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Número 12 - Diciembre 2017
Discurso de la locura y locura del discurso
en la obra de Juan José Saer

Joaquín Manzi

La parole et le silence. On se sent plus en sécurité auprès d'un fou qui parle que d'un fou qui ne peut ouvrir la bouche.
Le mauvais démiurge
E. M. Cioran

A quienes conocen ya la obra del argentino Juan José Saer podrá parecer extraño en un primer momento que se lo convoque en el marco de este coloquio. Si bien en los años sesenta pudo ser un escritor relativamente marginal dentro del campo literario argentino, y luego, durante los años setenta, francamente descentrado por el exilio, hoy en día muchos creemos que su producción ocupa un lugar central dentro de la literatura rioplatense de nuestro siglo. Sus textos prolongan en efecto las especulaciones de Macedonio Fernández sobre el enigma de la realidad, reformulan las búsquedas narrativas de Jorge Luis Borges y Antonio Di Benedetto, y recrean un mundo ficcional próximo a la Santa María de Juan Carlos Onetti.
 No es entonces a título de su marginalidad o de su atipicidad que Saer merece nuestra atención, sino por los cruces, las coordenadas, y las ecuaciones que su obra establece entre la locura y ese acto tan concreto, y sin embargo inasible, que llamamos escritura.

1. El punto de confluencia que ocupan los textos de Saer dentro de la literatura rioplatense fue pacientemente construído como un minucioso proyecto de escritura hoy concretado parcialmente a través de una veintena de volúmenes. Uno de sus primeros relatos, «Algo se aproxima» (1), formulaba ya un vago programa de escritura basado en la construcción de un universo narrativo y en la incesante interrogación sobre lo que es o podría ser la realidad. Ese proyecto primigenio fue siendo atribuído a otros personajes recurrentes de las ficciones el periodista santafesino Tomatis, el poeta y profesor exiliado en París Pichón Garay, y el viejo maestro Washington Noriega. La obra casi heterónima de esos autores ficticios establece un comercio íntimo y tenso a la vez con distintas formas de locura.
Entre esas figuras ficcionales del poeta y las defendidas en los textos no ficcionales o programáticos suscriptos por el autor (2), se recorta un mismo perfil, un mismo modelo del escritor: aquel que reconociendo como único substrato propio el abandono y la disponibilidad del cuerpo a las pulsiones y a los recuerdos obsesivos, hace de la escritura una práctica doblemente solitaria y resueltamente crítica. Cuestionado, angustiado por la mudez, la espesura y la opacidad de lo real, el sujeto saeriano vuelve a formular incesantemente las preguntas que siguen nutriendo a la filosofía, pero que, en este caso, martillean sin respuesta en su interior:

[...] las viejas preguntas que empezaron a subir con el alba africana, que resonaban en Babilonia, que se escucharon en Tebas, en el Asia menor, en la orillas del Río Amarillo, que cintilaban en Guinea, en el soliloquio de Kœnisberg, del Matto Grosso y de Tenochtitlán, preguntas cuya respuesta es la exaltación, es la muerte, es el sufrimiento, es la locura, y que titilan en cada parpadeo, en cada latido, en cada presentimiento ¿quién puso el huevo del mundo? ¿qué son lo interno y lo externo? ¿qué son el nacimiento y la muerte? ¿hay un solo objeto o muchos? ¿qué es el yo? ¿qué son lo general y lo particular? ¿qué es la repetición? ¿qué estoy haciendo aquí? [...] (Glosa, pp. 81-82) (3)

Mientras que la locura o la muerte pueden imponerse como respuestas desesperadas, como escapatorias absolutas a esos interrogantes, las ficciones de Saer, en cambio, despliegan sólo intentos, atisbos de respuesta que rara vez satisfacen la pregunta inicial, si es que no la han olvidado o perdido por el camino. Y cuando finalmente se entreve una respuesta en medio de un circuito narrativo complejo, la narración la suspende o la juzga decepcionante para volver a lanzar una vez más el movimiento.
Sabiendo de antemano que la búsqueda narrativa carece de fin y de solución, que lo real persiste detrás de su aparente fijeza como una estampida detenida que fuera hacia una misma indeterminación mortífera, quien escribe renueva a espaldas de esa decepción la esperanza de que lo real quede acotado, arrinconado en la red sutil del texto. Es así como la sobredeterminación textual somete lo real a una descomposión en sus fragmentos sensibles, tal como ocurre en Nadie nada nunca (4), y otras llega incluso a borrar su nombre para forjar nominaciones alternativas y poéticas, las que vienen a suplantarlo en Glosa. Frente a ese control abrumador de sus medios y sus materiales, cabría preguntarse si, además de ser el negativo y un cierto paliativo de la locura, la escritura saeriana no es también, y a pesar de todo, uno de sus pliegues inesperados, otro avatar de una vieja locura novelesca.
Para tratar de responder a esta hipótesis, haré en primer lugar un rápido relevo de las formas y las figuras que asume la locura a lo largo de la obra para luego evocar aquellos discursos en los que se da un tránsito hacia la locura. Veremos por último que buena parte de los relatos de Saer presentan algunas de sus características esenciales y comparten con ellos cierto tipo de mecanismos.

2. Dentro de la galería de personajes recurrentes que ha construído la obra de Saer, no pocos han recurrido o cedido a salidas extremas: recordemos, por ejemplo, el suicidio de los Leto padre e hijoevocado en Glosa, el aislamiento de Pichón Garay mencionado en Lo imborrable (5), la errancia y el vagabundeo contados en El entenado (6). Respecto a esos comportamientos socialmente catalogados como anómicos, alienados o transgresores, en los textos se impone un primer deslinde entre aquellos personajes que están construídos a partir de un estererotipo fuertemente socializado de la sinrazón y aquellos que son nombrados según una nosografía psicopatológica que puede identificar las etapas de sus episodios críticos. Entre unos y otros se yergue el límite social del encierro, y, sobre todo, la frontera narrativa del silencio, ya que quienes han franqueado las puertas del manicomio, pierden su voz y su rol de relevo de la narración. En este sentido, son particularmente significativos «Por la vuelta» (8) y La vuelta completa (7), textos que tienen a Pancho Expósito como protagonista. Este personaje, profesor de literatura argentina sometido regularmente a curas psiquiátricas, aparece en la narración sólo en la medida en que abandona provisoriamente el manicomio y retorna a la ciudad. Su locura es así apenas entrevista, quedando reducida a los signos exteriores, al comportamiento caprichoso o excéntrico tal como es percibido e interpretado por sus amigos.

Basta con que Mauricio, un amigo de infancia de Tomatis, tenga «una baldoza floja» (LI, p. 91), o que Washington haya «perdido la chaveta» (GL, p. 180), para que el distanciamiento irónico de la terminología coloquial se complete en estos textos con la incomprensión o el silenciamiento de su palabra. Después de las temporadas de encierro o de aislamiento, del «loco», del «bicho raro» (idem) no llegan al relato más que algunos sintagmas mascullados y repetitivos, decodificados como restos de un antiguo lenguaje inserto en otro, nuevo y desconocido. Lo propio de los fragmentos inteligibles que son actualizados en los textos, es que están presos en un sistema cerrado, impenetrable y que posee su propia sintaxis, entrecortada e irreproducible. O, mejor dicho, son restos escritos según una gramática ilegible para cualquier otro que no sea quien la padece. Esos sistemas no se caracterizan por su falta sino por su exceso de coherencia interna y por la imperiosa necesidad de ser transpuestos, concretados en la realidad.
Tanto la locura de Mauricio, que cree descifrar mensajes secretos en series televisivas, como la de Washington Noriega, que quiere llevar a la práctica los principios revolucionarios dentro del sindicato peronista, son caracterizadas como el intento desesperado de reducción de lo externo a lo interno, como si uno y otro estuviesen hechos de la misma pasta. Ese orden monolítico paralelo y ajeno a lo real en el que derivan los locos se impone sólo y por causas a menudo desconocidas. El origen y el sentido de ese orden alienado es ambiguo apenas en el caso de Lautret, uno de los protagonistas de La pesquisa, donde la locura es a la vez una adaptación al medio y una creación rebelde (9). Pero prefiero remitir a la lectura del relato que Julio Premat desarrolla en este mismo volumen, y me limitaré a plantear que a través de ese personaje se crea una otredad su nombre mismo puede leerse fonéticamente en francés como L'autre est («el otro es») (10) que es ostensiblemente construída por y para la literatura, quiero decir, jugando con varios intertextos y estereotipos, entre los cuales está la mitología griega, el romanticismo de Poe y De Quincey y la novela negra.

3. A diferencia de esas escenas que desoyen el murmullo de la locura por contener un exceso de sentido, ciertas crisis depresivas o delirantes encuentran en ciertos textos un espacio propio. Allí no se trata de caracterizar figuras o palabras atípicas, sino de «narrar» una ruptura desde la propia perspectiva del personaje. Puede ser contada retrospectiva o simultáneamente, pero siempre gira en torno a una pérdida real, como la muerte del hijo de Wenceslao en El limonero real (11) y el asesinato de la esposa de Fiore en Cicatrices (12), o simbólica, como la castración imaginaria de Tomatis en Lo imborrable. Esos episodios describen o efectivizan la desintegración del discurso paralelamente a la del personaje, y ambos van perdiendo no necesariamente coherencia, pero sí cohesión.

Dentro de relatos que ensamblan distintas series narrativas y que retornan morosamente a un mismo núcleo de escenas a la espera del matiz descriptivo que lo explique todo, los monólogos simultáneos de Wenceslao y Fiore se van gestando lentamente como la falla en la trama. Presentan en efecto un tránsito de lo articulado a lo inarticulado, un paso de lo legible a lo ilegible para así agotar o renovar la narración. Ambos están ligados a un elemento de la intriga que hasta entonces había faltado y que en principio vendrían a restituir: en el caso de El limonero real, el trasfondo de la pareja respecto a la muerte del hijo, y en el de Cicatrices, el relato del asesinato perpetrado por Fiore. Pero el elemento faltante en cada relato permanecerá al fin y al cabo ausente porque ninguno de los dos logrará verbalizar el cuerpo de ese otro prometido o ya condenado a la muerte. En lugar del nombre faltante para ese cadáver se desplegará una escenografía onírica o fantasmática que terminará diluyendo el discurso en la antítesis del significante: un espacio textual vacío, ya sea cegado de blanco o colmado de negro.

Un análisis paciente de estos soliloquios (13) devela que están contando su propia lógica de estructuración y, por ende, también la del relato en el que están insertos más que esa anécdota faltante. El discurso de Fiore repite un núcleo restringido de enunciados que justifican y eufemizan su crimen y anuncian su posterior suicidio. El largo discurso de Wenceslao en El limonero real desdobla y repite ciertas frases hasta surge una mancha negra que vuelve a los orígenes del lenguaje los nombres deícticos y a los de la literatura occidental episodios bíblicos, homéricos y fragmentos de filosofía presocrática. En ese desplazamiento progresivo hacia los orígenes, Wenceslao se aproxima a algo que debe ser dicho pero que no puede ser nombrado más que en la separación y en la negación del objeto. Lo que estos dos soliloquios elaboran dentro del montaje narrativo es entonces una cierta repetición, un cierto circuito que gira alrededor de un fondo innombrable.

En cada uno de esos discursos narrativos la función completiva respecto al enigma se realiza sólo parcialmente; el enigma no ha hecho más que desplazarse por la repetición y el retorno de las mismas imágenes hacia lo que Noé Jitrik llamó con razón «una zona quemante» (14), la de la letra. Allí ya no están en juego verdades o soluciones, sino matices, deslices y diferencias. Los desencuentros entre lo que no se pudo nombrar y lo que se ha repetido definen posiciones y reflejos de esa voz huidiza que se desliza en el texto, el sujeto de la escritura. Las respuestas a esa encrucijada repetida, estructural, son reconocidas como compromisos puntuales e imaginarios que, por ser próximos y simultáneos a las figuras centrales de cada relato, pueden asumir algunos de sus rasgos específicos, como por ejemplo una tendencia obsesiva en Glosa o paranoica en La ocasión (15).

4. A semejanzade los discursos «patológicos» ya evocados, estas dos novelas estructuran conflictos en torno a un nombre ausente, al que se vuelve obstinadamente con la esperanza de poder formularlo y de reducir la angustia que despierta. También aquí las repeticiones son recurrentes y están investidas de una función específica: interrumpir el presente en apariencia contemporáneo a la narración por medio de acontecimientos penosos o de digresiones. Porque retornan compulsivamente sobre el relato principal, y anudan  a travéz de metonimias episodios lejanos y traumáticos, esas reiteraciones y retornos de lo mismo tienen un fondo pulsional innegable (16). Mientras que en los montajes ese fondo fingía emerger espontánea y puntualmente sólo en los soliloquios, aquí pareciera organizarse según una desmesura retenida y amansada en las redes del texto.

Si bien la amenaza que se agita en cada una de estas novelas responde a esquemas distintos, remite sin embargo a una misma imposibilidad, la de no poder dar nombre a lo innombrable sino con nombres aproximativos y provisorios, y arrastrar quizás al sujeto a la descomposición oscura de lo que no tiene nombre. Estas novelas son dos caras de una misma inquietud: en La ocasión el delirio paranoico que organiza temporalmente la novela está en lugar de una obra y de un nombre imposible; en Glosa,la estructura dilatoria y digresiva que produce el relato como una glosa en más de un sentido de la palabra, pone entre paréntesis la amenaza de muerte repentina y acepta mal que bien la alteridad que introduce la letra en el sujeto a cada nuevo intento de acercamiento a lo real o a sí mismo.

En La ocasión las repeticiones y las anacronías siguen, amplían y terminan por sobrepasar el delirio paranoico de Bianco, el protagonista del relato, quien fue antiguamente magnetizador y ahora es un inmigrante europeo más en la Argentina del siglo XIX. Ese delirio persecutorio tiene por objeto central a la materia, «ese residuo excremencial del espíritu» (LO, p. 13), pero va evolucionando según tres fases: primero un complot positivista, que terminó ridiculizando sus dones y lo forzó a emigrar de Europa; luego, crisis repetidas de celos hacia Gina, su joven esposa, y también hacia A. Garay López, su socio; y, por último, una amenaza de la materia entera, encarnada por una epidemia de fiebre amarilla que decima a la población y lo obliga a abandonar la ciudad. Cada una de esas fases estructura temporalmente la novela como una sucesión de conspiraciones. Como la paternidad del embarazo de Gina y el fundamento de los celos de Bianco quedan finalmente en la indecisión, sus sospechas y también las del lector¾ quedan así en gran parte justificadas. A medida que el enigma va quedando irresuelto y que delirio de Bianco aumenta, reaparece con fuerza la imposibilidad de dar un nombre tanto a su propia identidad como a esa contaminación mortífera que lo acecha (17). En aquella llanura monótona donde planeaba concebir el sistema iluminista capaz de desbaratar las «patrañas positivistas», el delirio reemplaza a esa obra definitiva. El relato lo habrá entretanto desplegado y potenciado, ligando así la locura al inclumplimiento de la obra.

En Glosa las repeticiones son obsesivas; imponen no solamente episodios penosos, sino también paréntesis reflexivos que buscan detener imaginariamente el tiempo narrativo y asegurarse que no habrá malentendidos a propósito del estatuto ficcional del texto, del carácter arbitrario de la lengua, etc. Persiste el mismo rechazo de la confusión, de la materialidad y del carácter aproximativo de las palabras, pero en este caso, el nombre imposible de formular es la condición misma del trabajo de escritura. Un incansable decurso de nominaciones y de auto-correcciones muestra, denuncia y define los componentes de la ficción, pero sobre todo, las formulaciones existentes para esa totalidad múltiple y simultánea que antes se llamaba realidad. Para dar con la glosa adecuada, el discurso excluye el nombre abstracto «lo real», critica el de «realidad» y predica una serie de equivalencias entre esa ausencia y un nombre indefinido «eso», basten aquí dos ejemplos:

Desde el despertar la realidad lo amenaza, la realidad ¿no? que es otro nombre, y de los menos felices, posible para eso, y que puede ser, a causa de su opacidad obstinada, adversidad y amenaza. (GL, p. 113, la bastardilla  es nuestra)
[...] su ser su ser ¿no? o sea lo inconcebible hecho presencia continua, grumo sensible atrapado en algo sin nombre, como un remolino lento del que formase también parte, espiral de energía y substancia que es al mismo tiempo el vientre que lo engendró y el cuchillo, ni amigo ni enemigo, que lo desgarra [...] (Ibid., p. 243, la bastardilla es nuestra).

Se crea así una oscilación entre lo conocido y lo informulado que se va acercando a un nombre imaginario y siempre metafórico. Pero, a diferencia de La ocasión, al cabo del recorrido narrativo, el scriptor esa voz maleable que asume la narración y también la escritura del relatologra finalmente decir esa reciprocidad trenzada entre sujeto, letra y objeto que constituye lo real.

5. A través de todas estas proliferaciones discursivas cuidadosamente controladas emergen dos preocupaciones antitéticas: por un lado, la obsesión de no poder dar con la palabra, con la estructura, con la rítmica «justas» pero reconocidas al mismo tiempo como «inexistentes», y, por otro, la ilusión de escribir una obra total, el texto que sea todos los textos y que resuelva estas disquisiciones de una vez por todas. Estas dos ideas fijas aparecen también formuladas explícitamente en algunas entrevistas al autor bajo la forma de un deseo de «poder decirlo todo» (18), o de escribir una novela en verso, pero desprovista del armazón conceptual que sostuvo por ejemplo a los textos de Lucrecio o Dante (19). Entonces estamos ante un recorrido invisible entre el deseo de un Libro, la censura de ese deseo y el miedo a no poder escribirlo.

Este recorrido se efectiviza temporal y simbólicamente en cada relato mediante estructuras precisas y a veces pensadas según ecos internos; también estaba contenido en el proyecto literario que Saer formulara en 1960. Su microcosmos narrativo se da como cifra de un todo no íntegramente perdido, ya que si bien es incompleto es también estable: incompleto en cuanto no hay, propiamente hablando, una «comedia humana» o una «saga» saeriana, pero estable porque mantiene la zona santafesina en tres grandes períodos históricos, frecuentada por un núcleo restringido de personajes, y movida por una dinámica siempre conflictiva. Cada nueva ficción retornará así un mismo lugar y a períodos históricos ya conocidos para forjar un nuevo mundo ficcional que se engarza con los anteriores y redondea o reformula algo de lo que en ellos quedó inconcluso. Eso deja abierta la posibilidad de satisfacer la obsesiva necesidad de llenar parcialmente lo que siempre seguirá faltando, y renovar también la búsqueda de un nombre menos inexacto para lo real.

Para concluir, se podría decir entonces que la escritura de Saer hizo de su proyecto estético un cauce, un «resumidero formal y material» (20), en el que cada nueva fluencia poética y narrativa suspende tanto la locura del sentido total y clausurado como el vacío amenazante del incumplimiento de la obra, a la vez que se nutre de ellos. Mecanismos discursivos y narrativos recurrentes dramatizan y conjuran la tensión mantenida con ese murmullo, con ese exceso que caracteriza a la locura y que mina interiormente los textos frente a la perspectiva del inacabamiento o del fin de la obra. Al reinventar nuevas ilusiones, al desplegar ante nuestros ojos cautivos otros espejismos inéditos, los textos no dejan por ello de señalar en sus soliloquios el fondo oscuro del que una y otra vez se desprenden por medio de sus obsesiones, sus extravíos y sus férreos silencios.

Notas

(1) Publicado en el volumen (1960) En la zona. Santa Fe, Castellví. Ese proyecto quedó formulado por intermedio de Barco, personaje amigo de Tomatis : «Si me dedico a la literatura –dijo Barco– tengo que hacerme hábil para las digresiones. La literatura misma es una digresión permanente de la realidad. [...] Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia, de una región a lo sumo».

(2) Cf. «Narrathon», Caravelle n°25, 1975, pp. 161-170 y la ponencia «Literatura y crisis argentina», en Literatura argentina hoy: de la dictadura a la democracia, Actas del coloquio de Eischstätt, Karl Kohut y Andrea Pagni (eds.), Vervuert Verlag, Frankfurt am Main, 1989, pp. 159-160.

(3) Alianza Editorial, 1986; sigo la reedición de Ediciones Destino de 1988. Título abreviado GL.

(4) México, Siglo XXI, 1980, 214 p.

(5) Buenos Aires, Alianza Literatura, 1993, 254 p. Título abreviado  LI.

(6) Buenos Aires, Folios, 1983, 155 pp.; Barcelona, sigo la reedición de Ediciones Destino, 1988, 201 p.

(7) Publicado en Palo y hueso, Camarda Junior, Bs.As.; reed. en Narraciones 2, C.E. A.L, Bs. As., 1965, pp. 191-243.

(8) Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, Rosario, 1966, 354 p.

(9) Buenos Aires, Seix Barral, 1994, 175 p. De este último aspecto recordemos por ejemplo : «en medio de esa acumulación de casualidades que urdían la textura del mundo, únicamente el hombre o lo que fuese que salía a repetir, casi cada noche, el rito invariable del que él mismo había establecido las leyes, había sido capaz de rebelarse y de crear, aunque no fuese más que para sí mismo, un sistema inteligible y organizado», p. 136.

(10) Fue Carlos Dámaso Martínez quien sugirió esta acertada interpretación, junto con otra que –a nuestro juicio– lo es mucho menos, la del policía Morvan como «Mort vaine». En «La pesquisa del lector», Espacios n° 16, Buenos Aires, revista de la Facultad de Letras de la U.B.A., 1995, pp. 57-59.

(11) (1974), Planeta, Barcelona; reed. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992.

(12) (1968), Buenos Aires, Sudamericana; reed. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983, 262 p.

(13) Desarrollado en nuestra tesis de doctorado, Vers une poétique du réel. L'œuvre de Juan José Saer, Universidad de Poitiers-URA 2.007 CNRS, 1995, III° parte, capítulo 1, «Montages», pp. 290-299 y 310-319.

(14) (1978): «Entre el corte y la continuidad. Hacia una escritura crítica», Revista Iberoamericana n°102-103, Pittsburgh, Pennsylvania, enero-junio, pp. 99-109.

(15) Barcelona, Ediciones Destino, 1987; sigo la reed. de bolsillo de esta editorial. Título abreviado LO.

(16) Cf. la tesis citada, II parte, capítulo 2, « L'identité menacée», pp. 196-256.

(17) «[...] esa materia innombrable que él abomina, ella no únicamente la padece sino que incluso la segrega, y que, igual que esos insectos hembra que erotizan la rama del árbol en que se asientan, Gina contamina lo que toca [...]» (p. 160, la cursiva es nuestra).

(18) «Es decir me parece que [Sade] amplía nuestra percepción del mundo y nos hace romper ciertos estereotipos. Y a mí me gusta eso, poder decirlo todo. Pero todo de tal forma que esté encastrado como es en lo real: decirlo todo pero mediándolo formalmente». En, Sergio Racuzzi, y Mónica Tamborenea: «Saer: poder decirlo todo», Pie de página, n° 2. Buenos Aires, invierno 1983, p. 6.

(19) Este punto aparece en dos entrevistas, la de J.  Fonderbrider y M. Prieto: «Juan José Saer: la poesía es el arte literario por excelencia», Diario de poesía. N° 3, Buenos Aires, verano 1986, p. 4, y la de D. Helder, M. Ambarotta y A Rubio: «La selva espesa de lo real», El espectador, Magazin dominical, n° 535, 25.07.1993, Bogotá, p. 16.

(20) Según la expresión de Sergio Racuzzi y Mónica Tamborenea en la entrevista citada, p. 3.

 

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