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Número 16 - Noviembre 2024
Cuerpos violentados
Adriana Bugacoff

 

El padre de un niño de siete años lo tacha de exagerado cuando dice que le duele mucho, si de verdad él “apenas le pega”. Nos preguntamos ¿qué es apenas pegar? En ese argumento, del que se sirve para justificar o simplemente defenderse el día que lo citan de la escuela, desconoce tanto la imposibilidad de cuantificar el dolor (sobre todo el que no es propio) como también, el papel de la humillación cuyo daño, las más de las veces, sobrepasa al dolor físico.
Freud ya lo había pensado en 1905 cuando se suma a la propuesta de Krafft- Ebing de bautizar la inclinación a infringir dolor al objeto sexual en sus dos conformaciones, la activa y la pasiva, como sadismo y masoquismo. A diferencia de otros autores, que en la nominación de algolagnia subrayaban el dolor o la crueldad, Freud destaca que Krafft - Ebing pone en primer plano el placer por la humillación y el sometimiento.

Los padres de una niña de cuatro años consultan con una analista porque “no hace caso”, “parece que no escucha” y los diferentes pediatras insisten con que se trata de T.G.D., diagnóstico en clave de sigla que reparten pediatras y maestros, muchas de las veces, ante la menor dificultad que se presenta en la infancia.
El padre reconoce, a partir de una insinuación de la madre, que se violenta y aunque lo avergüenza, dice “no poder evitarlo”. No son solo gritos y amenazas: hay también zamarreos, tirones de orejas y alguna que otra cachetada.
Entre el silencio y la aparente sordera, la niña se hace escuchar. El espacio analítico es el escenario.

S.Ferenczi fue precursor a la hora de pensar las distintas maneras en que los adultos ejercen violencia sobre los niños. En “Confusión de lenguas entre adultos y niños: el lenguaje de la ternura y de la pasión”, su notable texto de 1933, leemos: “Al lado del amor apasionado y de los castigos pasionales, existe un tercer medio de dominar a un niño, y es el terrorismo del sufrimiento. Los niños se ven obligados a soportar todo tipo de conflictos familiares y llevan sobre sus débiles espaldas el pesado fardo de los restantes miembros de la familia”.

Acerca de la consumación del incesto
Con una sucinta nota al pie escrita treinta años después, Freud rubrica el relato acerca de Katharina (1), una joven de dieciocho años a quien escucha durante unas vacaciones en la montaña. En 1924 rectifica un elemento crucial de la historia: la joven era la hija de la posadera y no su sobrina y por ende, el abusador no era el tío sino el padre de Katherina. Freud se disculpa:”Una desfiguración como la practicada por mí en este caso debería evitarse a toda costa en un historial clínico”. Aduce razones de discreción. Aunque ya en 1894 había reconocido que “se trata de una muchacha prematuramente lastimada en su sentir sexual” y entonces lo “acontecido” tiene su lugar, esa afirmación convive con otra que la relativiza al explicar la presencia de los síntomas  -en especial la angustia-  como “una consecuencia del horror que invade a un ánimo virginal cuando el mundo de la sexualidad se le abre por primera vez”. La inclusión de una pieza clave (que el abusador/violador denunciado por la joven no era el tío) tracciona consecuencias para situar causalidades: “la muchacha estaba por lo tanto enferma debido (2) a los intentos sexuales de su propio padre”.
 
El escritor Robert Musil (3), nos acerca un relato que me interesa comentar, referencia que no aspira a ahorrar su lectura, sino por el contrario la sugiere por bella e imprescindible.
Se trata del recuerdo que Clarisse le cuenta a Ullrich, el protagonista de la novela.
Su padre era un ilustre pintor especializado en restauración de palacios antiguos. A los quince años, el padre de una amiga de diecisiete, Lucy, le encargó al artista la remodelación de una propiedad. Por ese motivo, conviven en el palacio las dos familias. Clarisse supone que “las dos amigas abrazadas en confidente conversación debían inflamar en él (padre)...algo como una semilla silvestre”. (Esa poética manera de decirlo anticipa alguna participación de la hija en la escena). Comienza un lazo amoroso entre el padre y Lucy. Musil a través de Clarisse lo escribe así: “Los dos estaban locos. En Lucy se mezclaba la amistad conmigo con el sentimiento de tener un amante al que yo debía llamar respetuosamente papá. Ella no estaba menos orgullosa por eso, pero delante de mí se avergonzaba”. 
La situación concluye repentinamente porque la joven es obligada a dejar el palacio. El pintor quedó desolado. “Era ya viejo y la juventud le había dejado plantado”. Una noche se dirigió con sigilo al cuarto de la hija, se acostó en su cama, le tomó la mano con desesperación. Ella cree “que se desató en él contra toda decencia una furia loca impulsada por el vacío de lo perdido”. Ella permanece inmóvil, él le acaricia el rostro, los dedos temblorosos rozaron su pecho y vacilaron, tal vez, a la espera de respuesta. Intenta besarla. Ella afirma que con sus últimas fuerzas se desprende de él y se da vuelta hacia un lado.Clarisse le dirige al destinatario del relato una pregunta: “Al pensar que mi inmovilidad tenía que ser para él una señal de consentimiento, me aborrecí a mi misma, pero permanecí tendida, sin saber qué hacer(...)¿Qué piensas tú de esto?”. La sabiduría de Musil le hace responder al protagonista: “No puedo decir nada”.

Es ocasión de coincidir con Kafka: a veces la literatura es un reloj que adelanta. Este texto que data de la década del ¨30 ilumina sobre lo escurridizo del consentimiento. ¿Acaso la pausa que introduce el silencio o la inmovilidad puede resonar en el campo del Otro como aceptación? El saldo de la incómoda interrogación por la implicación de la víctima se viste con los ropajes de la culpa y anima la pregunta que queda sin responder.    
Después del relato de lo sucedido Ulrich, le pregunta por la reacción posterior del padre. Prefiero transcribir su respuesta: “¿Mi padre se incorporó. No pude ver la expresión de su rostro ; supongo que sería de vergüenza o también de agradecimiento, pues fui yo la que le salvé en el último momento (4). Date cuenta que él es un hombre de edad…yo una muchacha débil, pero con fuerza suficiente para todo eso. Debo de haberle parecido extraordinaria porque, al despedirse, me apretó la mano muy tiernamente y con la otra me acarició la cabeza dos veces”.
Musil nos sorprende por partida doble, se refiere a un intento de violación por parte del padre a su hija; y a la vez, nos ofrece la versión de Clarisse, quien lejos de mostrarse ofendida o reivindicativa frente a lo que habría podido ser la consumación de una relación sexual con el padre, responde con un fantasma que bien podríamos nombrar como histérico: salva al padre “frágil”, a quien la juventud (la propia y aquella que se retira de la mano de Lucy) había abandonado. Una versión de eso que a partir de Lacan conocemos como padre idealizado en su impotencia.

Si la prohibición del incesto opera instalando el lazo filiatorio, la transgresión lo ataca y la joven lo restituye.
Señalar estas cuestiones en tiempos en que las nociones freudianas de trauma y de fantasía han sido tan banalizadas, permite destacar tanto que se trata de un intento de violación, como que del lado de la víctima se produce, y ese es el mejor de los casos, una respuesta fantasmática.

Notas

(1) Freud, S, “Estudios sobre la histeria” (Freud y Breuer). En Obras Completas, tomo II. Buenos Aires. Amorrortu.

(2) El subrayado me pertenece.

(3) Musil, R. (2004). El hombre sin atributos, Buenos Aires,Seix Barral, T1,cap 70. Novela escrita entre 1930 y 1942 que quedó interrumpida por la muerte del autor.

(4) El subrayado me pertenece.

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