“Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no lo percibiríamos; vale decir, no existiría. (…) El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.”
J. L. Borges (2)¿Por qué leer a Freud en estos tiempos? Sin duda, Lacan se vale de Freud para ir más lejos que él. ¿Dónde queda la posibilidad de leer a Freud a partir de esto? ¿Sería, en ese caso, una pieza de museo? ¿O es que Freud ha creado, como quiere Borges, a sus precursores, por lo que su lectura altera y trastorna a quienes lo siguen?
Freud nos retorna. Nos vuelve. Se vuelve sobre nosotros. Nos trae al psicoanálisis en estado de descubrimiento.
Freud es un lugar, además, al que se puede volver. Al que se siente que vale la pena volver. (Y no hay muchos lugares así en este mundo.)
Ya conocemos toda una serie de motivos –reglamentarios, canónicos, casi medievales, tan poco freudianos- por los que es necesario y conveniente leer a Freud. Y que si, además, nos interesa dedicarnos al psicoanálisis, es condición absoluta. Por más jurásicos que sean estos principios, o justamente por ello, no podemos no acordar.
Sí. Ya lo sabemos. Mais, quand memme…Pero, aún así: ¿lo es? ¿Por qué? ¿Para qué?
Teniendo en cuenta que el psicoanálisis no está en Freud, tampoco en Lacan. Ni en ningún otro/a autor. El psicoanálisis circula, se transmite –cuando puede- se difunde, decanta, se esconde, se oscurece.
Es una experiencia (del inconciente -y del cuerpo que se corresponde con dicho inconciente). Una experiencia que se repite para no agotarse. Porque, Lacan dixit, es una experiencia efímera. No hay persistencia, sólo repetición.
Hablaré, entonces, de –al menos- 7 motivos para seguir leyendo a Freud, cada vez.
Porque es en los textos freudianos donde nos encontramos con cosas como estas:
- Freud extrae al síntoma del binarismo funcionalista (anda/no anda). Cuestiona y disuelve la falsa oposición sano-enfermo, enseñando que lo enfermo muchas veces es lo más sano que alguien puede tener. Y que el síntoma no está para ser anulado ni extraído sino para ser escuchado. Esto se ensambla con una manera de pensar la singularidad de la verdad que admite que esa verdad se diga sólo como lo que responde de un conflicto, de un problema insoluble, de una representación insoportable. Sólo por encontrar en sus textos esta conjunción de lo insoportable y la verdad se puede afirmar que hay que leerlo para seguir vivos.
Pero hay más:
- Encuentra una práctica del decir que se cuenta en tanto se dice como se hace. O sea, que el objeto que la constituye es lo que da forma a la manera en que se despliega y también al modo en que de ello se dan razones. Dos momentos diferentes pero enhebrados por un objeto que los ahueca. Lo más interesante es que ese objeto, en tanto indecible, hace estilo con las huellas que deja. (ej.: Freud pidiendo disculpas en la epicrisis de Elizabeth von R. porque quiso escribir un historial clínico y le salió…una pieza literaria)
- Descubre el cuerpo que la ciencia acababa de sepultar. Un cuerpo que desconoce la anatomía y que es desconocido por la anatomía. La “falla epistemo-somática” es develada en su crudeza. Ese cuerpo, desposeído del instinto, arrancado de la Madre Naturaleza, construido una y otra vez, que se pierde y se reencuentra, que vale por los bordes de sus agujeros en los que la libido pulsiona; ese cuerpo no tiene objeto…porque el objeto ha caído de él sin haber estado nunca en él. Ese cuerpo se arma y adquiere realidad por un “nuevo acto psíquico”. Un cuerpo que se hace de representaciones y actos, pero también de una cantidad que no se puede medir y de los avatares de su distribución. La libido, uno de sus componentes, no se destruye: se desplaza. La representación, que parece íntegra, se quiebra en la histeria, se disuelve en la paranoia, se recubre a sí misma en la obsesión, se hurta en la fobia.
- Por eso, este cuerpo sostiene el escándalo de la sexualidad infantil. Que no consiste en descubrir que los niños se masturban, ni que suponen el pene en todo ser viviente. El escándalo es que los niños son el objeto predilecto de sus padres, son constitutivamente abusados por los adultos que más los aman. Y que en ese abuso, en ese trauma sexual infantil pasivo, se juega el destino –y la única posibilidad- de tener un cuerpo erógeno. Ese cuerpo traumático que abre paso a
- Reconocer el más allá de la homeostasis, del principio de constancia, del principio del placer. Poder hacer de eso la palanca de la cura y también el fundamento del malestar cultural, la nerviosidad moderna, la degradación de la vida erótica. Hacer de la muerte una pulsión: acto revolucionario, subversivo, revulsivo. Hasta hoy sigue provocando gestos de asombro y movilizando recursos retóricos para poder decir que eso es así aunque no sea así.
Lo mismo al ubicar el masoquismo como condición de lo erótico. Un deseo de muerte que no equivale a la destrucción sino al deseo de destrucción, o sea a lo que no se cumple sino realizándose asintóticamente, al infinito.
- Ese infinito se abre en el intervalo que un dualismo sostiene. Un dualismo que no es binarismo porque no se trata de la lucha del bien contra el mal, ni de Eros contra Thánatos, sino de la dialéctica que se entabla al suponer alguna forma de terceridad entre esos dos (v.gr. el “padre excelente” que Schreber debe haber tenido para poder emerger relativamente entero de su desbarranque psicótico). Siendo así que esos dos nunca podrán ser uno, que nunca lo fueron, que aunque lo intenten sólo encuentran lo irreversible de un desencuentro irreparable. Suspender al sujeto de esa grieta irremediable es otro gesto subversivo y revulsivo. Aún a pesar del moralismo burgués que Freud no puede evitar por tenerlo como un unto, embadurnado. Pero también se debe al tenor de lo que la Viena del 900 hacía florecer en las producciones de lo mejor de su generación (desde Kafka hasta Schönberg, desde Karl Krauss hasta Kokoschka, y siguen las firmas).
- Fundar una práctica terapéutica que se basa en un concebir con el obstáculo, en el tratamiento de la resistencia. Donde el obstáculo incluye, especialmente, a la “persona del médico” de manera clara, decisiva y no contingente. Porque esa “persona del médico” debe estar dispuesta a ser tomada transferencialmente, sin poder resistirse a ello y a la vez teniendo que ser capaz de leerlo. Para lo cual su mejor herramienta de lectura es su propia experiencia de análisis, elemento imprescindible para dedicarse a sostener la función del analista.
Y una más:
- Freud nos enseña en acto cómo es eso de servirse del padre para ir más lejos que él. Muchas décadas antes de que Lacan lo enuncie. Y lo hace con su maestro, con Charcot. De quien queda prendado cuando va a París (3). A quien le cuenta los descubrimientos que hace junto con Breuer y Anna O. A quien escucha entre embelesado y azorado. A quien traduce, no sin intercalar sus propios comentarios. Y a quien, finalmente, aniquila (sí, aniquila) en su estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas. Partiendo de la hipótesis y el método de Charcot, llega a la conclusión de que esa hipótesis es inconsistente y no se puede sostener…por razones que el propio Charcot habría esgrimido: no se trata allí de lesión orgánica ni funcional, no podría tratarse de eso dado que hay una sola anatomía verdadera. Claro, hay un cuerpo, otro, más allá de la anatomía. Pero a esa altura, Charcot ya está muerto. Freud mata al padre, que ya está muerto y por eso se ha vuelto más eficaz.
También la observación agudísima que le permite sostener que tanto la obsesión como la paranoia no son problemas del pensar sino que involucran a la afectividad; la manera de localizar a la fantasía neurótica en serie con los delirios paranoicos y las escenificaciones perversas.
También nos brinda sus errores, contradicciones, empaques, caprichos: el lamarckismo, la topología escolar del adentro-afuera, las hipótesis que apelan a la hidrodinamia, las protofantasías, etc. etc. Incluidos sus chistes alemanes.
Freud vale, también y casi especialmente, por sus errores, por sus traspiés, por los callejones sin salida, por los cabos sueltos.
Freud vale por hacer un uso poético de la lengua sin ser poeta, por su rigor y honestidad, por la capacidad para romper efigies y conformarse con lo fragmentario. Por encontrar una posición, la del analista, que puede infiltrarse en dispositivos no analíticos, alterándolos, generando un campo de interrogación, abriendo horizontes.
Podríamos incluso conjetiurar que, al modo de Colón, Freud, guiado por su convicción, llegó a un territorio que no era exactamente aquel que buscaba; ni siquiera aquel al que creía haber llegado. O, tal vez, que se encontró con una cosa mientras buscaba otra, como suele suceder en los verdaderos hallazgos. Que son aquellos donde se aúnan la contingencia del encuentro con los efectos de lectura, en tanto es lector quien sabe hacer del desecho la piedra de toque de una transformación.
Seguramente, nunca pudo saber a qué territorios inexplorados nos había llevado. A nosotros, los que intentamos seguir sus pasos: temerarios, exagerados, excéntricos, honestos.Notas
(1) Este texto se basa en una exposición realizada en las VI Jornadas de Psicoanálisis, Salud y Políticas Publicas, los días 28, 29, 30 de septiembre y 1ero de octubre en Rosario, organizado por La Masotta.(2) “Kafka y sus precursores”, en Otras inquisiciones (1960), Buenos Aires, Emecé, 2005, págs. 157-161.
(3) El 24/11/1885 le escribe a Martha, su futura esposa: “Charcot que es uno de los más grandes médicos y un hombre de una sensatez genial, está sencillamente desbaratando todos mis objetivos y opiniones. A veces salgo de sus clases (…) con una idea totalmente nueva de la perfección. (…) Mi cerebro se queda tan saciado como luego de una velada en el teatro. No sé si esta semilla dará fruto, pero sí puedo afirmar que ningún otro ser humano había causado jamás tan gran efecto sobre mí.” (Obras Completas, Amorrortu, t. III, pág. 10).