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“(…) ni el psicoanálisis ni ningún pensamiento lúcido cuestionan el hecho de que la ciencia es uno de los más altos logros de la facultad sublimatoria humana.
Lo grave comienza a partir del momento en que la ciencia, y en particular el acontecimiento de la técnica moderna,
que amenaza con aplastar al discurso científico mismo, se imponen de forma gradual, pero imparable, como único modo de revelación de la verdad”.
Gustavo Dessal (1)Mucho se habla acerca de los males que aquejan al hombre en el nuevo siglo, y mucho se ufana la ciencia de encontrar nuevas respuestas para ellos. Desde los campos encargados de explicar el comportamiento y el funcionamiento mental, ahora desplazado este último por un funcionamiento que nos remite a la conectividad neuronal y la vida cortical del cerebro, las tesis y “verdades” no han dejado de desfilar los últimos 50 años, sobre todo con las apariciones de las muy “limitadas” ediciones del Manual de Diagnóstico y Estadística (DSM, por sus siglas en inglés), publicado por la Asociación Psiquiátrica Americana. El trabajo de investigación que han llevado a cabo estos calificadores (2) de nuestro tiempo, apuntalado por ciertas tesis que no van más allá del conocimiento de una química básica que poseen los médicos tradicionales, se enmarca en el intento de comprender al sujeto desde una perspectiva puramente biológica, o como sostiene Michel Foucault, desde la perspectiva del Biopoder. Dichos elementos que componen la ecuación de la explicación (y valga decirlo, el subsecuente control) del comportamiento de los sujetos, finca, pues, sus envestidas en una asociación que, por tradición, y un cierto prejuicio, suponemos indisolubles: a saber, que el pensamiento se encuentra en “la cabeza”, y por ende, a partir del lenguaje técnico que pulula hoy por cada resquicio que intenta explicar lo humano, en las neuronas.
Así pues, hemos arribado a un momento en el devenir histórico donde no hay más explicación del hombre ni de lo humano que no sea la que emana de la ciencia, o mejor dicho, de lo científico (3), análoga a la tesis del “fin de la historia” de la filosofía política de Francis Fukuyama, ya que todo posible intento de ello no sale del campo de lo concreto; de esa dimensión del pensamiento que se empeña en reducir al hombre y su devenir (psicológicamente ubicable como conducta) como la mera reacción a una delicada mezcla químico-cerebral, o bien, como el efecto de una conjunción de relaciones entre los elementos que componen la cadena de ADN; siempre modificables y siempre previsibles. Como se podrá inferir, ese camino lleva a la automatización de lo humano, al intento de mecanización de una subjetividad prefijada, preprogramada, que obedezca a principios delimitados (habrá que preguntar cuáles son y quién los delimita) borrando del mapa todo rastro de libertad que pueda existir; iniciando por la libertad en el plano de lo social, es decir, aquella que ejercemos cuando votamos, cuando decidimos el lugar en el que hemos de vivir e incluso en esa forma muy tenue que existe a la hora de tomar algo de los estantes del supermercado para echarlo en nuestro carrito de las compras, para después pasar a esa otra dimensión que es la de lo individual (4) y que toma forma en esos acontecimientos que, por ordinarios, se ven descentrados de la atención del sujeto, me refiero a lo que está implícito a la hora de soñar, de amar, de enamorarse o, incluso, al abrazar una profesión u oficio.
Siguiendo a Zigmunt Bauman (5), la sociedad actual no es una que requiere productores y soldados, como la sociedad moderna, sino una que necesita de individuos (6) que soporten la estructura económica con base al consumo y no sobre la producción y el cuidado de lo producido (7). Es decir, que la sociedad actual sostiene su eficacia y capacidad de crear y sostener los lazos sociales no en una exigencia de renuncia, tendiente siempre a la carencia, como lo develara Freud en El malestar en la cultura al analizar esa sociedad de productores y soldados, sino en una mancillante exigencia hacia el “¡más!”, hacia la posibilidad que supone que siempre se puede ir más allá de lo que se tiene o de lo que se es. Por supuesto, la visión que inaugurara Freud sobre lo humano, y por ello sobre lo social, no es una que se pueda ubicar en la línea de las tesis ambientalistas, que suponen que la presencia o ausencia del objeto es lo que establecerá una determinada vivencia de carencia o completud, sino, más bien, una visión, que emerge del dispositivo clínico psicoanalítico, que intuye la inevitabilidad de una cierta pérdida en la experiencia de placer del niño, constitutiva del aparato psíquico y del funcionamiento de lo que llamamos vida anímica, que lleva al sujeto en construcción (8) a perseguir incansablemente la forma en la que dicha pérdida pueda ser reparada.
Llegado a este punto, surge como necesidad establecer una pausa, o mejor dicho, una estación de empalme que ayude a sopesar lo planteado líneas arriba. Me parece estéril (y engañoso) proponer una disyuntiva entre una forma de entender lo humano a partir de predeterminaciones genéticas e instintivas (la propuesta por las neurociencias) y otra que atienda a causalidades y mecanismos psíquicos (la senda abierta por Freud). Parto del hecho de que lo que llamamos “vida humana” es algo que trasciende la esfera de las hormonas y las neuronas y se instala justamente en esa que sirve como escenario para el montaje de los vínculos entre sujetos. Uno que está compuesto de recuerdos, de memorias, de fantasías; de palabras, pues, que ofrecen la posibilidad de pensarnos distintos en cada ocasión que articulamos la expresión “yo soy…” y que, por ende, abre la puerta para lo inédito. Por supuesto que la biología es ineludible, ¡nadie puede hacer como si no estuviese ahí el cuerpo! Pero un principio muy simple como el de la naturalización del comportamiento del sujeto, de su actuar en lo social (y para eso, llegado el momento, no es necesario que haya un otro que acompañe en lo concreto) llevado al extremo es la base argumentativa para perpetrar o defender cualquier atropello. Baste recordar el planteamiento ideológico de base del nazismo y su respectivo apoyo en las tesis científicas, tan discutido y problematizado por tantos otros psicoanalistas, sociólogos y filósofos. Nadie en la Alemania del Nacional Socialismo pensaba que lo que la administración gubernamental llevaba a cabo era la perpetración de crímenes de lesa humanidad (incluso afuera muy pocos lo pensaban al inicio del régimen). En otra línea que sale del mismo caudal podemos seguir cuestionando lo que arrojaran por resultado los juicios de Nuremberg y los de Jerusalén; no me refiero al castigo que no sació la sed de venganza de los ofendidos, eso sería tema de otro escrito, sino los argumentos por parte de los inculpados que no dejaban lugar a dudas de que la expresión “la maquinaria gubernamental alemana del Tercer Reich” iba más allá de una simple metáfora.
Ahora bien, retrotrayéndonos a nuestros días, ¿cómo sopesar eso que a todas luces se estatuye como soporte de una ideología de esta época (hecha a girones) y que las grandes guerras dejaran como camino a seguir? Como alguien que ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la subjetividad, no me parece casual que las discusiones sobre un comportamiento ético, potestad ante todo de pensadores del fenómeno humano, hayan abierto las puertas a la inclusión de especialistas de las ciencias naturales y biológicas, quienes no tardaron en dirigir un cambio como petición de principio: el reconsiderar la vida, ya no como acontecimiento subjetivo y por ende historizable, sino el de recolocarlo y repensarlo desde una perspectiva vital, sostenida (y anclada) en los hallazgos de una indeterminada co-relación entre la sustancia viviente (el sistema nervioso central) y la manifestación de su registro (el funcionamiento mental), con el fin de no superponer la especie humana por encima de cualquier otra, con el propósito de evitar los ecocidios y la extinción del mundo que nos rodea. Hasta ahí los cambios, encomiables en su intensión, no dejan de traslucir un planteamiento que sin duda atisba el devenir de una forma de ver y pensar la vida que nada tiene de nueva, sino que más bien debiéramos considerarla una revisitación de tesis antiguas, solo que hoy se ven acompañadas de una técnica que les brinda justificación y argumento.
Pensemos solo por un instante cuál es la primera vuelta de tuerca, no hacia algo inédito, sino hacia algo vetusto. ¿Acaso el ponernos en el mismo escalón que el resto de las especies no es pensar la vida en términos de un proceso vital, es decir, a partir de un “nacer, crecer, reproducirse y morir”? ¿Es que la vida humana es algo que pueda ser limitada a eso? Ahora la petición de principio la pide quien suscribe estas líneas. No se trata de pensar lo humano desde la trascendencia de la consciencia, eso siempre ha sido potestad de las religiones, nunca del psicoanálisis, sino más bien desde un lugar que coloque al sujeto en posición de narrar su propia historia, la cual es terrenal. La diégesis de la vida propia siempre incluye líneas donde la voz de ese Otro lacaniano (en una de las primeras definiciones que Lacan diera de dicho concepto) viene a puntuar las palabras inaugurales de nuestros primeros pasos en la existencia, pero sin duda, llega el momento en que ese discurrir se desplaza de una tercera a una primera persona. ¿Importa saber el momento exacto en que ese pasaje se da y cómo? Sobre el primer cuestionamiento me atrevo a decir que no, e incluso que es una empresa imposible. Sobre el segundo, sostengo un rotundo si, con la única salvedad de que será el aludido quién dé cuenta de ello, es decir, que la única manera en que esto puede ser comprendido no incluye la exploración o el mapeo sináptico, sino la construcción histórica que el sujeto haga de sí y de sus avatares; lo cual siempre es a posteriori, a destiempo de los plazos que la Ciencia exige. Suscribo mi hipótesis a las afirmaciones que hiciera Luis Villoro a finales de los 70´s en lo que viera la luz como un interesantísimo escrito, resultado de una encomiable labor de cuestionamiento, crítica y argumentación, tan escasa hoy en nuestro país (México). Nos referimos a esas terminantes frases que, casi, llegan a poseer el nivel de máxima:
“Porque la especie humana requiere del conocimiento para lograr aquello que en otras obtiene el instinto: una orientación permanente y segura de sus acciones en el mundo (…) esta función que cumplía el mito en las sociedades primitivas la cumple la historia en las sociedades desarrolladas. Un hecho deja de ser gratuito al conectarse con sus antecedentes” (9)
El intento mismo por parte de las neurociencias de ubicar y recrear ese momento cero del pensamiento (nuestro análogo big-bang), entendido como el primer giro de tuerca en el establecimiento de la ideología imperante en lo contemporáneo, nos lleva inevitablemente a un segundo movimiento (que no compás), uno que nos coloca cerca de la tesis principal de toda la vasta obra del gran filósofo francés Michel Foucault y que ya adelantábamos al inicio; a saber, la tesis de la imposición y el manejo del poder a través de caminos que nos acercan a lo Bio que aún exista en el ser humano, senda que, por cierto, necesariamente ha de excluir toda condición subjetiva de la problemática, pues es el elemento ingobernable de la ecuación.
La cercanía al planteamiento foucaultiano no ha entenderse como adhesión incuestionable, pues reconozco que fue el filósofo francés quien develó los cimientos y los propósitos de un operar por parte del Estado moderno a partir del manejo y control de los cuerpos, pero sus especulaciones sobre el acontecer psíquico, si bien parten de Freud (y nunca evaden a Lacan, por su contemporaneidad y los trazos en la filiación del pensamiento de ambos), proponen una forma de concebirlo que por ambigua se vuelve errática, lo que sin duda adviene como el eslabón más lábil en la obra de uno de los pensadores más lúcidos del siglo pasado. No, desde el psicoanálisis, la forma de pensar el fenómeno subjetivo no es remisible a lo especulativo. El campo inaugurado por Freud, que sin duda ha generado una nueva forma de pensar al humano y lo humano es uno que tiene colocados sus cimientos en la clínica, en su sentido más clásico (10) ; en una escucha específica, singular, del sufrimiento que a cada uno nos aqueja, y que por ello, se erige como una escucha inédita.Lejos de pensar al sujeto como una entidad orgánica, psicoanalíticamente este ha de pensarse como una entidad abstracta que se sostiene por sus vínculos con el lenguaje (y todo lo que el lenguaje define, es decir, todo lo que ha de aludirse como condición humana) y, por ende, sujetado a los límites que el lenguaje mismo plantea, sin excluir eso que lo define como tal: el pensamiento. Es pues, por este camino que quien se mantiene en posición de sostener esta escucha (aún) inédita formulada por Freud que es inevitable e ineludible responder algunas preguntas sobre el malestar actual que los neurocientíficos han desechado. A saber, ¿cuál sería la forma en la que se presenta ese malestar en lo contemporáneo y cómo explicarla? ¿Qué es lo específico del abordaje freudiano del sufrimiento anímico? O, en realidad, ¿En qué se sostiene la afirmación de que justo ese abordaje está rebasado? (11) Ésta última expresión es algo que no se cansan de repetir los especialistas de la neurociencias.
Tomando un cuestionamiento a la vez, sostengo que, en relación al primer dardo, la respuesta no puede eludir eso que marca nuestra contemporaneidad, pero tampoco eso que ha venido dando forma, incluso, al amplio campo de lo Psi. Si bien los historiales clínicos publicados por Freud fungen como paradigma del abordaje y pensar psicoanalítico del malestar, también es cierto que cumplen, sobre todo con esa segunda tarea, en la medida que lograron establecer una comprensión sobre el funcionamiento psíquico, empezando por lo patológico (¿había otro camino?). No le tomó mucho tiempo a Freud descubrir que eso que en medicina, tradicionalmente, se piensa de formas distintas era imposible trasladarlo hacia la reflexión de los fenómenos anímicos, es decir, que la partición entre salud y enfermedad, entre lo sano y lo patológico, resultaba improcedente, por la divergencia de los fenómenos (los del cuerpo y los de la mente) en lo etiológico y en lo descriptivo. Así pues, dicho hallazgo fue lo que empujó al vienés a intentar construir una nueva forma de concebir los fenómenos anímicos (y construir una nueva episteme, como sostiene Foucault). La primera piedra de este nuevo nivel en el edificio de la razón (12) la representa la recolocación de una serie de fenómenos desechados por la ciencia, y elevados por Freud al estatuto de formaciones de la mente, o formaciones anímicas, que cumplen con los elementos suficientes para ser consideradas efectos de un funcionamiento que se sostiene en la dinámica que se juega en un estrato ajeno a la consciencia. Recolocadas como algo que obedece a una causalidad y no a algo fortuito, dichas formaciones se estatuyen como acceso a esa dimensión de la mente, de la cual nada sabemos de forma directa, pero que no deja de manifestarse en cada uno de nuestros actos y pensamientos; la entrada a develar los enigmas de la mente humana es a través de caminos antaño abandonados como son los sueños, los lapsus, los olvidos, los chistes y los actos fallidos. Así, con este gesto, Freud rompe con dos disciplinas que representaban las opciones de una disyuntiva que llevaba siglos operando en el pensamiento de occidente e introduce una novedad en los distintos campos del saber sobre lo humano: ni medicina ni filosofía, ni organismo ni consciencia, el camino es el Inconsciente, a través de una escucha distinta, que es la que se propone desde el psicoanálisis.Freud despeja ciertas incógnitas, formula conceptos y establece las bases para un pensamiento que devela no las diferencias en lo normal y lo anormal, sino lo singular de cada vida, pero otorgándole eso que sus pacientes le reclamaban, no solo a él como practicante, sino a la ciencia de la época: hacer uso de su propia voz para narrar su propia historia y no el ser definidos a partir de criterios y categorías impersonales y erróneas, las más de las veces. ¿Cuál es el primer efecto de tan semejante práctica? El de formular que la escucha e intervención del psicoanalista no ha ser desde una posición moral, desde un deber-ser, sino que ha de erigirse en la renuncia a toda posición normativa. ¿La finalidad? Comprender los procesos y mecanismos que se juegan en el aparato psíquico, donde el síntoma y la cura juegan un papel distinto al de la medicina, lo cual posiciona al dispositivo psicoanalítico como uno que persigue como fin la investigación sobre dichos procesos, y no la transformación de los mismos. Desde este ángulo, lo que ha de definirse como malestar (psicopatología para el resto del campo Psi) es siempre el resultado del conflicto entre el aparato psíquico y el contexto, algo, por cierto, imposible de eludir aún en una mínima cuota, el cual es producido por los mismos procesos implícitos en cada uno de nosotros, pero condicionado por el devenir histórico (13) y el entramado de relaciones que marcan nuestra vida. La histeria conversiva de los tiempos de Freud, como manifestación ordinaria de dicho conflicto, ha visto ocupado su espacio por problemáticas tan asimétricas en otras épocas como lo son las irrupciones de ansiedad y las inhibiciones, tan misteriosamente usuales en los niños; Trastorno de Ansiedad Generalizada y Trastorno de Déficit de Atención desde el DSM. Cambiar el lente con el que se mira no cambia la forma en la que se constituye lo observado. Desde el abordaje psicoanalítico ambas son muestras fenoménicas de la Angustia, la divergencia reside en los detalles que son el enigma a desentrañar. ¿Qué era lo que paralizaba la creatividad del gran Gustav Mahler al momento de acudir a la escucha del profesor Freud? Parece que el gradual desplazamiento del concepto de Enfermedad al de Trastorno que la Psiquiatría ha hecho durante los últimos 60 años ha dejado sus marcas y estás son las de borrar los trazos subjetivos de toda explicación posible conformándose con una eficacia estéril a la hora de ubicar positivamente los síntomas, aunque ello no modifique nada de fondo.
En relación al segundo cuestionamiento, lo específico del tratamiento psicoanalítico y la escucha freudiana es justo lo que va a contrapelo del método empleado por las “Ciencias de lo humano”. Me refiero al hecho de que éstas amparan sus intervenciones en el sostén eficaz de una comprobación numérica, es decir, en establecer una media estadística que funge como piedra angular de lo que ha de establecerse como vara que distingue lo normal de lo anormal (no olvidemos que es uno de los principales propósitos del DSM, en todas sus versiones), arrojándonos así al rostro la opaca realidad de que lo que entendemos por esto (la realidad misma) es algo que por consenso es definido, y que lo que ha de considerarse (o condenarse) “anormal” se establece bajo los mismos parámetros numéricos, al menos desde los campos que salvaguardan y justifican su intervención bajo la égida planteada por el manual publicado por la APA. Lo específico del abordaje freudiano es el hecho mismo de sostenerse en una escucha que se dirige sólo al discurso del sujeto en particular (14), a su decir, a la espera de que el material inconsciente surja en cualquier momento dando oportunidad a que quien se encuentra recostado en el diván se dé el tiempo necesario para pensarse y cuestionarse a través de un proceso que lo lleve a la asunción de una historia singular, lo cual es la antesala de ese momento tan pecualiar en el trabajo clínico que es el instante (nunca fortuito, siempre inesperado) en que el aludido se confronta con el enigma genuino sobre su deseo, con un “¿qué me lleva a vivir así?”; dicha pregunta el analista la ha de transmudar a “¿de qué goza (15) este que habla?”, pues es ahí donde reside un posible atisbo de respuesta que arroje luz sobre lo que mantiene al sujeto preñado de su malestar. La posición de este (que ya no suele ser la misma) ante dicha pregunta forzosamente lo ha de llevar a intentar responder por las directrices que ha tenido en su vida y por los motores que le han servido de empuje, a pesar de no saber nada de ello (16).
Por último, en cuanto al tercer cuestionamiento (¿en qué se sostiene la afirmación de que el psicoanálisis está rebasado?), su respuesta es evidente, por lo planteado a lo largo de las líneas anteriores, pero no por ello obvia. Mucho se ha criticado la visión freudiana como una visión pesimista, del sujeto y de la sociedad. La razón para ello es la colocación, por parte de Freud, de un concepto, incómodo para la ciencia, como piedra angular del abordaje: la pulsión de muerte. Para el pensamiento moderno (lugar en el que se enmarca el pensamiento freudiano, sin negar la tradición de la cual surge) es la muerte la última y la gran frontera que se ha de franquear; el gran límite o el Amo al que todos nos hemos de rendir, según sostiene Hegel.
El proyecto moderno, cuya premisa es el progreso y el avance del hombre por encima de todos los obstáculos que se le presenten, es el que más nítidamente sostuvo que la carrera de la humanidad en torno al conocimiento tiene por meta la elevación del hombre a la estatura de Dios, teniendo como herramienta privilegiada para ello la técnica (17). Imaginemos la recepción que dicha tesis freudiana pudo tener a partir del rechazo que aún recae sobre ella.Sin duda el siglo XX fue el siglo de Freud, como sostiene Néstor Bráunstein (18), en la medida que muchos de sus descubrimientos pasaron a ser propiedad del conocimiento del vulgo, pero también es cierto que el avance de la técnica, más que el de la ciencia, no ha tenido freno, sobre todo a partir de que conformara esa peculiar amalgama con la economía; hoy no es necesario saber cómo funciona un gadget para poder manipularlo, asimismo, el momento histórico que vivimos es uno que está marcado por la imperiosa necesidad de las universidades de producir mercancías y circulante (en la modalidad que representa el registro de patentes y derechos de autor), no por producir conocimiento.
El ritmo que marca la economía es uno que se mueve vertiginosamente y en el que no hay cabida para la pausa que todo pensamiento exige, menos aún para esgrimir argumento alguno para la existencia de una posibilidad de construir algo nuevo, en los términos que la existencia nos va planteando. Nuestra época es una que aspira a dar todas las respuestas de forma prefabricadas (como el Soma de Huxley) a las preguntas que el sujeto (aún, a pesar de todo, como el personaje de Bernard Marx) se sigue planteando; por ello, no es casual que el psicoanálisis, como tratamiento del malestar, y todo el pensamiento freudiano, sean contemplados como “rebasados”. El dispositivo psicoanalítico es, pues, ese espacio donde el sujeto que se cuestiona tiene la oportunidad de descubrir, abstraído de ese mundo que extirpa el dolor y la angustia, que sin este par la felicidad carecería de sentido. El intento de cerrar esa boca que se empeña en hablar y en decir lo que de la vida le duele impele al psicoanalista a asumir una posición clínica y, por ende, ética, que no puede plantearse de mejor forma que dando cabida a la elaboración de un decir, por parte del analizante, que bien podrían tomarse como las palabras del poeta: “Echado en la cama, pido el sueño bruto, el sueño de la momia. Cierro los ojos y procuro no oír el tam-tam que suena en no sé qué rincón de la pieza, (…) son las grandes paletadas del silencio cayendo en el silencio.”(19)
Ello podría ser así, porque justo de eso es de lo que está compuesta la palabra.
Notas
(*) Título original en inglés de la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Elegí utilizarlo ya que la palabra Brave en el idioma original de la obra tiene varias acepciones, según se utilice como adjetivo, o bien, como sustantivo. Como este último, uno de los significados nos remite a la forma en que nombraban los primeros colonos ingleses a los indios americanos. Esta voz utilizada hace alusión a la idea de bravura cercana a la naturalidad del hombre sin cultura, entiéndase no europeo, algo que en español puede traducirse como rudimentario. Por supuesto, esta idea es cercana a la de J. J. Rousseau del buen salvaje, ese ser bueno por naturaleza que vive en una perene felicidad y que solo hace uso de la violencia cuando se le amenaza. La idea de cercanía a la naturalidad, desde este ángulo, es la de un mundo idílico.(1) Bauman Z. y Dessal, G. El retorno del péndulo. Pág. 90. Fondo de Cultura Económica. Madrid. 2014.
(2) Teólogos de formación, durante el periodo que duró vigente la Inquisición, eran los personajes encargados de determinar si existían delitos contra la fe que juzgar. Con los cambios que la modernidad imprimió en la esfera pública, uno de los desplazamientos más notables es el de la conducción de almas, potestad del clero, hacia la conducción de las mentes. La función del psiquiatra moderno es un desdoblamiento de la del calificador, pero amparado en argumentos seculares; el fin es el mismo, el control sobre lo que atenta contra el statu quo.
(3) Sostengo la diferencia en el hecho de que la Ciencia es un campo, el cual está regido por ciertas normas, las de la razón, y que posee un fin, que es el de llegar a la Verdad por medios comprobables, siempre cuestionando sus certezas, que son las del mundo en el que tiene presencia. Contrario a ello, lo científico es una postura, que como todas, no atiende límites y propósitos, sino solo apariencias, “ilusiones”, las cuales son la materia prima y el envoltorio de los totalitarismos; son el hierro y la mano que forjan la espada, ambas a la vez.
(4) Que no singular, pues eso en psicoanálisis tiene otras implicaciones que ya se expondrán más adelante en el texto.
(5) Bauman, Z. La cultura en el mundo de la modernidad líquida. Pág. 15. Fondo de cultura económica. México, D. F. 2013. También en El retorno del péndulo. Coautoria con G. Dessal. Págs. 38-39. Ibid.
(6) Sociológicamente hablando es la unidad mínima en la que se puede dividir toda sociedad, la cual sostiene su definición de concepto en una dimensión cuantitativa y no cualitativa, es decir, en su “capacidad” de ser cuantificado y no en las propiedades subjetivas que lo definen.
(7)Es muy interesante para los que nos dedicamos al psicoanálisis poder observar el “comportamiento del consumidor”, pues este se desplaza entre anaqueles gigantes al son marcado por el compás de la metonimia de su deseo; brincando de una cosa a otra sin el más mínimo preámbulo. El capitalismo neoliberal nos ofrece una oportunidad inédita en la historia de la humanidad, la de adquirir objetos (mercancías) cuyo valor es ínfimo, cuando no nulo, solo por el placer de hacerlo, sin perseguir utilidad alguna, excepto la de la movilidad libidinal que recubre dichos objetos, que es con la que juegan los economistas de hoy.
(8) El estatuto de Sujeto no es algo que se pueda otorgar desde que se nace (a diferencia del término individuo), más bien, es algo que se construye con el paso por ciertas experiencias muy específicas que Freud las denominara y conjuntara en su célebre Complejo de Edipo. Por ello, psicoanalíticamente, cuando se habla de Sujeto es siempre Sujeto del inconsciente, o bien Sujeto atravesado por la barra de la castración; esta última se define como el resultado de la experiencia del niño ante la prohibición paterna, vehículo de la gran prohibición social, la del incesto, modelo de todas las prohibiciones que el Sujeto, ahora sí habiendo hecho el recorrido que toda estructura social (y por ende, simbólica) exige, habrá de experimentar en su vida y que lo colocará en una posición muy singular, la de su Deseo.
(9) Pereyra, C., Villoro, L. y otros. Historia ¿para qué? México, D. F. 22ª edición, 2007. Págs. 35 y 37.
(10) Nos referimos a esa práctica médica que tenía lugar en la Antigua Grecia, que sostenía su intervención en la premisa de que el padecimiento no está disociado del paciente, es decir, que indudablemente existe una relación estrecha entre quien acude con algún malestar y el malestar mismo. Posición, por cierto, muy lejana de la medicina científica actual.
(11) Se me increpará el por qué deben los neurocientíficos dar respuesta a estas preguntas, aludiendo al hecho de que, como expertos, no están obligados a conocer otros planteamientos que expliquen los fenómenos que ellos abordan. Baste aclarar que lo que los ha de mover a brindar alguna respuesta no es del orden de “las obligaciones”, sino del “deber”, es decir, no es del orden de lo moral o jurídico, sino de lo ético. Nuestros campos de expertise no pueden darse el lujo de eludir la asunción de una posición ética.
(12) Retomo la frase y tesis del Dr. Jaime Labastida en su maravilloso texto El edificio de la razón, publicado por Siglo XXI en 2008.
(13) Y como histórico, lo es ficcional. Piedra incómoda en el zapato de los neurocientíficos, quienes sostienen que el pensamiento es ubicable en las intrincadas redes neuronales, dejando de lado una tesis tan válida como la que sostiene sus investigaciones: que el funcionamiento hace al órgano y no necesariamente el órgano al funcionamiento. Es decir, que el lenguaje (pues no hay pensamiento sin este) dio forma al cerebro y no que un desarrollo encefálico produjo, “de forma lógica”, la creación de una compleja estructura como el lenguaje. El hecho mismo de que todas las culturas estudiadas hasta estos momentos hayan echado mano de formaciones análogas como el mito y que ello tenga su parangón en lo que Freud denominara Teorías Sexuales Infantiles, las cuáles son el punto de partida de una aventura subjetiva que denominara Complejo de Edipo nos coloca en posición de pensar los fenómenos humanos desde una lectura estructural. Como planteara Lacan en 1966, en la entrevista para el programa de Georges Charbonnier, trasmitida por France-Culture, con motivo de la publicación de los Ecrits: “El estructuralismo (como planteamiento filosófico) durará lo que duran las rosas, los simbolismos y los Parnasos: una temporada literaria (…)la estructura (el lenguaje) sí que no pasará por que se inscribe en lo real o, más bien, por que brinda la oportunidad de dar un sentido a esa palabra, real, más allá del realismo que, socialista o no, es siempre solo un efecto de discurso. ”. Dicho posicionamiento, que hacemos nuestro, sostiene la singularidad de la posición de cada sujeto en el mundo, es decir, en relación a la forma en la que se incrusta en dicha estructura, que es la del lenguaje. Afirmamos, pues, que el pensamiento está en el lenguaje (en la función) y no en el cerebro (el órgano).
(14) La cual está marcada por una modulación de la misma, es decir, se ajusta a lo singular del malestar de cada sujeto, por ello resiste a la estandarización; no hay medias que establecer, sino singularidades que sostener. Una escucha tal no puede estar determinada por el uso del ningún mueble, sino por la posición de quién se coloca en el lugar del analista, a saber, una que se sustrae a la pretensión de proveer al paciente de directrices que le guíen, más bien, guarda silencio, renuncia a hablar, para que así sea el analizante quien construya su propia forma de ver la vida, asumiendo la responsabilidad de tan monumental empresa. ¡Es ahí donde reside la novedad freudiana!
(15) La sociedad contemporánea, como ya lo dijimos líneas arriba, es una que exige del sujeto el goce del consumo por encima del placer de la producción. Para que el sistema económico actual funcione no ha de haber tregua alguna para el sujeto; el mejor ejemplo de dicho funcionamiento son los casinos. No es casual que la sintomatología de nuestra época es una que se caracterice por manifestaciones que arrojan más un signo que encierra que un significante a interpretar, o como diría Lidia Agazzi, “el paciente de hoy, en lugar de establecer una demanda de análisis hace un performance”.
(16) El hecho de que ese empuje sea inconsciente cambia todas las cosas, pues, a partir de ello, el sujeto es efecto de este y no su causa. El destronamiento freudiano de la consciencia como centro del funcionamiento mental rompe con toda una tradición de pensamiento y abre una veta inmensa para la reflexión.
(17) El pasaje de la Modernidad al Post-modernismo fue el aquelarre de los campos de concentración, muestra fiel de hasta dónde se puede llegar con la técnica, pero demostrando que, más allá de ese logro, lo que guía al hombre es lo que Freud sostuviera ya en 1930 en El malestar en la cultura: “(…) el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo”. Sin duda, la pulsión de muerte puede llevar a esos escenarios, aunque no deja de tener la potencia para transformarlos. Esa es la definición freudiana del hombre.
(18) Bráunstein, Néstor A. Las lecturas de Freud. Serie de Cuadernos del Colegio de Sinaloa. Culiacán, 1996.
(19) O. Paz. Echado en la cama…, En ¿Águila o sol? Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, décima reimpresión. México, D. F. 2014.