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Número 15 - Noviembre 2022
La escritura del derroche
Joaquin Manzi

 

Al obseso lector de Bolaño La universidad desconocida le depara tantos deslumbres como interrogantes. Primero porque el libro reúne varios de los eslabones perdidos que fanática y bastante infructuosamente había buscado en revistas y publicaciones esquivas. Con más de doscientos poemas escritos entre 1977 y 1994, situados según fechas y lugares de escritura en una nota final del autor, el libro resulta ser un diario lírico y transversal de aquellos años difíciles, hechos de emigración, supervivencia y adaptación al país catalán del que ya no se alejaría.
En  ese  diario  discurrir  por  los  espacios  urbanos  —barceloneses  y  gerundeses—, marítimos  —Castelldefels,  Blanes—  y  metropolitanos  —México  DF,  París—,  el  lector encuentra también un cuaderno de bitácora de cruces de frontera decisivos en el recorrido vital del escritor —entre América y Europa, entre la salud y la enfermedad, entre  la  soledad  y  la  paternidad—.  Por  fin  muchas  de  las  dieciséis  secciones  poéticas efectuan un pasaje reversible en principio, el de la poesía a la prosa que, sin embargo, lo acabaría dejando a orillas de la novela río —Losdetectivessalvajesy 2666— de la que ya no regresaría sino póstumamente.
Por todo esto, estas cuatrocientas cuarenta y cuatro páginas son un presente —un regalo y un tiempo— que palpita vivo entre las manos de un lector adicto, inquieto y exaltado a la vez. Una y otra vez al entrar en Launiversidad desconocida, él se encuentra sin saber porqué con la extraña sensación de tener, libro en mano, el corazón en la boca.

*

Aquí está, una década y media después de compilado, otro libro póstumo, preparado y anotado por el autor con sumo cuidado. Aquí sigue brillando Bolaño después de muerto, aunque en el fondo, nada más ajeno al estrellato que el chileno.
Aquí se abren pérdidas (las del país de la infancia y el de la adolescencia) y duelos (Lisa, la amada, Mario Santiago, el poeta) que se van haciendo cuerpo en las voces poéticas. El «abismo», el «vacío» y el «hueco» adonde ellas descienden en compañía de Baudelaire y Lautréamont entre muchos otros, van desplegando ausencias y espectros que se apersonan en cuadernos y libretas manuscritas tituladas por ejemplo, «Diario íntimo I, II, III», «Narraciones 1980» y «Poesía 1990».
Aquí, en una hibridez donde confluyen sin cesar poesía y narración, se urden enigmas de tinte autobiográfico que terminan desplazando aquella aparente intimidad hacia pasajes inciertos e inexplicables, los que componen por ejemplo «Gente que se aleja». A semejanza de estas breves secuencias en prosa que van superponiendo inextricablemente varias tramas inquietantes, otros poemas líricos y narrativos escenifican encuentros eróticos y/o criminales que terminan haciendo imposible cualquier reconstrucción, cualquier respuesta tranquilizadora al enigma textual planteado.

*

Así  se  encuentra  el  lector  —tu  semejante—,  oscilando  confuso  entre  la  adhesión emocionada a un lirismo revelador de la subjetividad y la escisión de ésta en diversos nombres y voces que echan por tierra cualquier identificación rápida y amena con las voces del escritor. Si antes algunas de esas anécdotas habían sido atribuidas a personajes ficcionales  —el  Roberto  Bolaño  de  Estrella  distante  o  el  Arturo  Belano  de  novelas  y relatos  como  «El  viejo  de  la  montaña»  recogido  en  El  secreto  del  mal—,  ahora  el  Yo aflora desenmascarado y desnudo, pero desmembrado y contradictorio.
Así, a tientas, va deambulando el lector por los corredores de un libro cuyo título remitiría, según varios poemas, a lugares compartidos donde el poeta hizo su propia educación leyendo y escribiendo a deshoras. Ahí o mejor dicho, aquí vagabundea ahora el lector en busca de algún cabo suelto que lo lleve todavía más adentro de un espacio poético tan extraño como acogedor. En las primeras partes —o pabellones— del libro se despliega un presente enunciativo permeable a todo salvo a referencias y a emociones precisas:

Es de noche y estoy en la zona alta de Barcelona y ya he bebido
más de tres cafés con leche en compañía de gente que no
conozco y bajo una luna que a veces me parece tan miserable y otras
tan sola y tal vez no sea ni una cosa ni la otra y yo
no haya bebido café sino coñac y coñac y coñac en un restorante de vidrio
en la zona alta y la gente que creí acompañar en realidad
no existe o son rostros entrevistos en la mesa vecina a la mía
en donde estoy solo y borracho gastando mi dinero en uno de los límites de la universidad desconocida.

En este poema sin título, incluido en la sección «Nada malo me ocurrirá», se narra la experiencia gratuita e incierta de un presente solitario y paradójico. Las conjunciones «y» agregan nuevas secuencias verbales sin puntuación encadenando acciones y percepciones que se falsean en el centro del poema. El «tal vez» del séptimo verso y la serie de negaciones que le siguen llevan a dudar de todo salvo de la incertidumbre misma que mueve al Yo. Con los versos ulteriores, que bajan en el espacio de la página para subir a enmendar lo antes formulado, se despliega una conciencia íntima que se encadena de un verso a otro. Es ella la que más allá de la embriaguez solitaria se inscribe a sí misma en el espacio de la metáfora que da título al libro entero. Por su intermedio, la falsa compañía del restorán vidriado y el derroche de tiempo y dinero, se inscriben dentro de un espacio («en uno de los límites») reconocido por el poeta, pero ajeno al prestigio y a las referencias mundanas («de la universidad desconocida»).

*

Aquí, en el poema que se va escalonando, en el libro que este lector —tu hermano— va leyendo, es posible descubrir algo nuevo sobre los demás y también sobre sí mismo,
¿qué concretamente? Primero el juego astuto, el de la escritura que desplaza los términos sucesivos (café/coñac, miserable/sola, compañía/soledad) para difuminar la referencia social del lugar detrás de otra, simbólica y esquiva. Ese trabajo lúdico de escritura se muestra en tanto que anotación libre (carente de meta exterior) e instantánea (ajena al simple registro de la experiencia). Desprovista de apoyo o de sustento fuera de su propio impulso creativo, se trata de un ejercicio gratuito que escapa a cualquier profesión, social o económicamente reconocida. El gasto excesivo que la sustenta desemboca en la adquisición paradójica de algo nuevo que, escamoteado, retorna una y otra vez en preguntas: ¿qué materias se enseñan en esta universidad ignota? O, menos ingenuamente,
¿qué enseña este libro de poesía?
Es posible encontrar un atisbo de respuesta tomando el verbo enseñar en el sentido amplio de mostrar, de exponer algo. Este lector —hipócrita era el adjetivo que faltaba del verso de Baudelaire— quisiera señalar un itinerario guiado por el gasto improductivo tal como evoluciona en las diversas partes del libro. Avanzar por el espacio textual equivaldrá a hacerlo también por el tiempo de dos décadas clave en la biografía de Bolaño, las que llevan del extranjero desconocido al novelista premiado. Este recorrido es entonces también una fábula crítica, una breve serie temporal hecha de conjeturas.

*

Cuando en 1977 Bolaño lo ha dejado todo nuevamente y se ha lanzado otra vez a los caminos, escribe sin finalidad previa, no para publicar sino para ver «hasta dónde éramos capaces de llegar» como confiesa el personaje de Edith Oster en Los detectives salvajes. Escribir poesía y vivirla parecieran ser arte y parte de la misma condición del ser poeta: un estar al margen, un no estar del todo ahí donde los demás esperan al extranjero. Situadas al bies y al lado de la escena urbana y burguesa, las voces poéticas son entonces variadas, numerosas, inasibles en los dos primeros pabellones del libro, escritos en los años setenta y ochenta. Esas voces llevan la impronta de un gasto improductivo (de tiempo, energía o dinero) que se plasma poéticamente en encuentros eróticos y viajeros asediados por una amenaza de muerte violenta.
Cuando entre finales de los años ochenta y mediados de los noventa, las fuentes de tiempo y de vida parecieran haber menguado, el derroche poético y vital va cesando por agotamiento o por reflejo de supervivencia. En el último pabellón del libro, que data de aquel entonces, la voz poética refiere ahora experiencias pasadas, atribuidas a máscaras inscriptas en códigos literarios consagrados, las del poeta, el padre, el detective. Ahora predomina  un  doble  pasado  —personal  y  literario—  que  permite  emprender  los ejercicios codificados del autorretrato, el arte poética o la alabanza familiar. «La vida en los  tubos  de  supervivencia»  desemboca  así  en  un  «Un  final  feliz»  —títulos  de  las  dos últimas  secciones—  para  que  una  voz  lírica  mucho  más  referencial  y  tangible  que  las anteriores pueda conjurar los nuevos temores y forjar una herencia literaria para el porvenir. La recopilación de los poemas en vistas a un libro data precisamente de 1993 cuando, según Carolina López, la viuda del escritor, le fue diagnosticada la enfermedad hepática.
En década final siguió practicando la poesía incluso en sus últimos días, como lo muestra una de las libretas entrevistas en el documental Bolaño cercano, de Eric Haasnoot; pero el desafío del derroche escriturario se había desplazado al género novelístico hecho en su caso de canibalizaciones —las que realizan Estrelladistantey Amuletorespecto a La literaturanaziy Losdetectivessalvajes— y de traslados —de lo autobiográfico a lo ficcional via  Arturo  Belano,  un  alter  ego  privado  de  voz  narrativa—.  Estas  novelas  señalan  una totalidad en ciernes, suspendida a la multiplicidad de sus voces y a la fragmentación anacrónica de sus tiempos. En ese reenvío infinito de las partes a un todo futuro, la prosa urdió un punto —temporal como 2666— hacia el cual confluyen elementos dispares que dejan así de ser percibidos contradictoriamente.

Ese punto de anulación era bien conocido por Bolaño, omnívoro y fervoroso lector, de poesía en particular como la surrealista que había descubierto y practicado en México. En sus manifiestos infrarrealistas reactualizó algunas de las consignas estéticas de André Breton, entre ellas las reacias al conformismo y la moral burguesa. Pero sobre todo, desde mediados de los años setenta, el chileno puso en práctica aquella disponibilidad a las asociaciones casuales y a los azares cotidianos, aquella permeabilidad entre la vigilia, el sueño y demás experiencias en las cuales la vida y la muerte parecieran borrar sus límites reuniendo «Nadir y cénit de un anhelo» como reza un verso del poema «Los neochilenos».
Y es precisamente a la exploración verbal de algunas de esas experiencias limíte que está dedicada «Iceberg», la décima sección del libro, compuesta de tres poemas escritos en 1981 y 1982. A través de situaciones tensas y ambiguas hasta lo insostenible, cada uno de ellos explora precisamente parte de lo que usualmente no se ve por estar situado debajo de las apariencias. Allí reside un enigma vital tan inaplazable y urgente que el hablante poético se disgrega en varios rostros, se escribe en rastros contradictorios capaces de desplegar una nueva y provisoria posesión de sí mismo.
El primero de ellos da cuenta del reaparecer presente de una automutilación pasada y ajena por intermedio de sueños y de un espejo. La sintaxis compleja de los dísticos que componen «Apuntes de una castración» permite precisamente imbricar un pasado medieval colocado bajo el signo del trovador tolosano Peire Vidal en el decir actual del poeta. Nombrada y descripta en sus más menudos gestos, la castración aparece como un sacrificio que anula a la amada y exalta la hombría en una coraza, la que finalmente se muestra en el espejo del que habían manado las dos voces vecinas a lo largo de todo el poema. Ese gasto brutal, ese gesto aparentemente inhumano, consigue aquí superar el amor mediante un ideal épico compartido y la renovación de la dicción por medio de una escenografía poética dislocada.
El segundo poema, «La pelirroja», poetiza en dos partes un encuentro erótico de gran intensidad narrado también aquí según una sintaxis desmembrada. Prolongado y repetido por constantes anacronías, el presente verbal da cuenta de los cuerpos amantes en la penumbra para referir sus movimientos y órganos según metáforas ambiguas: un/el Chile, el ojo, la raya, la estalactita. Así, expuestos a la luz cambiante de una larga noche, dispuestos como objetos en espacios a la vez concretos e intangibles por remitir al pasado latinoamericano, se van sucediendo figuras y trances eróticos obsedidos por la cercanía de una muerte que, sin embargo, no llega.
Al intento de esclarecer otra situación existencial paradójica, la del ejercicio poético mismo, está dedicado «La victoria», un poema de factura en apariencia más convencinal ya que compuesto de seis tercetos a veces asonantados y con algunos endecasílabos. Desdoblándose en una segunda persona del singular, el poeta se dirige a sí mismo para desbrozar friamente el tiempo y lugar de su oficio: la cuarta estrofa lo sitúa en un vacío incierto, capaz de poner fuera de juego las coartadas pasadas del peligro, la aventura o la suerte. Allí reside el secreto de la poesía, en un presente inerme cuyo instante final lo mueve hacia un árbol del cual pende un cadáver.

*

Estos buceos en las aguas frías del sueño y la posteridad, estas zambullidas en una oscuridad renuenente a ser tan sólo nombrada, forman parte de la tarea que el chileno imaginó para la poesía diez años más tarde en «Resurrección», poema de la última sección. Y cuando fue practicada sin red ni temores, la textura poética se instala en espacios devastados que, según la etimología señalada por Joan Corominas para el adjetivo vasto, están ligados precisamente al gasto excesivo: después de haberlo dado y perdido todo, el Yo se encuentra otra vez solo, cantando en el Desierto «Para Edna Liberman», quien le impuso ese abandono.
El espacio vacío, inmenso, puede ser el de una escenografía fantasmal y marina, la de
«La gran fosa» donde una voz poética amiga sitúa la desaparición del surrealista francés Gui Rosey. O un jardín abandonado donde el encuentro casual entre el cuerpo de una muchacha y un viejo cuadro desnudo de bicicleta da la clave inesperada para un tema tan trillado como el de la Belleza, que el Yo venía infructuosa y zumbonamente asediando desde el inicio. Con el rumor de «Las pulsaciones de tu corazón», un hablante poético desdoblado se reencuentra por fin a sí mismo en su propio cuerpo y recoge esta sección. Y cuando fue practicada sin red ni temores, la textura poética se instala en espacios devastados que, según la etimología señalada por Joan Corominas para el adjetivo vasto, están ligados precisamente al gasto excesivo: después de haberlo dado y perdido todo, el Yo se encuentra otra vez solo, cantando en el Desierto «Para Edna Liberman», quien le impuso ese abandono.
El espacio vacío, inmenso, puede ser el de una escenografía fantasmal y marina, la de
«La gran fosa» donde una voz poética amiga sitúa la desaparición del surrealista francés Gui Rosey. O un jardín abandonado donde el encuentro casual entre el cuerpo de una muchacha y un viejo cuadro desnudo de bicicleta da la clave inesperada para un tema tan trillado como el de la Belleza, que el Yo venía infructuosa y zumbonamente asediando desde el inicio. Con el rumor de «Las pulsaciones de tu corazón», un hablante poético desdoblado se reencuentra por fin a sí mismo en su propio cuerpo y recoge esta epifanía:
la Belleza aparece, se pierde reaparece, se pierde vuelve a aparecer, se diluye.
Otros cuerpos de mujer, frágiles y evasivos, tensaron años más tarde la trama de Los detectives salvajes y 2666 en las tierras fronterizas y desérticas del estado mexicano de Sonora. Ante las inmensidades desoladas sus cuerpos, convertidos pronto en cadáveres, pusieron en evidencia la dimensión humana de los demás personajes para que accedieran a su vocación verdadera: el lector primerizo mudó en poeta, éste en detective y los críticos académicos en auténticos y apasionados investigadores.

*

Por su hostilidad, su vacío y su esterilidad, el desierto es el ambiente donde el poeta de los años noventa situó retrospectiva y metafóricamente su recorrido anterior. En todo caso, allí ubicó sin dobleces ni ambigüedades su propia silueta tras los pasos de una
«Musa» con la cual el libro concluye. Varios otros poemas de esa misma sección convierten briznas de su biografía en un retrato del artista: superviviente casi legendario en «Devoción de Roberto Bolaño », valiente luchador en «Autoretrato a los 20 años», soñador empedernido en «Los perros románticos», perdedor audaz en «Los años».
En su exposición autoficcional, pero sobre todo en su intento de suscitar la benevolencia y la emoción lectora, estos poemas contrastan con los recogidos en los dos pabellones anteriores del libro, capaces de crear una extrañeza incómoda y un sinfín de desafíos  de  lectura.  El  joven  poeta  —movedizo  y  dividido  en  nombres  paralelos—  se supo mostrar ajeno e incluso opuesto a la figura consagrada del artista. Para subrayar el fracaso aparente del Yo poético de «Prosa del otoño en Girona», surge en primer lugar la mención  periodística  de  un  pintor  catalán  entonces  treintañero  —¿Miquel  Barceló?—, ufano de poder trabajar doce horas al día; a esa ironía envidiosa le sigue una figura onírica proviniente de un cómic, Giorgio Fox, crítico literario italiano, apuesto, exitoso y por eso mismo objeto de menoscabo y mofa a la vez. La única riqueza del Yo que regresa a su cuarto deshabitado de Girona luego de haber trabajado durante los meses de verano no es sino «la desnudez ósea de un pasaporte consular expedido en México el año 73, válido hasta 82, con permiso para residir en España durante tres meses sin derecho a trabajar».

Como si con esa precariedad no bastara, los «viejos cucú» —poetas entonces vivos como  Octavio  Paz,  o  muertos  ya  como  Neruda—  se  aparecen  en  sueños  para  lanzar improperios y amenazas:
No te preocupes, Roberto, dijeron, nosotros nos encargaremos De hacerte desaparecer, ni tus huesos inmaculados
Ni tus escritos que escupimos y plagiamos hábilmente Emergerán del naufragio. […]
Confinados en los espacios amurallados del mundillo literario, ellos son denostados en
«Horda» y «La poesía latinoamericana», diatribas ácidas y también autocríticas que permiten entender parciallmente al menos el vuelco progresivo hacia la prosa narrativa.
La mejor defensa consistió en atacarlos corrosivamente y en seguir trabajando a diario y a destajo la letra hasta hacerla infranqueable como la de ciertos textos experimentales, los que componen «Gente que se aleja», título inicial de Amberes, ya publicado en 2002. Por su forma secuencial, que asocia con destreza y misterio ciertos códigos cinematográficos a la prosa poética, este libro merecería un estudio detenido que queda fuera de estas líneas. En cambio, la nota introductoria del autor que precede esa primera edición merece ser recordada por estar ausente de La universidad desconocida y por permitir una último avance.

*

En «Anarquía total: ventidós años después», el relato autobiográfico comienza cruzando los espacios existenciales de las diatribas anteriores para situar al joven escritor marginal «a la intemperie y sin permiso de residencia tal como otros viven en un castillo». El escritor maduro le atribuye un derroche existencial enfermizo, hecho en partes iguales de hábitos de lectura antinómicos (los pornógrafos y los poetas arcaicos griegos, Manrique y ciertos autores anglófonos de ciencia ficción), de esperanzas descabelladas (hacerse rico fuera de la ley, vivir hasta los 35 años) y de rutinas desgastantes (trabajar de noche, escribir de día, no dormir nunca). La felicidad y la enfermedad del orgullo, la violencia y la rabia fueron entonces tan claramente gráficas —y estereotipadas para quien allí las rememora— como la papeleta referida en el título y que en aquel entonces tenía enchinchada en uno de los muros de su habitación.
Fueron tiempos agotadores que un buen año cesaron y dieron paso a otro modo de vida y de escritura, menos suicida. El cauce literario fue orientándose cada vez más hacia la narración ficcional en prosa que a partir de Estrella distante se fue sucediendo de manera vertiginosa y deslumbrante gracias al acicate del reconocimiento editorial, antes despreciado.
Quedó sin embargo intacto el ideal juvenil de una letra nutriente, ágil, audaz, ajena al comercio y al afán de supervivencia. 2666 lo reactualiza al final de la «Parte de Amalfitano», poniéndolo en boca de un personaje mexicano, Marco Antonio Guerra. A través de ese nombre irónico y de su carácter excesivo retumba en toda la obra de Roberto Bolaño un anteúltimo llamado a la escritura del derroche, la poesía,.

 

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