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Número 12 - Diciembre 2017
Hagamos concha al Patriarcado
Gustavo Carranza

Así, en esos términos, reza una de las consignas acuñadas al fragor de las reiteradas manifestaciones convocadas en nombre del equívoco lema de “Ni una menos”, en rechazo a la incesante violencia de género, degenerada que no cesa de escribirse y de dar cuenta de lo que no marcha en la desproporcionada relación entre los sexos. La referida consigna atribuye al imperio del Padre la causa del violento desarreglo, que vendría a resolverse vía el hacerlo concha. No se trata sino de maldecir al Padre y su arcado, causa del desarreglo entre los sexos y de toda privación. Lejos del consabido y gauchesco “la Bendición, Tatita”, se afirma su maldición.

Ahora bien, la referida consigna encierra un interrogante que clama por una respuesta; ¿qué se dice en él cuando se dice: “hacerlo concha”?, o de otro modo, ¿cómo significar lo que la consigna propone?. Porque, sin duda alguna, en el uso de nuestra lengua, al menos, tal cosa, el hacer concha, sinonimiza el destruir la cosa en cuestión, expresión que viene a asimilar a la concha con lo destruido, lo que la constituye en un modo habitual de mal-decir al genital femenino. De modo tal que, si este constituyera el significado en cuestión, la mencionada consigna feminista, sostenida tanto por mujeres como por no pocos hombres conlleva el mal-decirla, a la mujer, mal que les pese a los manifestantes que la vociferan. ¿Habrá modo de no mal-decirla a ella?. Por supuesto, si no se cesa de bendecirla, lo es en tanto madre, no mujer. Allí se hace santa, del mismo modo en que si el Padre se constituye en Santo, lo es en tanto no-hombre-“Lés non dupe errant”, los no incautos yerran, revela en su homofonía, el fallar escencial de los Nombres del Padre en su función, producto del fallo estructural de lo simbólico en su encuentro con lo real. Y cuanto más falla el Padre en su función simbólica, mayor consistencia imaginaria, Padre imaginario, agente de la Privación, en la que toma cuerpo la figura obscena del superyó en la que se va a sostener el imperativo de Goce, Padre gozador tanto como privador del Goce, al que no cabe sino maldecirlo, cuando no venerarlo.

Ahora bien, si algo viene a poner de manifiesto el poder del Psicoanálisis, es que la sexuación del sujeto no se cumple sin el establecimiento de un desarreglo fundamental que implica la falta de proporcionalidad entre los sexos, desproporción que viene a impedir la complementariedad dada en lo biológico.

Envidia al pene y angustia de castración, más precisamente, de emasculación, se constituyen en saldo, ¿irreductible?, de la operación misma de la sexuación y su desproporcionalidad, que viene a real-izarse en el marco de la prohibición del incesto, es decir, de una restricción radical del goce, violenta, interdicción del objeto materno en la que se fundamentan las identificaciones a través de las cuales el sujeto resulta sexuado.
Del mismo modo en que la naturaleza, sexo y muerte irrumpen al unísono, velada en la homofonía de la lengua francesa resulta replicada dicha contigüidad, en tanto y en cuanto el “matar” resuena en el “tu eres mi mujer”, como así mismo en el “tu eres mi hombre”, por supuesto. La “pequeña muerte” del goce orgásmico toma allí su lugar.

Desarreglo estructural entre los sexos que hace al fallar el encuentro entre los sexos, producto del escencial fallar lo simbólico en su encuentro con lo Real, aunque contingencia mediante, la relación sexual cese de no escribirse.
Y por supuesto no se cesa de atribuirle al Padre el ser de la causa misma del penoso desarreglo, tal como el mito moderno y posmoderno de la horda primitiva no cesa de ponerlo de manifiesto. Más allá de toda incertidumbre, el Padre, goza y priva de goce.
Volviendo a la cuestión del Patriarcado al que habría que hacer concha, sin duda alguna este viene a consagrarse con el advenimiento del Dios de los judíos, Dios Padre, todo potencia sólo que en lo relativo a la Paternidad misma se afirma su impotencia en lo concerniente a la trasmisión de la condición misma del ser lo judío. La última palabra le cabe allí a la Madre. Eso es Ley, Ley que se sostiene de lo posible, posibilidad que el genitor sea otro que el Padre mismo. Toda incertidumbre recae allí sobre el padre, tanto como sobre la mujer que la madre es. Impotente de transmisión de la condición de su ser judío, toda su potencia se va a jugar en lo propio de la nominación del hijo.

Lo que viene a poner de manifiesto en todo caso, es que el patriarcado viene a consagrarse hecho ya, concha.

Más aún, hasta podría ser que la mujer constituya el más antiguo de los nombres del Padre y se entiende antiguo no quiere decir obsoleto. Sigue operando como tal, la clínica Psicoanalítica no cesa de verificarlo, allí, frecuentemente la mujer revela ser lo que anuda, verdadero synthome, que viene a organizar la vida del sexo débil respecto a la pére-versión, el masculino. Se verifica en ello la actualidad y vigencia del aforismo que afirma que detrás de no pocos hombres, más o menos grandes, hay su synthome, una mujer, su…mujer.

Sin duda alguna el advenimiento del monoteísmo del Padre implica, sino un saldo cualitativo, al menos el esfuerzo por producirlo, intento más o menos logrado de reducirlo a la abstracción de su función, que viene a ponerse de manifiesto en el acto de privarlo de cuerpo, lo más posible, al punto que su corporeidad es reducido a su ser Voz. Sólo que con ese solo de ser basta y sobra para complejizar todo propósito de abstracción de su función. Abrahan podría dar sobrado testi-monio de ello. En su poco de ser, voz, Dios Padre, no solo goza, exige gozar.

Se sabe, llegado el momento Lacan decide alejarse del religo Psicoanalítico, no sin asumirse como excomuniado, excomunión que le cabría por su pecado, el de haberse metido con la cuestión del Padre, más aún con la cuestión del Padre en el fin de análisis del Padre del Psicoanálisis. En eso consiste su herejía, que implica a la plurarización de su nombre. No hay El Padre, en todo caso, los nombres del Padre. Su singularidad resulta hecha trizas. Para colmo, la mujer, podría constituir su más antiguo nombre. La herejía no acaba allí, en ella el fin de análisis se abre a la alternativa misma de poder prescindir de él, más allá de todo impás.

Un más allá del Padre, no sin él, no sin su función nominante, respecto de la cual se impone una consideración, la de que la nominación abre a la dimensión misma de la enunciación, que no resulta posible sin la operación del significante de la falta en el Otro, impronunciable en sí mismo, pero que sí se pone de manifiesto en el acto en que el nombre propio es pronunciado. De modo tal que fuera el que fuere el nombre del Padre, fuera el que fuere el significante que se constituya en representante y soporte de la Ley, viene a oponerse a lo que Lacan no duda en calificar de degeneración catastrófica, la del ser nombrado para, que no viene a nominar, sino a designar al producto, su producto para el goce de la Madre, operación que se cumple vía la metonimia.
Si bien, la función del Padre, no cesa de declinar en su órbita, su ausencia no viene sino a empeorar el estado de las cosas. Se trata en todo caso de Nominación ó Peor.

 

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