Si bien el inicio del confinamiento por la pandemia interrumpió casi todas las experiencias psicoanalíticas, con el tiempo la mayoría de ellas se reanudó por medios telemáticos que van desde el simple teléfono hasta sofisticadas plataformas de comunicación. En el camino, varios debates hicieron surgir nuevas preguntas y desnudaron los prejuicios correlativos. Parte de tales preguntas y prejuicios puede ordenarse en tres rúbricas: presencia, cuerpo y objetos.
Para elaborar la noción de presencia real, Lacan tomó como paradigma la eucaristía, y entendió la presencia del analista como una manifestación del inconsciente. Esta sutil elaboración contrasta con otra concepción que reduce la presencia del analista a la mera cercanía entre su persona y la de su analizante –curiosa traducción, a variables espaciales, de un viejo problema planteado en la variable temporal, a saber, el debate sobre la duración (fija o no) de las sesiones analíticas. Un argumento parecido asegura, además, que la intermediación de teléfonos u otros aparatos elimina la mentada presencia, a pesar de que hay quienes sólo escuchan a su analista gracias a unos audífonos y quienes no lo verían sin unos anteojos, y eso nunca había puesto en tela de juicio esa presencia. A la inversa, como bien lo muestra la película Mis problemas con las mujeres (1983), la mediación de un espejo durante una sesión puede hacer que la presencia del analista se vuelva enorme para el analizante, y recordemos que el espejo es otro aparato que lleva imágenes de un lugar a otro (como lo hacen internet o la televisión).
En línea con la gran inquietud por la presencia del analista en las sesiones telemáticas y con la poca preocupación por la presencia del analizante, el confinamiento llevó a pensar en el cuerpo del analista más que en el del analizante. Pese a esta asimetría, tal interrogación es válida, pero sólo si no olvidamos la diferencia entre el cuerpo real (que nace fragmentado y carente de coordinación), el cuerpo simbólico (que es el del lenguaje) y el cuerpo imaginario (que es el del espejo). No obstante, por más que en tales debates deberíamos entonces preguntarnos de qué cuerpo se habla, en algunos el cuerpo parece haber perdido su lacaniana triplicidad para recuperar una suerte de evidencia precartesiana, como si fuera un dato puro de la naturaleza: es eso que está ahí y que palpamos, o más bien eso que, por no estar ahí ni poder ser palpado, impediría en estos tiempos llevar a cabo un análisis “de verdad”.
Por último, un inaudito y nunca visto interés han suscitado en estos meses la voz y la mirada –dos de los cuatro objetos pulsionales básicos–, como si la comunicación telemática evaporara los otros dos objetos: el oral y el anal. Por eso, resulta sospechosa la concordancia entre esta asimetría y el carácter audiovisual de esa comunicación, pues sabemos que la voz es áfona y que la mirada no equivale a la visión. ¿Acaso las formas oral y anal del objeto no pueden tener cabida en cualquier sesión, sea que ésta cuente o no con la famosa presencia de los cuerpos (y más allá de lo que entendamos por “presencia” y por “cuerpo”)?
Si las preguntas nacidas del confinamiento e impulsadas por estos primeros tanteos logran perdurar aunque los ecos de la pandemia se apaguen, la elaboración de la práctica psicoanalítica se verá sin duda muy favorecida por ellas.