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Número 16 - Noviembre 2024
La carne, el punto donde lo simbólico toma cuerpo
Helga Fernández

“Es un descubrimiento horrible:
la carne que jamás se ve, el fondo de las cosas, el revés de la cara, del rostro, los secretos por excelencia,
la carne de la que todo sale, en lo más profundo del misterio,
la carne sufriente, informe, cuya forma por sí misma provoca angustia, visión de angustia, identificación de angustia, última revelación del eres esto:
Eres esto, que es lo más lejano a ti, lo más informe”.
Jacques Lacan, 9 de marzo de 1955.

 

 I - Vivisección

A. Abanico semántico

A lo abstracto y especulativo, le falta carne.

La hora de la carne (o de los bifes) es el momento de la verdad.

Si algo es cercano o caro a uno, es carne de nuestra carne.

Al sentir de un modo lacerante sufrimos en carne viva.

Los amigxs entrañables son carne y uña.

Lo descarnado es lo cruento, lo que se presenta sin adornos ni paliativos.

Es carne de cañón aquel a quien se lo expone sin miramientos.

Cedemos a la tentación porque la carne es débil.

Metemos la carne al asador al poner en juego lo importante.

Cuando alguien es intrusivo e incisivo ante el dolor del otro, está encarnizado.

A través de la carne dañamos; también acariciamos.

El dolor y placer lo sentimos en carne propia.

Sin la carne, y sus excesos, no hay carnaval ni tole tole.

Por la carne tenemos relaciones carnales, crecemos y morimos.

El abanico semántico de la palabra carne, anticipa su potencia de transformación en la significación, pero al mismo tiempo la resistencia que opone en tanto literalidad. La carne parece tener un peso, una inercia y una crudeza que, aunque puesta en la cadena como un significante entre otros, tiende a la inmovilidad.

Pero, pese a su tendencia refractaria a lo simbólico, y por la misma, la carne es el lugar del que parte la metáfora, el punto cero de cualquier hermenéutica y el locus donde se ombliga cada significación: literal o metafórica, lograda o fallida.

B. La carne en cuestión

En el recorrido de Lacan, la carne no posee el estatuto de concepto, sin embargo puede ser considerada un término del discurso, dado que aparece en diversos lugares y contextos que dejan la huella de una función precisable y confirmada. Yendo y viniendo por los Seminarios y Escritos damos con una lógica no constreñida al uso del vocablo sino a cómo cierta noción de la carne incide en la estructura, se la llame como se la llame.

En Radiofonía (1970), tras invocarse el caos meteorológico del origen, la carne se distingue del cuerpo, de este modo:

«(…) Antes de toda fecha, Menos-Uno designa el lugar dicho del Otro [Autre] por Lacan. Del Uno-en-menos, el lecho está hecho para la intrusión que avanza desde la extrusión; es el significante mismo. Así no todo es carne. Las únicas que improntan el signo que las negativiza, ascienden, de lo que cuerpo se separan, las nubes, aguas superiores, de su goce, cargadas de rayos a redistribuir cuerpo y carne».

Tal distinción también es trabajada en la teología y en la filosofía: en la primera teología, de San Pablo, Tertuliano y Agustín de Hipona; en Meditaciones cartesianas, de Husserl; en Una filosofía de la encarnación, de Michel Henry, y, en Sí mismo como otro, de Paul Ricoueur.

En la filosofía de Descartes, es un misterio a la vez que sigue siendo indudable el punto de junción entre el alma y el cuerpo. La Sexta meditación está dedicada al trabajo sobre el tema, por lo que en sus párrafos se nombra una tercera sustancia, entre la pensada y la extensa. Una que, a diferencia del cuerpo y de las ideas, sólo se puede sentir pero no pensar ni representar. Algunos años después, Husserl advierte que esta (¿sustancia?) es la carne, meinenLeib, y también la distingue del cuerpo. Se trata de la misma carne que Ponty retoma en Lo Visible y lo Invisible, un trabajo que a su vez es el hilo con el que Lacan entrama el objeto a como libra de carne.

Lacan vuelve a considerar la carne cuando refiere que la encarnación, en el sentido religioso, porta un grano de verdad: «(…) El Logos cristinano, como logos encarnado, da una solución precisa al sistema de relaciones entre el hombre y la palabra y, no sin motivo, el Dios encarnado fue llamado Verbo». (Lacan, 2000a, 514)

Pero el asunto se pone más interesante cuando produce variaciones profanas, laicas y ateas de la verdad joánica.

En El triunfo de la religión, satiriza: «Para ser carnal, ese personaje repugnante, que es el hombre medio, el drama recién empieza cuando el Verbo entró en el baile, cuando se encarna, como dice la religión –la verdadera–. Es ahí cuando el asunto empieza a andar pésimo. Ya deja de ser feliz, ya no se parece al perrito que mueve la cola ni a un buen mono que se masturba. Ya no se parece a nada. Está devorado por el Verbo».

Y otra vez en Radiofonía aclara:

«Seguir a la estructura, es asegurarse del efecto del lenguaje. No se lo logra sino eliminando la petición de principio de que la reproduce de relaciones tomadas de lo real. De lo real que habría que comprender según mi categoría. Puesto que esas relaciones forman parte también de la realidad en cuanto que la habitan en fórmulas que ahí se encuentran bien presentes. La estructura se atrapa de ahí. De ahí es decir, del punto donde lo simbólico toma cuerpo. Insistiré sobre ese cuerpo».

También dice que lo que permite al significante encarnarse es, en primer lugar, lo que tenemos para presentificarnos los unos a los otros: nuestro cuerpo. Y como este cuerpo es el cuerpo carnal –tal y como lo indica el término encarnarse–, para el psicoanálisis la encarnación es un acontecimiento mítico, pero también un hecho concreto, material, que acontece en cada ser hablante en tanto proceso. No consiste sólo en tener un cuerpo, consiste en tener carne. Más todavía: en ser carne.

Tal y como el hablante puede estar por fuera de la palabra, pero no por fuera del lenguaje, tampoco puede habitar una carne de animal sino una carne humana. Aunque, considerando la incidencia del proceso de instilación del significante en cada estructura, la carne se va modificando aún más por lo simbólico, de acuerdo a sus propias particularidades. Habrá un modo de la carne en el que se efectúe el proceso de tal transformación y otro en el que no termine de prender el significante –que entonces será alienante y, a veces, todavía más enloquecedor–.

Sara Vassallo, en un trabajo también referido a la encarnación (1), aclara que en su traducción desde el hebreo basar al griego σαρξ, σαρκός y al latino caro, carnis, la construcción teológica cristiana hace del término el lugar de una inconmensurabilidad entre dos instancias opuestas: cuerpo (σώμα) y alma (ψυχή), cuerpo y espíritu (πνευμα, soplo, aire, espíritu), donde ambas se enlazan por una tercera, la carne que no coincide con ninguna. La carne requiere una retórica ternaria que impugna los dualismos, sin poder, al mismo tiempo, prescindir de ellos; poniendo en escena el intervalo insalvable que separa ambos términos. Vassallo también nos acerca el oxímoron como una de las figuras retóricas para expresar tal cosa, aunque no sea la única: cuerpo místico (De Lubac), carne espiritual (Baudelaire), vida muerta o muerte viva (san Agustín, 1964). Agrego, almacuerpo (Lacan, en Ou pire).

La encarnación rompe el dualismo alma/cuerpo y trae consigo la chance de refutar una posición que opone el cuerpo deseante a un Logos, que habiendo sido desencarnado alevosa y subrepticiamente, sí se presenta lívido e impalpable. También otorga la posibilidad de refutar otra posición, aquella que considera que sólo lo simbólico humaniza al hombre. Mientras que si lo simbólico aparece descarnado, a causa de la forclusión del texto de la ley del significante o por la forclusión de la necesariedad de la carne como su superficie humana, el hombre puede hablar como una máquina, dándose a oír en él la aparatosidad y a veces la furia del lenguaje.

La carne se ve modificada por lo simbólico, y lo simbólico se expresa o se revela de muy distinto modo cuando se incorpora a la carne que cuando lo hace a una letosa, también cuando es transmitido de un cuerpo de carne a otro cuerpo de carne, o desde un cuerpo de lata a un cuerpo de carne.

El cuerpo de lo simbólico es un cuerpo, y no es una metáfora decirlo. Incluso es un cuerpo que, además de a nuestro cuerpo en un sentido ingenuo, hace a otros cuerpos no humanxs. Entonces, si lo simbólico propende hacia la incorporación y crea corporalidades sustentadas en diversos soportes, lo que atestigua que un cuerpo es humanx es la debilidad mental (como refiere Lacan en R.S.I.) y la palabra encarnada, agrego. Vale decir: la carne en la que inmixiona el lenguaje.

En una conferencia en Baltimore, Lacan introduce el término «inmixing», que traduzco como inmixión. El título de la presentación es Of Structure as an Immixing of an Otherness Prerequisite to Any Subject Whatever. Otras traducciones al castellano optan por, De la estructura como “immixing” del prerrequisito de alteridad de cualquier sujeto y Acerca de la estructura como mixtura de una Otredad, condición sine que non de absolutamente cualquier sujeto. De acuerdo a mi lectura (2), la palabra «mixtura», aunque releva la influencia entre dos o más elementos entre sí, no denota y connota el acto de intrusión que la Otredad efectúa en aquello que intrusa. Por lo mismo, tampoco deja lugar al hecho de que en ciertas condiciones de la estructura, la inmixión no siempre conlleva la hospitalidad respecto de lo intruso, y mucho menos que aquello que intrusa se deje mixturar. Pero también opto por el término inmixión y lo traigo una y otra vez a cuento, porque el mismo puede sustituir y así dar a escuchar al Verbo y la acción de encarnar.

La inmnixión de lo simbólico/real del Verbo en lo real de la carne humaniza a ésta, la anima al mortificarla, a la vez que también humaniza al Verbo menguando su aparatosidad. En el proceso de transformación, la carne se cadaveriza y el Verbo se vivifica. O permítanme decir: cuando el Verbo se hace carne se revela en tanto simbólicamente/simbólico, adviniendo, como decía, desde un simbólico/real; a la par que cuando éste se intrinca en la carne, ésta adviene como un real/simbólico.

Como en la mezcla de la pulsión de vida y de muerte, es necesario considerar un enlace entre la carne y el Verbo, de manera que éste no asedie al ser hablante como orden o como abstracción esquizofrénica y aquella no literalice la sutileza del significante hasta borrar cualquier diferencia.

En La Angustia (1962-1963), Lacan dona lo que precisa  este recorrido:

«En el principio era el verbo significa en el principio es el rasgo unario. Todo lo que es enseñable debe conservar el estigma de este initium ultrasimple. Es lo único capaz de justificar para nosotros el ideal de simplicidad. Simplex, singularidad del rasgo, eso es lo que nosotros hacemos entrar en lo real, lo quiera lo real o no. Una cosa es segura, que entra, y que ya ha entrado ahí antes que nosotros. Por esa vía, todos esos sujetos que dialogan desde hace, ciertamente, algunos siglos, tienen que arreglárselas como pueden con esa condición –que precisamente entre ellos y lo real está el campo del significante, porque ya fue con este aparato del rasgo unario como se constituyeron los sujetos. ¿Cómo iba a sorprendernos reencontrar su marca en lo que es nuestro campo, si nuestro campo es el del sujeto?»

De la inmixión del Verbo en la carne surge como primer efecto este rasgo en el que se apoya, además de la letra, el significante. La intrincación lleva a que, desde esta referencia al goce, surja la única óntica admisible, y no es poca cosa que ésta sólo se aborde, incluso en la práctica, por la erosión que allí se traza del lugar del Otro.

«Ese lugar del Otro ha de tomarse en el cuerpo y no en otra parte, que no es Intersubjetividad, sino cicatrices sobre el cuerpo tegumentario, pedúnculos que se enchufan en sus orificios para hacer las veces de tomacorrientes, artificios ancestrales y técnicos que lo corren. El Otro, al final de los finales, y por si no lo han adivinado todavía, el Otro (…) es el cuerpo».

C. La carne y el cuerpo

La carne no es el cuerpo, es lo que un cuerpo no es. Para que un cuerpo se diferencie de la autoafección de la carne es necesario que algo se pierda y desde allí surja la causa de un cuerpo sintiente y no sólo sentido, dador y no únicamente dado, hablante y no sólo hablado. Un cuerpo que se haga sentir, que se haga dar, que se haga escuchar, en el otro extremo del autoerotismo.

Carne y cuerpo se constituyen bajo cierto lazo de intrincación, como en la histeria. Aunque en ocasiones, tal lazo supone un no recubrimiento de ésta por aquel.

La carne lleva inscrito el estatuto del cuerpo de lo simbólico que hace al cuerpo ingenuo o al cuerpo que tenemos. Lo simbólico no alcanza a tocar lo más real de la vida. Lo real también es reflejado por lo imaginario, dando lugar a la representación del cuerpo solidaria con la debilidad mental o al hecho de que para algunos seres hablantes lo real del cuerpo pasa por la imagen virtual.

El cuerpo que tenemos es efecto del cuerpo de lo simbólico. La carne forma parte del soma pero no comulga enteramente con éste, algo en aquella suele auspiciar de superficie de inscripción del Otro. Pero cuando la marca no es posible, la carne se impresiona hasta el paroxismo del estigma o se anestesia hasta el cenit de la enlatación.

El cuerpo puede cambiar de cuerpo, de ideal y de concepción. Puede ser pensado, creado y legislado por la cultura y sus discursos. La carne, aunque en parte sea tocada y procesada por el lenguaje, es el último reducto de lo colonizable.

El cuerpo alcanza un nivel de abstracción. La carne es eso donde suceden el sexo y la muerte.

El cuerpo aspira a cierta sofisticación y empoderamiento. La carne enrostra el límite y la literalidad de lo imposible.

El cuerpo tiene pretensiones de inmortalidad, ínfulas de eterno. La carne es la evidencia de que la vida en estado crudo conduce a la aniquilación.

El cuerpo está hecho de representaciones. La carne, en su última instancia, no representa: sustenta toda metáfora, pero no se metaforiza.

La carne es carne.

El uso que cada discurso (político, religioso, médico, psicoanalítico, capitalista, telemático, culinario, artístico, sectario, social...) ejerce sobre la carne, preludia que el tratamiento que se le otorga efectúa una ética ante das Ding.

 

II. Carne inyectada

Hayy, un nene que crece en una isla desierta, es criado por una cierva. Cuando el animal muere, lo embarga la sospecha de que existe un más allá. Al comprobar que la cierva no se mueve, que sus ojos no miran y que el soplo que la animaba ya no habita en ella, pretende recuperar la causa de la vida. Inicia un viaje a través de la exhumación de la carne. Recorre vísceras, músculos; desmembra, arranca tendones, mete sus manos por las cavidades y descuartiza. No encuentra lo que falta, pero inventa la (a)natomía y la filosofía: nombra cada una de las partes del cuerpo, y se pregunta: ¿dónde va la vida cuando alguien muere? (3)

En el corpus del psicoanálisis, nosotrxs (4), como Hayy, contamos con el punto de inicio de la inmixión de lo simbólico en lo real: el sueño de la inyección de Irma. Nada más entrar en su escena para continuar siendo cifrados por sus pliegues.

Allí es posible leer la palabra como solución, pero también la revelación de la carne como muro informe y como superficie en la que se acuñan letras fuera del sentido, invocando a la interpretación.

Los dos tiempos en los que acontece este sueño, dan a ver una y otra propiedad de la carne; contrariadas si pugnan en sus tendencias opuestas, conciliadas si intervienen en el proceso de significación y su límite: lo imposible de decir.

Desde el comienzo y hasta el final del sueño se cifra el 3. Primero, a partir de las mujeres contenidas en Irma: su amiga íntima, la esposa y la hija de Freud. Después, desde las identificaciones del yo del soñante: el Dr. M, Otto y Leopold. Y hacia el final, con la fórmula de la trimetilamina.

Irma es un ser hablante a quien la literalidad reduce su aparato de articulación fonante a lo que jamás se ve. Al fondo de las cosas. Al revés del rostro. Cuando abre la boca, no habla, exhibe lo más profundo del misterio. La carne sufriente.

Pese a la figuración de lo real que ve, Freud no se horroriza, o no lo sufíciente como para despertar. Continúa soñando (porque tiene agallas, dice Lacan).

Las agallas son excrecencias con forma de bolitas que producen los robles y los alcornoques para defenderse de la picadura de algunos insectos. La imagen de estas protuberancias se asemeja a la de los testículos. La expresión tener agallas es un sustituto decoroso de tener huevos; es decir, valentía y coraje.

Pero Lacan dice todavía más: dice que Freud sueña este sueño para pasarnos la verdad del inconsciente. Y si un sueño es también la asociación del sueño, y éste ya no es el de Freud sino el sueño del psicoanálisis, cuando Lacan lo interpreta, comenta o parafrasea, sigue pasándonos los restos de su verdad.

No es anecdótico el hecho de que Lacan utilice una expresión equivalente a tener huevos (o testículos) para referirse a la razón que habría llevado a Freud a seguir soñando. Se trata de una modulación que viene a decir –desde otro tiempo y con otra voz– que es soportando y reconociendo a la carne, como grado cero de la metáfora y límite de lo simbólico, desde donde parte todo tratamiento por la palabra. Ni qué decir uno que no podría haberse fundado sin la implicación testimonial de quienes lo practican, que no podría existir prescindiendo de que éstos hayan puesto en juego su propia carne para que la gesta fuera posible. Porque no basta con teorizar, hay que darle cuerpo a la palabra para que se haga discurso.

En el cenit de lo real de la primera parte del sueño, el yo se descompone y con éste, la unidad imaginaria del cuerpo. Ante el revoltijo de lonjas infectadas, algo que habla en Freud a través de él, llama a sus amigos con quienes hilvana los muñones de real a partir de las envolturas de lo imaginario.

Una persona ha tomado prestado un caldero y lo ha devuelto con un agujero. Primero, responde que lo ha restituido intacto; segundo, que el caldero ya estaba perforado cuando lo tomó prestado; y tercero, que no lo tomó prestado –escribe Freud, dando cuenta de que aquel momento del sueño la significación se escurre por el colador de lo real, o que lo real forcluye el sentido. Seguidamente evoca que la asociación de ideas encuentra su lugar en el ombligo del sueño, en tanto anclaje de la significación en la carne.

La segunda parte del sueño termina con otro cenit: una inscripción. Otto es el culpable, piensa el soñador; le puso una inyección y la jeringa no estaba debidamente desinfectada.
Irma se infectó.

Se busca la fórmula del producto inoculado y la cifra 3 vuelve a surgir, escrita en trazos gruesos. Una cifra es el producto de la acción de lo simbólico que, como solución a la literalidad de la carne, inmixiona en la misma. También la mortificación propia del significante ingresando en lo real de la vida. Es, incluso y además, la intrusión del lenguaje que en la materialidad de cierta dimensión del cuerpo se acuña como letra.

La trimetilamina es un producto de la descomposición de animales y plantas, la sustancia responsable del olor desagradable asociado al pescado descompuesto, a algunas infecciones y al mal aliento. Llegados aquí ya no podemos ir más lejos; nos descomponemos, nos diluimos, ya no hay cuerpos, la carne se degrada y se funde con los gusanos y el reino vegetal. Un modo de representar lo real de la dispersión, el desvanecimiento de las figuras y la imposibilidad de nominación.

Freud pasa por un momento de angustia en el que su yo se desintegra. Frente a ello, hace un llamamiento al congreso de todos los que tienen el saber. Vienen en su ayuda estos tres que lo constituyen; pero, como si no bastara, finalmente, desde la masa in-forme, infectada por lo simbólico, adviene como solución una inscripción en la que se puede leer la letra del sueño. Una letra donde el sentido se pierde en lo desconocido.

Igual que el oráculo, la fórmula no da ninguna respuesta. La forma en que se enuncia, su carácter enigmático y hermenéutico, es la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sueño. Se la puede calcar sobre la fórmula islámica: no hay otro Dios que Dios o no hay Otro del Otro.

Lacan compara esta fórmula escrita sobre el muro de la carne con otra escrita sobre una pared. El festín de Baltasar es una pintura de Rembrandt inspirada en el relato bíblico del Libro de Daniel. Baltasar, el último rey de Babilonia, en una orgía con sus cortesanos hace que sirvan en las mesas los vasos sagrados que Nabucodonosor había tomado del templo de Jerusalén. Una vez cometida la profanación, el monarca ve una mano que con trazas de fuego escribe en la pared tres palabras misteriosas: Mene, Thecel, Phares (contado, pesado, dividido). Palabras que el profeta Daniel descifró así: Tus días están contados; has sido hallado demasiado ligero en la balanza; tu reino será repartido.

La letra, lituraterra entre la carne y el significante, antecámara de lo real y último bastión de lo simbólico. La letra, grabada en fuego o en trazos gruesos, es el inicio lógico y estructural de la intrusión de lo simbólico en lo real o de la disolución de lo simbólico en la refracción de la carne. Carne que, en consecuencia, es la pared en la que se anota o se absorbe toda diferencia.

En el sueño de la inyección, la estructura progresa hacia su complejidad. Freud no salta de la cama espantado ante la visión horrorosa, porque la posición ética que lo habita y el deseo que lo conduce hacen, de la carne pútrea, barbecho de lo simbólico. Del resto, causa.

El tránsito de uno a otro momento del sueño es el pasaje de lo imaginario a lo in-forme de la carne, y de ahí a la inoculación en la literalidad de la infección del lenguaje como puerta de entrada al inconsciente. Pero tampoco hay modo de salir de donde las pústulas fermentan, si no se toca el punto de cuña, de áncora, de anclaje real del Verbo: la carne. La misma carne de la que surge la vida; la misma carne que puede engullir con su oscuridad necrosante.

Resaltar la irrupción de la carne, como el lugar donde este sueño amenaza con despertar al soñante como figura de la muerte, no es una novedad. Tal vez lo novedoso sea modular y precisar a ésta como parte constitutiva del parlêtre. Porque qué sería de la carne sin la infección; o qué de la infección sin la carne.

Uno de los modos de desafiliarse del inconsciente es rechazando que si el lenguaje no encarna, no hay inconsciente.

En el seminario Topología y tiempo, Lacan le cede la palabra a Alain Didier-Weill, quien se refiere a dos reales, presentes en este sueño, que mantienen entre sí una cierta reversibilidad –de regresión y progresión–. Ambos (5) se corresponden con las dos propiedades de la carne que intento articular. En el primer tiempo del sueño, uno de los reales –el que según esta lógica coincide con la propiedad de la carne refractaria a lo simbólico– es el que ubica como la hiancia de la garganta de Irma: el revés del rostro, la carne informe. En el segundo tiempo del sueño, surge el otro real –el que coincide con la carne que acoge lo simbólico y se deja marcar, o es marcada por éste–. Se trata de aquel real que Didier-Weill reconoce en el texto de Freud ubicado en una nota al pie (6) de página y que se corresponde con la hiancia que es relevo del principio de placer y que resurge en el ombligo del sueño –coincidente, según Lacan, con la dimensión de lo imposible de decir y de la represión originaria, y que aquí es ubicada como la propiedad de la carne que participa del acto del decir y del proceso de significación–.

El sueño de la inyección atraviesa lo imaginario, para llegar a lo real de la carne y dar a ver la inmixión de lo simbólico en ésta. Y el envés de lo que el sueño transmite es eso que Virgilio Piñera escribe en La carne de René.

 

III. Carne acosada

Virgilio Piñera escribió un texto monstruoso en el que reflexiona sobre la literalidad de la carne (7) y, por contraste, sobre su elasticidad y sofisticación en la significación.

El argumento despliega el aprendizaje de la carne como locus donde coexisten y luchan el placer y el dolor; la literalidad y la significación; la vida y la muerte; la diferencia y la indiferencia; la singularidad y la masificación; la destrucción y la creación; lo propio y lo ajeno; el deseo y la ley.

El escritor nos sitúa en una carnicería: "La Equitativa". El significante "equitativa" resuena con la idea de que el culto a la carne no discrimina ni particulariza. Es una práctica que trasciende fronteras: las identitarias, al igualar al yo con el otro; las biológicas, al equiparar al hombre con los animales; las vitales, al igualar al cuerpo vivo con el cadáver; y las físicas, donde adentro y afuera, intimidad y ajenidad, se vuelven indistinguibles. Asimismo, desintegra las fronteras éticas y políticas, donde perseguidor y perseguido, víctima y verdugo, se confunden.

A diferencia de lo que ocurre en el sueño de la inyección de Irma, el tratamiento de la carne que Piñera escribe, tanto en el contenido de la novela como en el corpus textual, no progresa hacia la complejidad de la metáfora desde la inmixión de lo simbólico en lo real, más bien lo contrario: produce sobre la carne de René y sobre la carne de lo textual una especie de continuum que une en lo más esquirlado, en lo más mortal. Como un abismo que chupa la significación hasta borrar lo más posible la diferencia y sumirnos en un mundo sin calificativos ni cualidades. En un mundo sin huellas.

El escrito pone en mención la carne a través de diferentes expresiones, hasta el hartazgo y el atiborramiento; enrostra que ésta, como lo literal, es el espacio de la impotencia y de la imposibilidad. Allí ya no se evoca nada, más que a la carne misma. En ese hábitat todo se va transformando progresivamente en carne: carne por aquí y carne por allá. Una verdadera dictadura de la carne.

La carnicería “La Equitativa” sólo permite una diferencia: la de René con los demás personajes que hacen cola para comprar carne. Él, al menos en la primera mitad del texto, parece ser el único que está ahí en contra de su voluntad, el único no apasionado por desaparecer en el amorfismo de la carne. La novela se tensa entre su resistencia a comulgar con el reino de la carne y este reino que intenta hacer lo posible por enseñar, doblegar y domesticar su carne que todavía pretende la diferencia.

La primera acometida a la resistencia de René sobreviene cuando el padre decide que su hijo ingrese en la escuela donde se entrena y condiciona para adquirir el espíritu acorde a una ética de la crueldad y de la indistinción entre los cuerpos. Para alcanzar tal finalidad, se somete a los estudiantes a torturas mediante las que son obligados a sufrir en silencio, a través del amordazamiento y la inmovilidad de la lengua.

Las dos vías de iniciación en el reino de la carne son el dolor y el placer. Ambas tienen sus maestros: Ramón, Mármolo y todos los personajes vinculados a la Causa del Chocolate, para el dolor; y Dalia, para el placer. El placer siempre es obstaculizado, bloqueado, vuelto una imposibilidad que, sobrepasando su principio, vira hacia el más allá –obscenidad mediante– y, entonces, irremediablemente hacia la aparición de la carne afectada por la crueldad y no erotizada.

Una vez que René es internado en la escuela, sufre tormentos y torturas para que su voluntad ceda a la indistinción de la carne; sin embargo, parece mantenerse impertérrito. En procura de ablandar su testarudez, Cochón decide que cincuenta alumnos, él (sacerdote) y el director de la escuela, le laman el cuerpo desnudo. El exceso de la carne, que brota por las bocas, anhela el goce de lo informe donde todo está incontenido, sin contenido ni continente.

La lengua de Roger (el mejor alumno de la escuela) lame el cuerpo de René como una pluma lo hace con un papel. La lengua, órgano de la fonación, es comparada a una pluma, órgano de la escritura. Una y otra son reducidas a su incapacidad para articular las distinciones, propias de la lengua hablada y de la lengua escrita. La lengua que lame actúa cuando la que habla no surte efecto; la pluma que lame actúa cuando la que escribe no surte efecto. La lengua literalizada al pedazo de carne y la pluma literalizada en tanto no escribe.

Pero el carácter pétreo de la carne de René, frío y refractario, niega por segunda vez su entrega. Si una de las propiedades de la carne es la repleción al significante, la carne de René, como último bastión de la identidad, refracta con toda su fuerza la afección que el discurso cárnico intenta imprimir como ideología. Esta dureza también actúa como última defensa ante la disolución cuando se practican sobre él las técnicas de la carne. La carne de René es el obstáculo que imposibilita su disolución, el último reducto de lo colonizable.

Se trata de una carne que, más que ceder a la persistencia de sus lamedores, los contagia. Por lo que en el paroxismo de tal defensa, estos se endurecen –incluido Mármolo que se siente de piedra–. Para salir de ese estado, se lamen entre sí, de modo de hacer retroceder el límite que la dureza impone con la carne del otro, estorbando en su fundición.

En la segunda mitad de la novela, surge el poder del padre muerto, más vivo que nunca, acosando la carne. A pesar de que René piensa: “Así pues, a menos que su padre saliera redivivo del horno, ningún poder en este mundo sería lo bastante para obligarlo al servicio del dolor y al culto de la carne”, momentos después suena en altavoz la voz de su padre muerto, para hacerle oir una nota post-mortem que le dedicò: “(...) si no lo quieres vulnerado, ¿a qué lo destinas? [...] Si tu cuerpo no tiene una llaga como la mía, ¿de qué te serviría? Si tu vientre está libre de costurones, ¿para qué lo quieres? [...] Si tus piernas no tienen mil y una heridas, ¿a qué uso placentero las reservas? Dime, héroe romántico –y lo zarandeó violentamente–, joven lunar de mirada soñadora, ¿qué piensas? Cuerpo intacto, morbideces, turgencias [...] Dime, hijo, tu padre te pregunta: ¿no amas la carne descuartizada? Espero que tu carne tenga el mismo fin que la mía” (8).

¿Cómo y qué leer cuando lo literal chorrea las páginas? ¿Cómo incorporar en la lectura, la lectura de eso ante lo que algunas estructuras procuran un rodeo o desviación: lo literal? ¿Cómo soportar un texto en las antípodas del placer de lo textual, que lleva a hacer sentir en los lectores el amordazamiento progresivo de la regresión en la literalidad de la carne? ¿Cómo no hacer a un lado el libro cuando constatamos que a través de su procedimiento realiza el goce de das Ding?

Tal vez, como modo de rehuir y sortear tal desollamiento, la novela tiende a ser leída como una parodia del cristianismo, bajo la tradición de la literatura sado-masoquista o como una crítica al capitalismo. Pero uno y otro camino resultan truncados, porque lo que se escribe con lo que se escribe no confluye en una resolución interpretativa, sino en la irrealización de cualquier ciframiento.

La carne en Piñera no es fermento de la infección del lenguaje, es muralla a la constitución del inconsciente. Conlleva una escritura que va transformando la carne en carne, anulando la voz en el grito, el grito en el mutismo, la metáfora en lo literal, la lengua en la lengua y el cuerpo en la carnicería.

El texto efectúa el despojamiento de la función de la palabra, a través de un discurso y una ética que llegan a su propio cenit cuando René reconoce que es carne. Un reconocimiento que no es el reconocimiento de la castración, sino una puerta de entrada (¿o salida?) al más allá del principio de placer: al goce de la carne por la carne.

La novela va desollando, página tras página, toda función progresiva de la palabra a través de la palabra: desteoriza, desmetaforiza, incifra.

La Causa del chocolate, al principio, legitima y explica la doctrina de la carne; pero al final se explicita que la Causa es sólo una excusa para seguir abriendo la carne. Después de haber expuesto la carne a la saciedad, ya no se necesitan razones: la carne no es abierta por o para algo, refiere nada más que al goce.

 

IV. Sutura

El sueño de la inyección de Irma cierra las fauces de la carne abriendo la boca que habla. La carne de René cierra la boca que habla abriendo las fauces, donde la lengua es cacho de carne.

En el sueño del psicoanálisis, la carne es inmixionada por lo simbólico y, como efecto y entre otras operaciones, es velada por la piel. La novela de Piñera inmixiona un simbólico que pulsa por destruir las representaciones: el cuerpo de lo simbólico y, en consecuencia, el cuerpo ingenuo es despellejado capa a capa hasta quedar en carne viva.

El sueño de Freud sale del real que regresiona hacia la destrucción y toca lo real que se ombliga a lo simbólico. Mientras que en la novela se desrealiza la obra de lo simbólico para regresionar a la carne, degradando la dimensión propia del ser hablante.

El tratamiento de la carne que se escribe en la novela, tanto como el primer momento del sueño de Freud, dan a ver que cuando la carne se abre aparece la carne. Todo es carne en su apertura y, al asomarnos a mirar lo que hay adentro de la carne, el cuerpo es aspirado y sólo encontramos más y más carne.

La carne se encarniza cuando se la encarniza, o se vuelve sustento del decir cuando se la infecta y afecta de una ética causada por el que se diga.

La carne es más consistente en lo imaginario cuanto más se la rechaza o forcluye en lo real, también cuanto más se la reduce a su literalidad. En correlación y contraste, la carne muta hasta cierto límite a lo incorporal y a la sutileza del significante, aunque su irreductibilidad última o primera se ombligue con lo imposible.

En el sueño de Irma, la fórmula de la trimetilamina es cifra que causa desciframientos y que, por tanto, acerca la palabra como solución. Mientras que esta otra naturaleza de la letra, que comulga con la literalidad, rubrica y sella una única alternativa: la aniquilación como sentencia. Se trata de un modo de la letra que en su paroxismo se separa de la reunión con la carne ya endurecida y halla soportes no humanos, desimplicados, para continuar con el legado. Una encarnación que vira hacia la enlatación. El anhelo del padre, que es sentencia, lleva a su hijo hacia la muerte, no hacia la vida.

Y como esas letras de fuego de El Libro de Daniel, éstas de sangre y de lata, escriben: pesado, contado, dividido. O: pesado, contado, descuartizado, porque no conducen al ser hablante al picadero del significante, sino a su holocausto.

Tanto como en la mezcla de la pulsión de vida y de muerte, es necesario considerar un enlace entre la carne y el Verbo, de manera que este último no asedie al ser hablante como orden o como abstracción esquizofrénica, y la carne no literalice la sutileza del significante hasta borrar cualquier diferencia.

La carne como el Verbo, escindidos una del otro, impulsan hacia algún modo de deshumanización. No hablo de humano en el sentido de humanismo, me refiero a lo humano en contraste semántico con lo inhumano.

Cuando rechazamos que somos seres fronterizos y así aspiramos al mayor empoderamiento del lenguaje o la literalidad más extrema de la carne, ¿sobreviene lo bestial o lo transhumano? ¿Sobreviene aquello que tapona los agujeros de los trumanos, lo peor?

 

Notas

(1) Vassallo, S. . (2020). El concepto de carne en la primera teología y el «cuerpo hablante». PSICOANÁLISIS EN LA UNIVERSIDAD, (2), 15–30. https://doi.org/10.35305/rpu.v0i2.19

(2) Al respecto de otros comentarios y trabajos sobre este término: Mariano Lopez. La interpretación: inmixión de otredad en el monólogo autista del goce. Disponible en: https://www.aacademica.org/000-122/466; y Pablo Peusner. “Acerca de la entrada del término ‘immixtion’ en la obra de Jacques Lacan (nota filológica)”, Acheronta 14. Disponible en: https://www.acheronta.org/acheronta14/immixtion.htm.

(3) 1 Pablo Maurette relata esta fábula con el talento de su prosa en su libro La carne viva. Buenos Aires: Mardulce, 2018. Fábula escrita por Risala Hayy ibn Yaqzan, en El filósofo autodidacto. Traducción, Ángel González Palencia. Madrid: Trotta, 2003.

(4) La función del analista no resiste “los analistas”, cualquier cobijo que las personas que habitamos cada tanto tal función nos procuremos ante la soledad del lugar de la escucha, redunda en una traición por corrimiento. Cada vez que escribimos “nosotros”, o “los analistas”, por más pretensión de rehuir del desamparo, simplemente escribimos la pluralidad de lo singular, como si dijéramos: lxs analistas, cada unx.

(5) Ambos reales pueden identificarse a dos modos del síntoma. Al de lo real inmixionando lo simbólico, es decir, la vida en tanto refractaria a la mortificación del significante que hace a un modo del síntoma articulado en La tercera. O a lo simbólico inmixionando lo real que hace al síntoma-letra, a esos unos sueltos que aún no hacen cadena pero que suponen el inicio o la potencia de toda cadena, aunque algunos queden sin encadenar.

(6) La topología de nota al pie es congruente con un saber que se va articulando, éste nunca aparece en el centro, surge entrelíneas, descentrado, en el margen.

(7) Cuando un ser hablante bordea el dolor o la herida de la carne, a falta de otro recurso, se ve forzado, para articular algo del orden de lo real, a recurrir a ornamentos poéticos que sugieren más que denotar. Como si la máxima sofisticación de la metáfora que entrara en uso bajo estas circunstancias fuera la de cierta parodia de la literalidad: me rompió el corazón en mil pedazos; fue como si me clavara un cuchillo en la boca del estómago. Expresiones que dan a escuchar el estado de emergencia o de inermidad, pero que también, en un sentido próximo a lo literal, falto de deslizamiento significante, es colindante con el lenguaje de órgano.

(8) Virgilio Piñera. La carne de René. Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2016.

 

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