lucha, dolor y tenacidad, las mujeres han aprendido poco a poco a vivir de acuerdo a los nuevos tiempos, mientras ellos se resisten a abandonar sus antiguas posiciones, y sólo a regañadientes acceden a compartir con ellas las tareas que tradicionalmente se consideraron femeninas. Los defensores del progresismo cultural son optimistas, y están convencidos de que sólo será necesario una generación más para que las diferencias de género se disuelvan definitivamente en la gran pasión democrática de la igualdad. Sin embargo, las cosas no parecen ser tan sencillas, puesto que los hombres no se asimilan a este proceso sin presentar al mismo tiempo síntomas diversos, fundamentalmente inhibiciones en el plano de su virilidad, que en definitiva no sólo los afectan a ellos, sino también a las mujeres. Una mujer joven dedica una sesión de su psicoanálisis a expresar una doble queja: por una parte, le indigna que en la calle algún hombre le dirija un piropo; por otra, se lamenta de que su pareja se haya desinteresado casi por completo del sexo. Más allá de lo que sus dichos revelen sobre su inconsciente, es indudable que los hombres son cada vez más censurados por practicar la masculinidad, al tiempo que simultáneamente se les reproche no querer ejercerla. Atrapados ambos sexos en esta paradoja, los hombres se mueven en la incertidumbre de no saber más cómo ser, y las mujeres intentan resolver una ecuación que se les ha vuelto la cuadratura del círculo: conseguir que el gatito que ahora friega los platos y plancha la ropa siga siendo un tigre en la cama.
El padre... muerto.
El mundo occidental desarrollado manifiesta un fenómeno que se extiende lenta pero inexorablemente: la desvirilización del macho, condenado a convertirse en una especie en extinción.
El cambio de las mujeres ha afectado de manera dramática a los hombres, poco acostumbrados históricamente a ocuparse de su identidad, puesto que de algún modo venía garantizada por la posesión de un órgano. Desembarazadas de la maternidad como identidad femenina por antonomasia, las mujeres tienen ante sí un espectro mayor de posibilidades. Los hombres, por el contrario, despojados de sus clásicas insignias, se desorientan, quedan empantanados en el resentimiento, cuando no en la depresión. Esa criatura salvaje y bárbara, que ha practicado desde tiempos inmemoriales un innoble despotismo sobre el sexo femenino, debe pagar por su terrible crimen con el sacrificio de aquello que ha sido siempre su bien más preciado. La historia los señala con su dedo acusador, y a falta de una postura colectiva, algunos aceptan mansamente su derrota masticando pastillas de Viagra, otros se refugian en las diversas modalidades de la misoginia, y los menos contraatacan con una ferocidad que se ha convertido en los últimos años en una cuestión de estado. La violencia hacia las mujeres, que las estadísticas coinciden en señalar como una atrocidad en aumento, no es independiente de una época en la que los hombres, no sin razón, experimentan los cambios culturales como una amenaza a su identidad. Acorralados por los avances de las mujeres, algunos no dudan en emplear incluso las armas para aniquilar un deseo inédito, una voluntad de ser a la que no estaban acostumbrados.
¿Qué es lo que ocurre? Nada más, ni nada menos, que la efectuación histórica y progresiva de un fabuloso desmantelamiento. El sistema patriarcal, que durante siglos funcionó como un marco de referencia y ordenamiento para el lazo entre hombres y mujeres, se hunde irremisiblemente. Con sus méritos y sus injusticias, lo cierto es que ese sistema asignó un lugar preciso para cada sexo, y aseguró una serie de vías institucionales y ritualizadas para perpetuar uno de los fundamentos estructurales de la cultura: el intercambio de mujeres entre los hombres. Sin entrar en el detalle de las innumerables críticas que se han dirigido al régimen patriarcal, por exceder los límites y los objetivos de este artículo, es innegable que uno de sus mayores beneficios ha sido el de construir una serie de representaciones que tenían por objetivo proporcionar una creencia en el presunto orden natural de las obligaciones y responsabilidades propias de cada sexo. Así, que la tarea del hombre fuese atender a las necesidades individuales mientras a la mujer correspondía la supervivencia de la especie, fue durante milenios una ley que se fundaba en un orden natural e incontestable, como por otra parte continua siéndolo en las tres cuartas partes del planeta. Fue necesario esperar a las sucesivas revoluciones -ilustrada, industrial y tecnológica- para que asistamos a la moderna desintegración de la familia como unidad social, y a la emergencia de nuevas formas y fórmulas de lazos familiares que demostraron definitivamente la desvinculación de las estructuras de parentesco y de alianza de toda razón argumentada en las necesidades biológicas del individuo y la especie.
La desaparición de las representaciones tradicionales en lo concerniente a las significaciones de género, impulsada a partir del siglo XX por los movimientos emancipatorios, es posiblemente una de las transformaciones históricas más importantes que ha conocido la Humanidad. Algunos exponentes del pensamiento filosófico y sociológico feminista olvidan con demasiada ligereza el papel que el psicoanálisis cumplió en este cambio, no sólo por la extraordinaria subversión que supuso su concepción específica de la sexualidad, sino también al inaugurar un modo de participación intelectual femenina hasta entonces desconocida en las restantes agrupaciones científicas. El psicoanálisis fue probablemente una de las primeras profesiones que incorporó desde sus inicios a un gran número de mujeres, y en la que tantas destacaron de forma notable, al punto de encabezar algunas de las escuelas analíticas más importantes y ocupar puestos jerárquicos de máxima relevancia en la conducción de sus instituciones.
Sálvese quien pueda.
Resulta muy instructivo apreciar hasta qué punto algunos representantes del feminismo, incluso los que durante años se embanderaron en las corrientes más radicales, comienzan a revisar sus postulados y a interrogarse sobre las consecuencias de esta profunda transformación social. Nadie que posea un mínimo de honestidad intelectual puede dejar de advertir que al desaparecer la base de sustentación en la que se apoyaba la praxis de las identidades sexuales, o al menos al desvelarse la relatividad de su fundamento, los hombres y las mujeres de la modernidad contemporánea acusan sintomáticamente una desprotección ontológica sin precedentes. Los adultos son niños que han perdido las referencias de su sexo, huérfanos en un mundo donde el símbolo de la paternidad es progresivamente sustituido por el tutelaje de expertos que diseñan una codificación universal de la conducta. Aun cuando la tesis lacaniana de la no-relación no se basa en absoluto en una razón histórica o social, sino en un desarrollo lógico del concepto freudiano de pulsión, lo cierto es que sus consecuencias clínicas no se habían mostrado nunca antes con la singularidad de la época actual. Somos testigos de una paradoja que en sí misma constituye un síntoma del desconcierto existencial de los sujetos. Por una parte, los hombres y las mujeres se redescubren como seres privados de un saber sobre su sexo, o al menos dudosos en cuanto a la eficacia del saber que poseen, y por lo tanto se declaran deseosos de aprenderlo todo. La sexología, pseudociencia de la felicidad sexual, sólo podía prosperar en una época en la cual los sujetos se confesaran ignorantes del goce de su sexo, y reconociesen que en ese terreno tienen que volver a cursar desde el parvulario. Un sinnúmero de saberes ofrecen un mundo de posibilidades a estos niños grandes, a los que hay que enseñarles cómo practicar el coito, cómo llevar a buen término un alumbramiento, y fundamentalmente cómo ocuparse de una prole cuya educación no se inspira ya más en la tradición pedagógica patriarcal. Pero por otra parte, los medios de comunicación se han convertido en transmisores de un nuevo evangelio que promete una forma inédita de salvación: la genética. Al igual que el mensaje evangélico clásico, esta variante tampoco acaba de llegar, pero promete un gran alivio: la posibilidad de confiar en que nuestros genes saben todo lo que es preciso saber, desde lo que determina el interés de un sexo por el otro (incluso por el mismo) hasta lo que garantiza el buen desempeño de la maternidad. En definitiva, la salvación consiste en este caso en devolvernos a una naturaleza que habíamos perdido. Cómo y cuando se producirá esta restauración de nuestra condición humana, en la que nos hemos enredado durante siglos atribuyéndole determinaciones simbólicas, lingüísticas e históricas, es algo que aún está por verse, pero sólo es cuestión de unos pocos años más, según dicen, para regocijarnos con el reencuentro de nuestra primitiva felicidad de seres vivos.
Por qué razón, tras el indiscutible avance científico que ha supuesto la eliminación del antropomorfismo en la investigación de la naturaleza, las ciencias del comportamiento se empeñan en animalizar al hombre, es una pregunta que la filosofía y el psicoanálisis no pueden desatender, puesto que incumbe a un proyecto social y a una concepción de lo humano que amenaza lo más propio de la subjetividad: la diferencia.
El individualismo moderno, origen de un pensamiento sobre el ser que asentó la noción de diferencia, propagó asimismo el concepto de la igualdad como uno de los valores supremos de la democracia. Esta tensión entre igualdad y diferencia, que hizo vibrar los tres últimos siglos de la historia de Occidente, se deshace de un modo creciente en beneficio de la uniformización de la vida en todos sus órdenes. Las formas democráticas, que parecen aseguradas en los sectores más avanzados del capitalismo occidental, disimulan un totalitarismo de nuevo cuño, que no se impone mediante la brutalidad represiva, sino a través de la infiltración paulatina del credo científico-técnico en la totalidad de la existencia. La universalidad exigible por la ciencia en todos los objetos a los que se aplica, y la exaltación de la igualdad, no en el sentido político y humanitario proclamado por la Ilustración, sino en el de la uniformidad absoluta del individuo, encuentran una alianza histórica sin precedentes. El psicoanálisis, que introdujo en el pensamiento sobre el ser la diferencia irrecusable de la sexualidad, constituye un fastidioso obstáculo en el camino del progreso. Tanto su método como su doctrina teórica suponen una rémora en el avance contemporáneo de la razón totalitaria sobre la que se establece el pacto entre formas democráticas, capitalismo y tecnociencia.
Los sinsabores de la igualdad.
Es evidente, al menos desde la perspectiva del psicoanálisis, que el sujeto moderno se halla atravesado por una doliente división entre su identidad y su diferencia, que adhiere de manera voraz a la ideología de la igualdad, pero que no por ello deja de sufrir en la carne el tormento de su exclusividad. El ejemplo de la vivencia de las mujeres actuales es elocuente: a medida que obtienen el reconocimiento de su igualdad, las posibilidades para el ejercicio y el goce de su femineidad se deterioran. La paulatina pero irreversible detumescencia de los símbolos sagrados que distribuían el lugar y la función de cada sexo ha hecho surgir una nueva realidad: el peligro de extinción del macho. A pesar de que algunas teóricas feministas celebren con trompetas y atabales el advenimiento de una era sin hombres, la mayoría de las mujeres empiezan a percibir las consecuencias más bien pírricas de su victoria. ¿Cómo ser mujer en un mundo desvirilizado? Más aún, ¿seguirá teniendo sentido la noción de femineidad, cuyo encanto y sensualidad residió desde siempre en su misterio, en su profunda ambigüedad, en la equivocidad de sus máscaras y sus velos?
Si afinamos un poco más el enfoque de nuestro análisis, podemos advertir una diferencia entre los países anglosajones y los que se inscriben en la tradición europea católica y latina. En estos últimos parece imponerse una feminización de la vida, como forma de reordenamiento del goce que ha quedado desprovisto de sus referentes clásicos. Ser femenino es ser limpio y educado, respetuoso de las leyes, controlado en los impulsos, tierno y sensible, diversificado en la orientación de la libido, cuidadoso con el medio y la naturaleza, atento a la estética de la propia imagen y a la salud del cuerpo, moderado en el apetito carnívoro y dispuesto a las excelencias vegetarianas. Ser hombre, o mejor dicho persistir en querer serlo, es condenarse a ser visto como una mancha en el proceso purificatorio de la civilización.
En el radio anglosajón, por el contrario, la solución al goce se presenta de un modo más radical: la asexuación de los vínculos entre hombres y mujeres. Como lo ha expresado de manera magistral y conmovedora Coetzee en una de sus novelas, la sexualidad es una desgracia que debe ser vigilada yen lo posible arrancada de raíz.
El ideal de un mundo sin deseo.
Resulta notable la escasa atención que los psicoanalistas han prestado al caso Mónica Lewinski, la becaria que consiguió poner de rodillas al jefe del imperio más poderoso de la tierra. Por primera vez en la historia de los Estados Unidos un presidente fue abatido a lametones, en lugar de balas, y los hijos de Freud apenas dedicaron unas pocas líneas al acontecimiento, que reúne algunos de los rasgos principales de la nueva modernidad en un país en el que la estupidez y la inteligencia, la liberalidad y la mojigatería, se mezclan en curiosas proporciones. La poderosa industria de la pornografía, liderada en este caso por una tentadora joven, penetró en el despacho oval de la Casa Blanca ocasionando una estrepitosa catástrofe política. Los debates teológico-sexuales llenaron las hojas de los periódicos y los folios del impeachment : ¿Dios hace la vista gorda ante la felación, o por el contrario la considera tan reprobable como un coito? Pensar en Dios mientras el cuerpo se entrega a su destino, ¿reduce el pecado? En cualquier caso, lo importante ha quedado claro: ni siquiera el César se librará de la histórica venganza femenina contra el poder de los hombres, y aunque su falo permanezca intacto, su cabeza ha rodado por el polvo de la incorrección política. Clinton, otrora el hombre de la perpetua sonrisa, se convirtió en el símbolo de lo que América detesta por encima de todas las cosas, incluso los crímenes de guerra: un hombre sin disimulo, es decir, un violador. Para algunas feministas, la heterosexualidad del varón es uno de los mayores peligros de la civilización actual, por cuanto porta en su interior el mal de una sexualidad bestial y condenable. Perseguir y erradicar la virilidad es un deber de la política, y el mejor modo de lograrlo es el establecimiento de estrictas normas de comportamiento que regulen con todo detalle las relaciones entre hombres y mujeres. Si el presidente Clinton se hubiese ocupado de leer atentamente el código del Antioch College de Ohio, un centro universitario de reconocido prestigio, posiblemente habría prolongado algunos años más sus viajes en el Force One. Dicho código, que rige severamente los acercamientos entre los sujetos que pertenecen al campus, establece que toda intención sexual debe ser explícitamente advertida, y no podrá realizarse sin obtener el consentimiento previo del partenaire. Por otra parte, la aceptación de uno de los pasos que podrían conducir al acto sexual no supone necesariamente un acuerdo respecto del siguiente, de modo que el avance en el proceso erótico requiere una negociación y recontratación constante. Conforme a la tradición paranoica de la sociedad anglosajona, el contractualismo de las relaciones sexuales se presenta como la mejor opción para sustituir el depreciado código clásico que regulaba el vínculo entre los sexos. Condenados a abandonar los modelos tradicionales, y faltos de auxilio en un orden natural de conducta, los ciudadanos -y ciudadanas- enajenan sus tentaciones a la coerción contractual, en la ilusión de que una rigurosa prevención simbólica será capaz de absorber lo real del sexo, el malentendido del deseo, la eterna equivocidad del encuentro entre un hombre y una mujer. En el fondo, lo que se persigue es la extirpación radical de todo signo del deseo del Otro, deseo que, como sabemos, sólo puede subsistir bajo los auspicios del misterio, de la opacidad, de la verdad como "decir a medias".
La corrección sexual, llevada al grado de la obsesión paranoica, propone un mundo plano, un mundo en el que los seres humanos ya no tendrían inconsciente, un mundo en el que los deseos se saben, se dicen y se legislan. Eros, transmutado así en demonio, debe ser expulsado de la tierra, y en su lugar reinará una racionalidad soberana, garante del absolutismo de la igualdad, o, en su defecto, de la inobjetable supremacía de la mujer. Extender la igualdad social y jurídica de los géneros a la vida amorosa es, en definitiva, un atentado a la condición humana, en la cual la diferencia constituye un fundamento esencial. Si en nombre de la presunta higiene moral pretendemos erradicar esa diferencia, sólo conseguiremos incrementar el dominio de la agresividad y el recelo entre los sexos.
La buena letra unisex.
La creencia de que el lenguaje podría llegar a suturar la división subjetiva producida por lo real del sexo llega a extremos ridículos, cuando no patéticos. Un ejemplo interesante, por sus instructivas connotaciones, es el actual empleo del símbolo @ como una forma de reunir en una sola letra la "o" y la "a" de los dos géneros. Si se quiere evitar sospechas, es de buen gusto y tono que un profesor o profesora advierta en la notita dirigida a los padres y/o las madres con motivo de una excursión programada, que "l@s niñ@s deberán acudir al centro provist@s de la autorización firmada. Se recomienda que l@s chic@s vengan con ropa deportiva para que estén cómod@s". Que el símbolo de la última revolución tecnológica pueda asimismo servir para la condensación y unificación de los géneros no deja de invitar a una reflexión sobre el poder de la técnica como influencia masificadora, y por ende disolutoria, de la sexualidad como uno de los terrenos más privativos de la diferencia.
La corrección de los nuevos códigos sexuales se estrellan contra la rompiente de las pulsiones, dinámica de un goce que no se adecua al progreso de la civilización y la cultura. La psicología de las parejas en las que reina la violencia doméstica muestra muy bien ese carácter "inapropiado" e "incorrecto" de toda elección amorosa. Si la actitud del macho violento nos repugna, la sumisión e incondicionalidad de algunas mujeres que la soportan resultan asombrosas, y nos revelan una complejidad en la dialéctica de las condiciones amorosas que escapa al sentido común y a la idea del placer como bien soberano. Podemos legislar y sancionar esa violencia, lo cual es social y humanamente exigible, pero resulta más difícil regular el modo en que los goces se enfrentan o se complementan, indefectiblemente al margen del bienestar político e individual.
Cuando el imperativo de la transparencia política se extrapola ingenua o perversamente al lazo entre hombre y mujer, la supervivencia del deseo se pone en grave riesgo. La sospecha, la vigilancia y la desconfianza recíprocas se convierten en actitudes dominantes, y la proverbial guerra entre los sexos da paso a una auténtica caza de brujas del goce. El terrorismo de la igualdad, aplicado de manera irresponsable, conduce a la idiotez de una sociedad compuesta de individuos que han perdido el buen uso de los semblantes, y por lo tanto ya no saben cómo comportarse.
La ironía de la historia, la secreta venganza del agonizante patriarcado, consiste en que las mujeres deben acarrear ahora el peso de su libertad, del mismo modo en que sus congéneres del tercer mundo, quién sabe si menos o más afortunadas, cargan sacos de leña o bidones de agua sobre sus cabezas. Es indudable que la actitud y la consideración hacia el sexo femenino es en la actualidad uno de los más fiables patrones de medida a la hora de evaluar el grado de evolución de una sociedad. En ese sentido, un abismo sin reconciliación posible nos separa del mundo islámico, imperturbable en sus prácticas vejatorias sobre las mujeres. Si bien la denominada liberación femenina del primer mundo occidental constituye un paso indiscutible en beneficio de la dignidad de la vida humana, lo cierto es que las conquistas sociales y políticas no agotan la problemática de los sexos. Cualquier respuesta colectiva no deja de ser en verdad una ideología, un espejismo de la razón en el que el deseo se aliena y se mortifica. Para mayor grandeza de la especie humana, las aventuras y desventuras de su sexualidad resisten los ordenamientos sociales y políticos, religiosos y doctrinarios. La vida amorosa no es ni mejor ni más sencilla para la mujer directora de empresa, líder política, policía, camionera o ingeniera ferroviaria. Y menos aún en la actualidad, cuando además de todo eso tienen que disputarse los últimos ejemplares de hombre que van quedando.
GUSTAVO DESSAL