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Número 15 - Noviembre 2022
Acerca de un psicoanalista lector
Alejandro Varela

 


El filósofo. Jean- Baptiste – Simeón Chardin – 1734

Que una confesión autobiográfica provenga de un psicoanalista que ha revolucionado la enseñanza del psicoanálisis, provoca en quien lee lo que aquél ha proferido – ¿sería entonces una blasfemia? – temor y temblor.

La confesión de tal psicoanalista, Jacques Lacan, anunciaba que sus Escritos no eran para ser leídos: por lo tanto, podría caracterizarse su lectura como una irreverencia.

Ignoro si es por la audacia liberal propia de la Revolución Francesa que, a través de decretar las libertades de prensa y religión, derogara las leyes contra la blasfemia que la consideraban un delito público contra Dios, o simplemente porque el Maestro afirmase también que en el discurso no se trata de otra cosa que, de leer, … una letra, la presente compilación de textos que se ofrecen a la lectura dan cuenta de años de práctica y hablan de un psicoanalista lector.
¿Por qué no abordar un texto como se inicia un análisis?, se pregunta Jorge Jinkis cuando prologa una edición de los Diarios clínicos de Sándor Ferenczi, destacando que ello hace de la transferencia el suelo, la condición, el medio que le permite al psicoanalista leer (1).

¿Cómo ordenar los diferentes textos que componen esta compilación? Fueron escritos según los diferentes estados de lengua que permitían su redacción, lo que se denomina contexto.
Pero también teniendo en cuenta las vicisitudes transferenciales del propio análisis y de aquellos otros tratamientos de quienes han sido causa de existencia de los textos de referencia.

En ese sentido, los textos no se disponen según un orden cronológico ni tampoco temático sino, retroactivamente, tal como ordena los suyos Luis Gusmán en La pregunta freudiana.

Lacan recupera el nachträlich freudiano como un postulado para fundamentar una lógica de la lectura.
Presentación retroactiva entonces, al modo de Kafka y sus precursores o de Pierre Menard, que intentará situar al psicoanalista lector y sobre todo mal lector.
En El último lector, Ricardo Piglia considera una imagen de Borges con un libro pegado a la cara intentando descifrar sus letras.

Borges, quien ha pasado su vida leyendo, perdiendo la vista en ello, podría decir: Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.

Dice Piglia: un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor (2). Los Escritos no son para ser bienleídos.
Como en El Aleph, donde se ve y se descifra según la posición del cuerpo, la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
¿Desde dónde leer, a qué distancia? La lectura es un arte de la microscopía y de la perspectiva.
Quiere decir entonces, que la lectura también es un problema de óptica, de luz, una dimensión de la física. No es otra la propuesta de Joyce quien sabía ver mundos múltiples en el mapa del lenguaje.
Leemos como analizamos: desde una determinada posición, pero, a partir de restos, trozos sueltos, fragmentos. La unidad del sentido es ilusoria en ambos casos: en la lectura y en el análisis.

Así es como Cervantes leía papeles rotos que encontraba en la calle. Los libros y sus páginas, a pesar de estar disponibles en la biblioteca, son como esas palabras proferidas sin intención ni propósito que se ha constituido en la apuesta esencial del psicoanálisis: la asociación libre.

Roberto Calasso quien de ordenar una biblioteca sabe mucho, ha afirmado que el orden de una biblioteca – sede privilegiada para un psicoanalista lector – es deseable, pero imposible porque existe la entropía.
Se ha suscripto y se ha adoptado la única regla áurea para el ordenamiento de la biblioteca: la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual, en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos (3). 

Se han reunidos los textos de este psicoanalista lector del mismo modo cómo están los libros reunidos en la biblioteca: constituyéndose, como Warburg afirmaba, en un lugar psíquico para quien lo hace.
Se habrá intentado concebir y mostrar las formaciones de las diversas imágenes y el orden conceptual en un sentido psicológico – histórico como una oscilación intrínsecamente unitaria entre los dos polos.
Una biblioteca hecha espacio psíquico y una lectura múltiple para este psicoanalista lector que a veces ha seguido un hilo, pero también se ha encontrado con cien hilos a la vez.
Cada vez que se ha encontrado con un libro intenta seguir ese hilo, pero habitualmente lo ha embrollado, lo ha complicado, lo ha desatado, y lo más importante, casi sin querer, lo ha prolongado.

Decía Pierre Bayle:  Por el motivo que sea, ningún amante voluble ha cambiado tanto de amante con tanta frecuencia como yo cambio de libro.
Bayle, filósofo francés del siglo XVII, ha sido autor de un Diccionario crítico y filosófico famoso por la proliferación de notas al pie. ¿Será el arte de la lectura perderse en ellas como el psicoanalista se pierde en los meandros del discurso de su analizante?
Como una patrulla de insurgentes las notas invaden la página principal con comentarios maliciosos y esconden al autor, desmesurando el texto e invitando al lector a seguirlo en ese enredo, interrumpiendo el texto de las entradas como si estas fueran un mero trámite.
El diccionario de Bayle era como un pequeño burro que tira de un carro de feriantes ocultos entre las diversas mercancías expuestas a los transeúntes, dice Calasso. ¿Será ese burro el texto oculto que el lector como el psicoanalista intentan encontrar?

Rodolfo Walsh en un cuento de 1967, Nota al pie, relata las tribulaciones de un traductor suicida que deja una carta de despedida a su editor quien no la lee, enterándonos de los hechos a través de la voz de un narrador.
En el cuerpo del texto se comentan las diferentes asociaciones del editor que oscilan entre el reproche y la culpa ante el cadáver del traductor.
Mientras tanto, al pie de la página se refieren las palabras del protagonista del suicidio, su carta de despedida, que página tras página se van haciendo más extensas hasta suplantar con su voz la del narrador invadiendo toda la página.

Piglia señala cómo Walsh contaba las sílabas y las palabras de cada línea para que la nota al pie – medida como un poema – terminara por ocupar toda la página. Nos aclara que la significación de un relato depende de su configuración formal.
Participa este modo de escribir de lo que se afirmaba de la lectura: son problemas de óptica, de física.
¿Cuál es el alcance que tiene en la lectura de Nota al pie que asistamos a la suplantación de la voz del narrador por la del protagonista?

Es sabido del reproche que Ferenczi hiciera a Freud respecto de su enfoque excesivamente intelectual y teórico de la práctica que incumbía a ambos.
En una carta del 25 de diciembre de 1929 le objeta al Maestro el énfasis desmedido del análisis a favor del tratamiento del carácter y de las fantasías en desmedro de la consideración del trauma.
Va más lejos aún, y en la entrada del 1 de mayo de 1932 de su Diario clínico escribe: ¿está realmente convencido Freud o se ve obligado a un aferramiento hiper - intenso a la teoría como protección frente al autoanálisis, o sea frente sus propias dudas? (4)

En el famoso artículo de 1932 presentado en el Congreso de Wiesbaden, Confusión de lenguas, que marcase su distanciamiento definitivo con Freud reprochando la hipocresía de los analistas, aboga por admitir nuestros errores, y de renunciar a ellos. Sería este el único modo de hacernos ganar la confianza del paciente.
Añade Ferenczi: esta confianza es algo que establece el contraste entre el presente y un pasado insoportable y traumático.
Tal contraste es indispensable para reavivar el pasado, no tanto como reproducción alucinatoria sino más bien en cuanto recuerdo objetivo (5).
Será tal vez este reconocimiento de la propia hipocresía que algunos llaman análisis del analista lo que permitiría que la voz del narrador le sea cedida a la del traumatizado protagonista, situada en las innumerables notas al pie que invaden el texto canónico, que, según Ferenczi, Freud intentaba establecer.

¿Pero la operación consistirá en restituir un texto en lugar de otro? ¿Veremos así por fin al burro de Bayle escondido entre las mercancías?
El protagonista del cuento de Walsh abandona su trabajo en una gomería y se entrega apasionadamente a su labor de traductor por la que cobra una suma exigua de dinero. Ahogado en una progresiva alienación pretende escribir siendo desestimada su solicitud por el editor, sugiriéndose ello como una de las razones del suicidio.
Entregado a la soledad en su modesta habitación, tiene como única compañía al Sr. Appleton, el conocido diccionario de inglés.

Nos puede llegar a decir: uno llegaba a saber cómo se dice una cosa en dos idiomas, y aun de distintos modos en cada idioma, pero no sabía qué era la cosa (6).

Piglia concluye que de esta y otras frases es posible deducir que el sentido de la ficción no es sólo lingüístico, sino que depende de referencias externas del relato y de la situación extra - verbal.
La ficción no se escribe sólo con palabras: Walsh es magistral en mostrar la verdad referencial, pero nunca decirla y tal era su técnica narrativa.
¿Será leer mal o que los Escritos no son para ser leídos, un modo equivalente de encontrar – perder – preguntarse por el sentido?
¿Será un psicoanalista lector la ocasión para que las notas al pie desalojen al texto canónico o propiamente el analista será una nota al pie en el discurso del analizante para que éste entonces pueda referirlo?
A la cosa cuyo sentido se lo puede conocer en un idioma u otro, ¿cómo se la lee?: se intentará más adelante describir la operación de acogida que le cabe a su recepción - lectura.
Esa cosa que baila en el discurso del analizante baila también entre los libros de la biblioteca.

Calasso cuenta una anécdota de Fritz Saxl cuando visitó la biblioteca de Warburg en Hamburgo, que, dicho sea de paso, reunía mayor cantidad de volúmenes que la biblioteca pública.

Saxl cuenta que, al lado de infolios clásicos, bibliografías de diversos temas filosóficos, históricos, políticos, renacentistas, medievales, se encontraban también tratados de astrología y otras curiosidades.

Warburg movía los libros una y otra vez y los reagrupaba en acuerdo a cómo daba un paso adelante en su sistema de pensamiento.
La lectura como acogida que este psicoanalista lector, propone, habrá de suponer también que el orden de una biblioteca no encontrará nunca una solución.
La biblioteca es un organismo vivo, en permanente movimiento: siempre está pasando algo en su interior, es un terreno volcánico.

Así es que son oportunas las palabras de Walter Benjamin quien decía que, en esos ámbitos, todo orden no es sino un estado de inestabilidad ante el abismo.
Ante ese abismo inconmensurable el personaje del lector se asoma encontrándose con el libro en un acto cortés, como ante un invitado importante.

George Steiner considera con sumo cuidado las diversas imágenes del cuadro incluido en el epígrafe: El filósofo leyendo de Chardin terminado en 1734 (7).
Tanto en ese siglo como en el siguiente han sido frecuentes las representaciones de lectores dedicados a su tarea, pero en ésta, ciertas características le permiten a Steiner reflexionar acerca de los alcances de la lectura.
En primer lugar, el boato y la galanura del personaje quien parece prepararse para un acto trascendente.

Por otra parte, lleva sombrero. Parece una ceremonia religiosa como si estuviese, al modo griego o hebreo, frente a lo sagrado.
Otra característica destacada por Steiner es la presencia del reloj de arena: parece que se quiere marcar la profunda relación entre la lectura y el tiempo.
Habría una relación inversamente proporcional entre la vida del lector y la del libro: la del lector se cuenta en horas, la del libro en milenios.
En su lecho de muerte, Flaubert se quejaba frente al próximo final de su vida, de la paradoja que implicaba la sobrevida de esa zorra, decía de Madame Bovary.

Paul Eluard decía que los libros pueden sobrevivirse a sí mismos, y saltar sobre las sombras de su propio origen: existen traducciones vivas de lenguas muertas hace mucho tiempo.
La lectura, por lo tanto, para el lector, no es más que un eslabón en la cadena de la continuidad performativa que suscribe la supervivencia del texto leído.
Así es que este psicoanalista lector, como tantos otros lectores participa de la fascinación llena de reproches de las grandes estanterías llenas de libros no leídos.
en cada libro hay una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que sólo puede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse (aunque, en contraste con el hombre, el libro puede esperar siglos el azar de la resurrección) (8).
¿No es el contenido de nuestra vida interior el resultado de las interacciones de significado permanentes que se dan entre el reloj de arena y el libro?

Steiner también se pregunta por los discos de metal que están sobre la mesa del filósofo leyendo y atribuye su inclusión a la intención de alegorizar la resistencia al paso del tiempo.
La longevidad de las medallas o monedas simbolizaría la eternidad del texto: Exegi monumentum serán las memorables palabras de Ovidio. He levantado un monumento.
Singular importancia se le otorga a la presencia del cálamo delante del reloj de arena y las medallas.
El cálamo cristaliza la obligación primordial del lector: debe responder. La lectura es una acción.
Leer bien es responder al texto, un modo de equivalencia hecho de respuesta y responsabilidad: es dar testimonio de que leer bien es ser leídos por lo que leemos. Veremos los alcances de esa responsabilidad.
Respecto de la lectura el cálamo es instrumento de redacción de notas marginales, una especie de contra - biblioteca que puede llegar a rivalizar con el texto mismo.
También puede usarse para anotar en el margen al modo de un ordenamiento. Las notas marginales hacen del lector un rival del texto que lee, las anotaciones lo convertirían en un sirviente.

De un modo pragmático Steiner también alude a la corrección de los errores tipográficos o el anhelo de transcripción. Lo cierto es que, con el cálamo en la mano, el lector continúa el libro que lee.
Pero la verdad principal es ésta: en cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta (9).

Con un fondo de silencio palpable, tienen lugar las operaciones referidas, pero para este psicoanalista lector, las responsabilidades transferenciales asumidas en su lectura y en su escucha, no pueden ignorar que, en el cuadro de Chardin, las cortinas están corridas, la mundanidad, diría Steiner, la subjetividad de la época sería posible añadir siguiendo a Lacan.
¿Sería posible mantener en nuestra época el vínculo aludido entre el autor y el tiempo y el lector y el texto?
Si el personaje de un texto no es más que un conjunto de marcadores semánticos como pretendería Sartre, ¿tendría lugar la queja de Flaubert acerca de la inmortalidad de Emma Bovary?
Hoy los valores tecnológicos de masas han descompuesto el aura de la obra. La palabra escrita ha perdido su estatuto normativo.

La polis griega debía su existencia a la plasmación práctica de la escritura de Homero. Hoy día, la capacidad de leer es difusa e irreverente. No es un acto natural inspirarse en un autor clásico. Su inmutabilidad está puesta en cuestión.
A partir del romanticismo hay una tensión entre la “vida de la vida” y la “vida de la letra”. La experiencia personal ha desplazado la emoción literaria.
¿Se anticipará un debate para el psicoanalista lector entre la pasión por la lectura y las facilidades del hic – et – nunc? Probablemente Proust y Blanchot habrán de colaborar para resolver parte del interrogante, respondiendo con la disolución de la polaridad.

¿Cómo situar la lectura entre la exigencia de la memoria que la veneración de los clásicos demandaba y la amnesia programada de los buscadores informáticos?
Una extensa cita de Charles Péguy habrá de advertir a este psicoanalista lector de alguna posibilidad de lectura que podría calificarse en medio de las circunstancias descriptas, de genuina.
Una lectura es una puesta en práctica, una culminación de la operación, una puesta a punto de la obra, una sanción singular, una sanción de realidad, de realización, una plenitud hecha, un cumplimiento, un llamamiento; es una obra que, por fin, completa su destino.

Dice también Péguy: es literalmente una cooperación, una colaboración íntima, interior; singular, suprema; una responsabilidad así adquirida, una alta, una suprema y singular, una desconcertante responsabilidad (10).
¡Qué espantosa responsabilidad para nosotros!, advierte el filósofo.

El libro era monstruoso nos dice Borges a través del viejo jubilado de El libro de arena. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. (11)
El jubilado, para aliviarse de sus efectos, desliza el libro entre los anaqueles de su viejo lugar de trabajo: la Biblioteca Nacional, donde el libro puede perderse como una hoja en un bosque.
Sin embargo, además de reconocer lo que ya es su propia monstruosidad, cada vez que pasa por el viejo edificio de la calle México lo asalta una inquietud.
Entonces. ¿cómo leer responsablemente y atravesar tal espanto?

Probablemente ser guardián de lo leído tenga un alcance soteriológico. La aventura de la lectura recuerda los avatares del pueblo judío carente de templo.
Después del 70 d. C. cuando las legiones romanas destruyeron el templo por segunda vez el destino del pueblo judío quedó marcado por el exilio, y el estudio, el Talmud, se convirtió de esta manera en el verdadero templo de Israel.
La religión judía no celebra su culto sino lo hace objeto de estudio. La figura del estudioso, respetada en toda tradición, adquiere de esta manera un significado mesiánico desconocido para el mundo pagano: puesto que en ella se pone en cuestión la redención, su pretensión se confunde con la del justo por la salvación (12).

Ocurre que el estudio es interminable. Giorgio Agamben señala que el hecho que cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa el estudioso abra un nuevo camino o se pierda tras un nuevo encuentro, recuerda la ley del buen vecino que Warburg había establecido para el orden de su biblioteca.
El estudioso queda absorto ante su tarea; Agamben equipara esto a la pasividad, a la pasión, que Aristóteles homologaría a la potencia pasiva.
Pero, por otra parte, algo lo impulsa hacia el acto, hacia la conclusión. Esta potencia activa es una urgencia hacia el cumplimiento, hacia la consumación del acto.
Probablemente la responsabilidad de la lectura se encuentra en la tensión que se establece entre ambas potencias.

Sin embargo, la modernidad ha reemplazado la figura del filólogo o el santo doctor por la del sencillo estudiante como en algunas novelas de Kafka o de Robert Walser.
Para el primero la escritura es una lepra, una enfermedad opaca y cancerosa que debe alejarse de los hombres con sentido común.

Podría tratarse en esta posición estratégica de hacer referencia a la cualidad inestable y quizás patológica – dice Steiner – de la obra de arte moderna. Otro tanto cabe para los paseantes de Walser.
El epítome de esta circunstancia alusiva al estudiante con los codos en las rodillas y la frente entre sus manos, tal vez, sea el personaje de Melville Bartleby, el escribiente.
En el amanuense que ha dejado de escribir la tensión mesiánica del estudio ha ido más allá de sí misma.

La potencia de Barltleby no precede a su acto, sino que lo sigue como si no solamente el estudio – el Talmud – hubiese renunciado a la reedificación del templo, sino que además lo ha olvidado.
Si el estudioso en la demora de la consumación del acto podía caer en cierta melancolía, el gesto de renuncia de Bartleby parece liberarlo.

Agamben destaca que de este modo el estudio regresa a su verdadera naturaleza que no es la obra, sino la inspiración, el alimento del alma por sí misma.
El acogimiento de esa cosa entonces, que el personaje de Walsh afirmaba que se podía saber cómo se decía en un idioma o en otro, pero que no se sabía qué era, y que ni siquiera es la obra, es, por lo tanto, lo que llama a aquella responsabilidad espantosa que señalaba Péguy, y que constituye la razón del ser del psicoanalista lector.

En 1905 Marcel Proust traduce y prologa el texto de John Ruskin Sésamo y lirios, en el que el crítico inglés realiza una apología de la lectura.
Este prólogo, editado luego por separado, será un antecedente de la teoría estética que Proust desarrollará luego en su obra: En busca del tiempo perdido.
Comienza su texto con una paradoja que será esencial en el desarrollo de su escrito: Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito (13).
En esos días todo lo que percibíamos, nos dice, que lo vivíamos como inoportuno para nuestra lectura, dejaba en nosotros un recuerdo más agradable que el contenido mismo de la lectura, tanto que si volviésemos a leer aquellos libros sólo serían almanaques de un tiempo pasado que reflejarían en sus páginas lugares y situaciones hace mucho tiempo desaparecidos.
La lectura abriéndose a lo que se sitúa más allá de ella misma: los Escritos no son para ser leídos.

La tesis de Ruskin que Proust homologa a la de Descartes propondrá que la lectura es una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos, muchos más sabios y más interesantes que todos aquellos que tenemos la ocasión de conocer en torno nuestro.

Proust reconoce los valores de la comunicación en soledad que la lectura permite, pero desarrolla una fenomenología precisa y exhaustiva para demostrar sus límites que paradójicamente son también sus virtudes.
Las páginas escritas tienen el valor de incitar al lector a un encuentro con una realidad que el autor sugiere y que llamaría a encontrarla en algo que la trasciende y que es distinto a aquello que el autor concluye.
Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos (14).
Puede el autor despertar nuestros deseos haciéndonos contemplar la belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero, habría una óptica de la mente – literalmente Proust alude a la óptica – que implica que no podemos recibir la verdad de nadie, sino que debemos crearla nosotros mismos.

El término de la sabiduría de un autor es el comienzo de la nuestra, de modo tal que cuando ya nos han dicho todo, surge la sospecha que todavía no nos han dicho nada.
Si pudiésemos preguntarles por lo sugerido, es probable que sus respuestas no nos aclararían nada. Pues no es nada más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal a cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales (15).

En ese sentido, para el psicoanalista lector, frecuentar la obra de Ferenczi le ha permitido considerar que la contratransferencia no amerita una dimensión de control policial, sino un modo de conocimiento que exige una epistemología psicoanalítica para su tratamiento.

El escritor, como el pintor también han elegido para sus páginas o cuadros simples azares de amistades o parentescos, que los hacen preferir referir un determinado paisaje o alguna ficción.
Ocurre, subraya Proust, que lo expuesto contiene como un reflejo imperceptible la impresión que han producido en el genio, la misma que veríamos vagar en cualquier superficie que pintasen o en cualquier página que redactasen.
 En verdad, es una apariencia, seductora y decepcionante a la vez, que quisiéramos atravesar. Es la esencia misma de esa cosa en cierto modo sin espesor – ilusión fijada sobre un lienzo -, que constituye una visión.
Esta capacidad para poner un velo sobre la miseria e insignificancia del universo es lo que se lee. Por un lado, es un valor, pero por otro, una insuficiencia.
La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual, pero no la constituye. Aceptar esta apuesta es lo que este psicoanalista lector entiende como responsabilidad.

Maurice Blanchot ha enseñado a reconocer la profunda diferencia que cabe a quien goza de la música y la pintura y el simple lector.
Los primeros, para oír y para ver deben estar dotados, pero la lectura no requiere esos dones, sino que es simplemente un privilegio natural.
Leer exige más ignorancia que saber, es un don que se pone en juego en la pérdida o en el olvido del sí mismo del lector.

¿Qué es un libro que no se lee?, se pregunta Blanchot; en verdad es un libro que propiamente no ha sido escrito. En ese sentido ¿será la lectura escribir otra vez el libro o hacer que el libro se escriba o sea escrito esta vez sin intervención del escritor, sin nadie que lo escriba?

De sabiduría altiva y huérfana califica Blanchot a esa operación que hace del libro escrito su transformación en obra por medio de la lectura.
Ella – la lectura – “hace” solamente que el libro, que la obra se convierta – se convierte – en obra más allá del hombre que la ha producido, de la experiencia que en ella se expresó, y aun de todos los recursos artísticos con los que la tradición ha contribuido (16).

En verdad, la lectura no hace nada, no agrega nada, simplemente deja ser lo que es, no da forma al ser, sino que es simplemente una libertad que acoge, que consiente, que dice sí a la decisión que trastorna de la obra, la afirmación de que es, y nada más.
Este olvido de sí, esta abstinencia deliberada cabe al propósito de horrorosa responsabilidad que mentaba Péguy.

Leer se sitúa más acá o más allá de la comprensión. Tampoco es liberar un sentido más allá de las palabras escritas donde se revelaría una obra única.
Los Escritos no son para ser leídos: ¿comprendidos? Desde ya, que hay un llamado que sólo puede provenir de la obra misma, un llamado que impone silencio en el ruido general y que el lector oye respondiendo apartándose de las relaciones habituales en las que se halla.

El lector se vuelve hacia un espacio en el que, al residir en él, permite que la lectura se convierta en la aceptación maravillada de la generosidad de la obra.
Hay una paradójica inocencia en la responsabilidad de la lectura: los relatos incompletos de Kafka hablan de sus tormentos, de una vida perdida, de una angustia que trasunta su exilio permanente.
Pero, para su lector, los textos son una maravilla de la plenitud, la certeza de una culminación, la revelación de una obra única imprevisible, pero también inevitable.
Tal es la esencia de la lectura, del Sí ligero que más que el sombrío combate del creador con el caos donde quiere desaparecer, para dominarlo, evoca la parte divina de la creación (17).
Atender a la esencia misma de la cosa, nos decía Proust. Es como una danza con un compañero separado, tal vez, por todo el espesor de una tumba.
Sabemos del fracaso del emperador que edificó una muralla y ordenó quemar todos los libros para borrar un pasado y proteger un presente.
alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y éste destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá…(18)

 Construir y destruir son formas que tienen su virtud en sí mismas y no en su contenido que siempre es conjetural, dice Borges.
Nos quieren siempre decir algo, aunque no sepamos qué: es la inminencia de una revelación que no se produce, verdadero lugar de la estética. En ese lugar es que este psicoanalista lector intenta acoger responsablemente la obra como un hecho estético.
Reflexionando alrededor del habla analítica, Blanchot alude también a la responsabilidad.
En el diálogo analítico se despliega un habla solitaria que tiene que encontrar su camino y sus medidas y a pesar, que se expresa sola, sólo logra realizarse como una relación verdadera con un prójimo verdadero.
En esta relación el interlocutor – el otro – ya no pesa sobre el habla que ha dicho el sujeto (entonces apartado de sí como del centro), sino que la escucha y al escucharla responde a ella, y por esta respuesta le hace responsable, le hace realmente hablante, dándose el hecho que él ha hablado verdaderamente.

Doble responsabilidad, por lo tanto: la del emisor que se hace cargo de la palabra que lo porta y de quien la escucha que hace de ello la respuesta que lo permite.
Finalmente, es una liberación tal como era de la obra por sí misma en la lectura. En la escucha analítica habrá de tratarse de la liberación del habla por sí misma.

Es una apuesta que Blanchot califica de conmovedora a favor de la razón entendida como lenguaje, y del lenguaje entendido como poder de recogimiento y de concentración en el seno de la dispersión.(19)
Quien habla y quien acepta hablar junto a otro encuentra poco a poco las vías que harán de su habla la respuesta a su habla.
Desde los comienzos de su enseñanza Lacan había planteado: El sujeto comienza el análisis hablando de él sin hablarse a usted – o hablándole a usted sin hablar de él. Cuando pueda hablarle de él el análisis habrá terminado.
Escucha que es entonces responsabilidad – respuesta que hace que lo esencial sea la relación con el prójimo en las formas que el desarrollo del lenguaje hace posible.
En la transferencia el psicoanalista desempeña un papel casi nulo, pero por ello positivo, de presencia – ausencia en la que llega a recuperar forma y expresión, verdad y actualidad, algún antiguo drama, algún acontecimiento real o imaginario, profundamente olvidado.

No está en la escena por sí mismo, sino en el lugar de otro, él es otro, pero además es el Otro antes de ser el prójimo: el dispositivo analítico no es mágico (hipnosis) sino dialéctico.
Esta dialéctica tampoco es una fórmula mágica que permita responder a todo: el lenguaje es siempre más y siempre menos que el lenguaje, siendo en primer lugar escritura, y luego, al final en un porvenir no acaecido: escritura fuera del lenguaje (20), como el personaje de Walsh evocaba trágicamente para él.

¿Cómo hacer lugar a esa escritura fuera del lenguaje? En épocas contemporáneas es sabido de la propuesta filosófica de revalorización de lo escrito frente al imperio del estructuralismo anterior para la consideración del texto.
Se mencionaba al principio de este texto que en el discurso se trataba de leer una letra.

En 1971 Lacan publica Lituratierra donde señala que en nuestra época por fin Rabelais es leído (21).

En épocas de la revalorización de lo escrito Rabelais es introducido justamente para indicar lo que la letra no es: de hecho, Rabelais introduce en lo escrito la palabra y la risa.
La letra no es la impresión de una huella fuera de sentido que el sentido trataría luego de atrapar en vano al no poder reabsorber el fuera de sentido primero que dejaría huella.
La letra no anota el discurso, sino lo que lo perturba: es en ese sentido que la obra se acoge más allá del completamiento imaginario del escrito que la lectura propondría. En verdad, el acogimiento de la obra es una suerte de reserva; lo que se escucha también.

Cuando Lacan en La instancia de la letra en el inconsciente,habla precisamente de la letra, extrae las leyes de la metáfora y la metonimia.
En Lituratierra alude a cómo ello exige una escritura, pero sin que esto autorice a la letra una función primera.
Que ella – la letra – sea instrumento propio de la escritura del discurso no la vuelve impropia para designar la palabra tomada para otra, incluso por otra, en la frase, para simbolizar por tanto ciertos efectos de significante, lo que no impone, sin embargo, que ella sea primaria en esos efectos (22).

La letra es perturbación lógica, otra vez: los Escritos no son para ser leídos. La escritura – con Blanchot diríamos fuera de lenguaje – es el sistema de notación de las perturbaciones de la lengua, del hecho de que la lengua escapa al lenguaje y de que en lo que se dice hay algo siempre en reserva, que no llega a decirse y sin embargo se escucha.

La escritura permite levantar acta de ello. Leer la letra en esta doble práctica del psicoanalista lector es considerar la letra apta para decir lo íntimo, no porque sea primera, sino porque puede decir lo indecible.
Por lo tanto, en esta escritura fuera del lenguaje, tanto en el acogimiento de la obra como en la escucha no estamos atentos a la impresión primera sino dispuestos a adentrarnos en el terreno de la lalangue: ¡espantosa responsabilidad!
     

Notas

(1) Cuento para estas observaciones preliminares con la Introducción al Diario clínico de Sándor Ferenczi redactada por Jorge Jinkis, el texto Extraterritorial de Luis Gusmán que prologa La pregunta freudiana (Editorial Paidós, 2016) y el prólogo a los Cuentos completos de Rodolfo Walsh escrito por Ricardo Piglia (Ediciones de la Flor. Buenos Aires. 2013). Piglia sobre el final de su vida señala que un escritor busca narrar sus manías, las modulaciones de su voz, los fraseos, lo único que persiste y persevera a lo largo del tiempo. Son ritmos que en definitiva constituyen lo que se llama estilo personal. Por lo tanto, estos son algunos de los autores de cuyos ritmos esta lectura intenta ser una simple entonación.   

(2) Piglia, Ricardo. El último lector. Editorial Anagrama. Buenos Aires. 2013. Página 19.

(3) Calasso, Roberto. Cómo ordenar una biblioteca. Anagrama. Barcelona. 2021. Página 8.

(4) Ferenczi, Sándor. Sin simpatía no hay curación. El Diario clínico de 1932. Amorrortu editores. Buenos Aires. 2008. Página 143.

(5) Ferenczi, Sándor. Confusión de lengua entre los adultos y el niño. Obras completas. Tomo IV. Espasa Calpe. Madrid. 1984. Página 142.

(6) Walsh, Rodolfo. Nota al pie. En Cuentos completos. Ediciones de la flor. Buenos Aires. 2013. Página 430.

(7) Steiner, George. El lector infrecuente. En Pasión intacta. Siruela. Colombia. 1997.

(8) Steiner, George. Op. Cit. Página 23.

(9) Steiner, George. Op. Cit. Página 30.

(10) Péguy, Charles. Clío. Diálogo entre la historia y el alma pagana. Cactus. Buenos Aires. 2009. Página 27.

(11) Borges, Jorge Luis. El libro de arena. (1975).En Obras Completas. Sudamericana. Tomo 3. 2011. Página 83.

(12) Agamben, Giorgio. Idea del estudio. En Idea de la prosa. Pre – textos. Valencia. 1997. Página 46.

(13) Proust, Marcel. Sobre la lectura. Pre – textos. Valencia. 1996. Página 7.

(14) Proust, Marcel. Op. Cit. Página 36.

(15) Proust, Marcel. Op. Cit. Página 37.

(16) Blanchot, Maurice. El espacio literario. Paidós. Barcelona. 1992. Página 182.

(17) Blanchot, Maurice. El espacio literario. Op. Cit. Página 185.

(18) Borges, Jorge Luis. La muralla y los libros. En Otras inquisiciones. Obras completas. Tomo II. Sudamericana. Buenos Aires. 2011. Página 14.

(19) Blanchot, Maurice. La conversación infinita. Arena libros. Madrid. 2008. Página 300.

(20) Blanchot, Maurice. La conversación infinita. Op. Cit. Página 300.

(21) Lacan, Jacques. Lituratierra. En Otros escritos. Buenos Aires. 2012. Página 20.

(22) Lacan, Jacques. Op. Cit. Página 22.

 

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