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Número 10 Noviembre 2008
El capítulo final de
la gran música en Viena
Max Graf

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Yo mismo viví el capitulo final de la gran ciudad musical de Viena. Nosotros, que nacimos en Viena y nos criamos allí, no teníamos idea, durante el brillante período de la ciudad, antes de la primera guerra mundial, de que esta época sería el fin del desarrollo más grande de la historia de la música, que ha conocido el mundo, y, menos aún, sospechábamos que la monarquía de los Habsburgo, de la cual Viena era la capital, estaba destinada a declinar.

Nos criamos en una ciudad grande y hermosa, adornada por nuevos palacios, jardines y avenidas. También surgió un nuevo palacio real, al lado del viejo, que había sido testigo de tantos hechos históricos, y frente al cual, cuando niños, jugábamos entre saúcos en flor y orgullosas estatuas ecuestres.

Desde el gran hall sustentado por pilares del nuevo palacio, se podían ver las columnas de mármol del nuevo Parlamento, construido al estilo de los templos griegos; el hombre de hierro de la torre g ótica del Ayuntamiento; su jardín y la fortaleza, y, desde allí, el Kahlenberg. Gozábamos observando la espléndida ciudad, tan elegante y hermosa, y nunca pensamos que la luz que brilló sobre ella pudiera ser nunca la de un vívido crepúsculo vespertino.

Veíamos el tránsito de los tiempos modernos diseminarse a través de las calles y observábamos sorprendidos cuando se encendían las primeras luces eléctricas en el escaparate de una casa de negocio y los primeros pequeños tranvías iniciaban sus viajes a los bosques de Modling. La nueva era de maravillas técnicas se revelaba en las calles. La vida de una gran ciudad tenía aspectos vívidos. Hombres y mujeres bien vestidos, charlando y riendo, paseaban lentamente a través de las nuevas calles. Elegantes jinetes cabalgaban en caballos de pura sangre. Los coches surcaban la ciudad, y cuando el cochero restallaba su látigo, los animales levantaban las patas como si ejecutasen pasos de vals. Veíanse oficiales del ejército austríaco, con vistosos uniformes y guantes de cabritilla blanca; los guardias del emperador marchaban hacia el viejo palacio, con sus uniformes adornados con cordones rojos, breeches de cuero blanco y botas bien lustradas, armados de alabardas. También, se veían guardias montadas, con cueros de leopardo y grandes cascos con plumas blancas, montando caballos árabes. La gran ciudad parecía festiva, vivaz, plena de color.

Hasta los ciudadanos modestos llevaban una existencia holgada. A las 10, después de dos horas de trabajo, marchaban a sus posadas favoritas para estimularse con un fresco vaso de cerveza y una porción de guiso. Por las noches, con sus mujeres e hijos, paseaban por el Prater, donde, cuando reinaba buen tiempo, las posadas hallábanse repletas, se fomentaban los juegos y entretenimientos, y la música se oía por doquier: chillones organillos, estruendosas bandas o violines ejecutando valses. O sentábanse en un extremo de las tabernas, conversando de política con sus amigos. Los mozos llevaban un vaso tras otro de espumante cerveza, mientras el humo se elevaba hasta el cielo raso, de las pipas de espuma de mar, o los largos cigarros de Virginia.

El más grande de los poetas alemanes llamó a los vieneses "fecianos en cuyo hornillo se mantiene siempre rodando la broqueta". Antes de 1918, no cabe duda de que esa manifestación era exacta. Los vieneses la sabían y cantaban: "¡Hay una sola ciudad imperial; hay una sola Viena!"

Esta ciudad hermosa, jovial y cómoda, que hoy se ha hecho legendaria, fue, para nosotros también, una ciudad musical. Nos convertimos en músicos sin saber cómo ni por qué. Dondequiera que fuésemos escuchábamos música. Cantábamos y ejecutábamos el violín. Mientras cursé la escuela secundaria, llevaba mi violín todas las noches a casas de amigos y tocaba cuartetos clásicos para cuerdas, con funcionarios subalternos, maestros o financistas, como algo sobreentendido. Los domingos, yo tocaba las obras de Haydn o las misas de Mozart en los coros de las iglesias. Cuando realizábamos excursiones todos cantábamos coros y cánones. O, por las noches, frente a los jardines de los restaurantes, o en los parques, escuchábamos los conciertos de las bandas.

En esa forma nos preparábamos para los días de fiesta, cuando concurríamos al palacio de la Ópera, en el Ring. Desde el mediodía, jóvenes y muchachas, permanecíamos frente a la entrada de la sala, todavía cerrada, munidos de partituras y discutiendo acaloradamente acerca de la música. Cuando se abría, por fin, la puerta, nos lanzábamos nerviosamente hacia la boletería y luego ascendíamos cuatro pisos por las escaleras, como si hubiéramos estado disputando una carrera pedestre, hasta el corredor tenu emente iluminado, que conducía a la galerí a, desde donde veíamos el escenario. Después de un rato, los músicos ocupaban el foso de la orquesta. Los violinistas afinaban sus instrumentos y en lo alto se elevaban pequeñas escalas como mariposas. Las maderas ensayaban breves pasajes, y los bronces lanzaban tonalidades antediluvianas, como gruñidos en medio del bullicio de las voces orquestales. Los sonidos continuaban creciendo cada vez más, como el zumbido de una tetera que esta por hervir. Luego se extinguían las luces de la sala, el gran candelabro apagábase con lentitud y sólo se podía ver el resplandor espectral de las luces sobre los atriles.

Una vez que todo se hallaba sumido en el silencio y a uno le palpitaba nerviosamente el corazó n, aparecía el director, se colocaba frente a la partitura, la abría y elevaba su varita mágica. Era un momento de alegría, pues, desde ese instante, y por vez primera, éramos conducidos hacia la gran comunidad musical vienesa, que se reunía todas las noches en el nuevo teatro de ópera. Una nueva generación de músicos y de música se había unido a la vieja. Nos habíamos convertido en ciudadanos maduros de la vieja ciudad musical.

Más tarde, en calidad de crítico, tomé asiento en las cómodas sillas tapizadas de felpa roja de la platea. Pero nunca entraba en la sala de ópera sin echar una ojeada hacia la galería; ojeada vehemente y anhelante, porque en ningún lado se observaba el entusiasmo por la música y el deleite en su audición en forma más genuina que allí, donde la gente joven se aprieta y ocupa los extremos, mirando hacia el escenario o a sus partituras pianísticas. Era también una mirada de gratitud, pues allí fui educado y llegue a la posición de crítico de ópera.

Como casi todos los aficionados a la música y los músicos vieneses, comencé mi vida artística en la galería de la Ópera de Viena, la cual se adaptaba a mi existencia. Allí fui joven y allí llegué a viejo. Constituyó uno de los más hermosos momentos de mi carrera de crítico cuando, en uno de mis cumpleaños, los jóvenes de la galería me obsequiaron con un discurso que exaltaba mi actividad crítica con palabras halagadoras y altamente ponderativas. En la Ópera de Viena constituíamos una gran comunidad musical. La sala era una especie de Ayuntamiento, al cual enviaban sus representantes cada una de las nuevas generaciones. La Ópera, pues, entrañaba algo diferente, algo más significativo en la vida de la ciudad, de lo que constituían las espléndidas salas de ópera en otras partes. Era el centro de la vida de la ciudad, y no su parte exterior.

Cuando llegamos a grandes, Viena era todav ía el centro musical del mundo. Para aclarar esto, invito al lector a que me acompañe a lo largo de la Ringstrasse, la calle más alegre de Viena, en un día de sol de 1890. En esa época, entre las 12 y las 13, la gente elegante de la sociedad paseaba por la amplia arteria, entre el porque municipal y la Ópera. En ese breve tramo se congregaban las personas a las que uno puede llamar "toda Viena". Allí todos parecían conocerse, se saludaban, charlaban y deambulaban, mientras se oían las brillantes risas de las mujeres, por encima de los comentarios maliciosos y las habladurías de la metrópolis. Reuníanse allí políticos e industriales, jóvenes y viejos aristócratas, que hablaban el dialecto nasal de los castillos; oficiales entre los cuales los dragones con yelmos dorados y los hú sares húngaros de chaquetas con cordones y breeches ajustados, eran los mas elegantes; artistas de renombre, mujeres acerca de las cuales hablaba Viena, los "talentos" que eran invitados a todas las fiestas y cuyos últimos dichos volaban con presteza a lo largo del Ring.

¿Cuál era el tema de todas esas conversaciones? La última première teatral, el último exceso del joven archiduque, el divorcio más reciente, un forastero interesante, un nuevo affaire, a veces políticos acerca de los cuales se bromeaba, siempre el amor, que tampoco era tomado con seriedad. Uno se reía de las mayores vicisitudes de la vida y era siempre tan ocurrente, tan encantador, tan frívolo y superficial, como puede serlo la gen te de todas las sociedades antiguas muy cultivadas.

Todavía me represento al distinguido conde Berchtold, en un d ía de verano de 1914, parado en el vano de la puerta de un hotel de la Ringstrasse. Acababa de suscribir la guerra contra Servia. Y se encontraba allí, delgado, sonriendo ir ónicamente, con un cigarrillo con boquilla dorada entre sus dedos de uñas bien arregladas, observando la muchedumbre y conversando con los transeúntes. Así marchó esa sociedad cultivada de la Ringstrasse a la guerra mundial, que la desbarató. Había vivido riendo y bromeando, y bromeando y riendo murió.

En la Ringstrasse uno veía distinguidos caballeros y damas, vestidos con largas ropas negras de andar a caballo, regresando de sus cabalgatas matutinas en el Prater. La surcaban coches y elegantes carruajes ingleses guiados por los propios aristócratas. La música militar resonaba a la distancia y a veces pasaba el viejo emperador en un carruaje bajo y abierto, acompañado por sus ayudantes y su viejo valet, sentado al lado del cochero. Entonces los oficiales interrumpían sus bromas, se paraban firmes como los postes que bordeaban la calle, y saludaban, mientras los civiles sacábanse sus sombreros. Luego, lentamente, los transeúntes comenzaban de nuevo a moverse bajo las fragantes acacias, y continuaban con sus habladurías.

Esa era la Viena de 1890. En el transcurso del llamado "período de la Ringstrasse", se habrí a presentado al lector, durante un paseo, un cuadro ligeramente distin to. A primera vista, podría reconocer a Johannes Brahms entre los transeúntes, quien casi diariamente pasaba por all í, procedente de su casa cercana, con el sombrero echado sobre la frente y las menos cruzadas atrás. En ese entonces era bastante corpulento, de aspecto de burgués, con una barba ondeante, y se lo podría haber tomado por un profesor, si no hubiese sido por sus ojos azules de artista genuino y su paso hamacado, de soñador.

A otro músico famoso se lo podía encontrar también en la Ringstrasse, y cuyo aspecto era el de un profesor. Marchaba sin prisa, rumbo a la Ópera; era corpulento, de amplios hombros y solemne: Hans Richter, el primer director de la Ópera de Viena. Cuando Wagner lo eligió como director de sus obras, Richter era joven y tenía una barba rubia como Wotan. Ahora ya se le estaba tornando gris, pero los ojos, detrás de los cristales de los anteojos, conservaban aún su brillo azul de acero.

Brahms y Richter sacáronse sus sombreros ante un hombre menudo, de cejas pobladas y enmarañadas, barbilla blanca y nariz encorvada, que parecía el pico de un viejo halcón. Era el famoso crítico musical y batallador antiwagneriano Eduard Hanslick, quien escribía críticas agudas e intelectuales para la elegante sociedad de la Ringstrasse.

Brahms, Richter y Hanslick no podían dejar de sonreír cuando, a la distancia, veían acercarse a un hombre pequeño, que parecía bastante extraño en ese medio. No vestía un traje de ciudad elegantemente cortado, sino una amplia chaqueta de género grueso, que había encargado a Alta Austria, donde se hallaba su hogar. Los pantalones le caían, con innumerables arrugas, sobre sus pies menudos, y sus bolsas daban a sus piernas un aspecto elefantino. Su cara era la de un viejo campesino, curtido por el aire, el sol y la lluvia; pero era un rostro de campesino con facciones romanas y el perfil del emperador Claudio. El aspecto singular del hombre se tornaba más marcado cuando levantaba el sombrero de artista, de amplias alas, de su cabeza calva y redonda, y, con una gran reverencia, se agachaba casi hasta tocar el suelo.

Ese hombre extraño era Antón Bruckner, a quien, en esa época, todavía se lo ridiculizaba. Ahora, un gran busto del artista, que delinea todas las arrugas de su viejo rostro, se yergue en el parque municipal de Viena, y lo representa levantando el pulgar de la mano derecha, como si deseara explicar algo, o estuviese escuchando una melodía y quisiera decirles a los pájaros que gorjean y se posan sobre sus hombros: "¡Quédense quietos!"

También se encontraba allí un hombre joven, de mirada sombría y fanática, de corta barba castaña, y que la mayor parte de las veces vestía una chaqueta de terciopelo marrón, y miraba a Bruckner con admiración. Era Hugo Wolf.

Frecuentaba asimismo ese radio un hombre de muy baja estatura, que poco menos que se perdía debajo de su sombrero de artista, de rostro de tinte amarillo e inconfundibles rasgos húngaros; ojos marrones y bondadosos, y bigote blanco cayéndole sobre su vieja boca sensual. Era el famoso compositor de la opera La reina de Saba: Carl Goldmark.

Uno solo de los músicos no paseaba a pie, sino que surcaba la Ringstrasse recostado cómodamente en su lujoso coche. Usaba la barba cortada como el emperador y tenida de negro, pues este hombre de grandes y ardientes ojos no quería envejecer. Siempre había sido el cantor de la alegría vienesa de la vida, de la campiña, de Vino, mujeres y canción, y deseaba ser siempre el vienés más famoso: Johann Strauss.

Si el huésped a quien acompañé a lo largo de la Ringstrasse hubiera llegado diez años más tarde, durante el reinado de Francisco José, habría conocido a un hombre raro. Este hombre llevaba siempre el sombrero liviano en la mano y caminaba con un paso extraño y retumbante, cojeando de cuando en cuando. Su rostro moreno, encuadrado por largos cabellos, poseía un agudo perfil y ojos que despedían oscuras miradas a través de sus anteojos. Era un rostro ascético, de monje medieval. En este hombre, los nervios estaban en rígida tensión y de él manaba fuerza espiritual. Podía ser un espíritu bueno o maligno, centellando desde lo alto de la frente y los ojos. Era el nuevo director de ópera del emperador, Gustav Mahler. Aún más tarde, después de la primera guerra mundial, el más grande músico germano, Ricardo Strauss, fue a Viena como director de la Ópera. Se lo podía ver todos los días cuando se dirigía al teatro; alto, delgado, tenía una sonrisa que Claude Debussy comparó con la de un conquistador victorioso marchando entre las chozas de una ciudad negroafricana. Nacía una nueva era, en la cual aparecerían jóvenes y audaces músicos en la Ringstrasse, para horror del público que ve ía al palacio de la música clásica prácticamente en llamas. Entre ellos se encontraban Arnold Schoenberg y Alban Berg.

Así era el paseo musical por la Ringstrasse, entre mediodía y las 13. Los mayores músicos de la nueva era sentíanse cómodos allí. Aún no se habí an convertido en monumentos, pero gozaban, como todos los que vivían en Viena, de la hermosa ciudad en la cual trabajaban y luchaban, y desde donde salían sus obras para todo el mundo.

Uno encontraba la grandeza musical en toda s clases de reuniones sociales, en la Ópera y los conciertos, en las excursiones, en los restaurantes y las tabernas de Viena. En la Gause o El puercoespín rojo tabernas situadas en el interior de la ciudad se podía ver con frecuencia a Brahms con sus amigos, frente a un vaso de cerveza, y en otra mesa a Antón Bruckner acompañado por sus alumnos, como Franz Schalk o Ferdinand Loewe, quienes luego se convirtieron en directores famosos. Bruckner comí su gustado lechón asado con una montaña de repollo, bebía cerveza Pilsener como cualquier mortal, y miraba con ansiedad, de cuando en cuando, hacia la mesa de Brahms. Cuando Bruckner se ponía de pie para irse, a Brahms, quien reía mofándose, hacía la misma reverencia que, como organista del Monasterio de San Florián, le había hecho al arzobispo Rudigier de Linz. Brahms, como uno de los directores de la "Sociedad de Amigos de la Música", era superior a Bruckner. El conservatorio donde Bruckner era un profesor mal pago había sido fundado por la Sociedad, y constituía el colegio de dicha institución. Vemos, pues, que ambos compositores eran humanos y aún no se habían convertido en figuras históricas.

Una gran historia musical caracterizó a toda la vida de Francisco José en Viena. Cuando nació el emperador, Beethoven aún vivía y sacudía su bosque de cabellos grises cuando lanzaba sus últimos cuartetos para cuerdas al manuscrito, como un volcán arroja lava y fuego. Solo habían pasado, pues, tres añ os desde la muerte de Schubert. Pero, cuando murió Francisco José y fue conducido a lo largo de la Ringstrasse por última vez, a través del mundo se creaba una música nueva, surgida del caos y la guerra que iba a destruir el imperio de los Habsburgo. Arnold Schoenberg nació durante el reinado de Francisco José. Todo el paso del periodo clásico al romántico, y hasta la música moderna, tuvo lugar bajo ese emperador. Los grandes músicos que paseaban por la Ringstrasse fueron las figuras principales de este desarrollo.

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