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Número 16 - Noviembre 2024
Cuando el cuerpo no se constituye
Nancy Edith Hagenbuch


Desde anteaños la humanidad se ha preguntado sobre el cuerpo y el alma.
Freud introduce una nueva noción cuando diagrama  en el sujeto la  pérdida del instinto y la constitución de la pulsión. ¿Pulsión se trata de una fuerza somática o de una energía psíquica? 
La define como un concepto límite entre lo psíquico y lo somático. El circuito pulsional es alrededor de un vacio. Desde el comienzo nos habla de un objeto perdido para siempre y nunca vuelto a encontrar.   En su libro Mas allá del principio del placer opone pulsión de vida y pulsión de muerte modificando de este modo el conflicto pulsional de acuerdo al predominio  de estas pulsiones.
Con Jacques Lacan aprendimos que el cuerpo está constituido por el objeto a: La voz, mirada, seno, excrementos. Sólo hay solicitud del objeto a , del objeto capaz de satisfacer el goce perdido.  El infante es recibido en el campo del Otro  y después de las castraciones van a quedar estos residuos o estas letras que constituyen nuestra cifras de goce. .La primera castración es ente el goce incestuoso y el cuerpo, la segunda castración son las que permite la constitución de estos objetos, que como tal cae de ese lazo con el Otro.

Lacan nos dice que el inconsciente es justamente la relación que hay entre un cuerpo que nos es ajeno y algo en forma de circuito, hasta la recta infinita, y que es el inconsciente.   El inconsciente es testimonio de un saber en tanto en tanto en gran parte escapa al ser que habla. Este ser permite dar cuenta de hasta dónde donde llegan los efectos de lalengua(la trenza que se arma entre la lengua de la madre y el goce sexual) por el hecho de que presenta todo suerte de efecto que permanecen enigmáticos. Estos efectos son el resultado de la presencia de lalengua  en tanto articula cosas de saber que van mucho más allá de lo que el ser que habla soporta de saber enunciado.

Podemos decir que el inconsciente es un saber hacer, un savoir-faire con lalengua. Es de ahí que el cuerpo toma voz.
¿Qué es entonces el cuerpo? ¿Es o no es el saber del uno? El saber del uno  resulta que no viene del cuerpo. El saber del uno viene del significante Uno…El Uno encarnado en lalengua es algo que queda indeciso entre fonema, la palabra, la frase, y un pensamiento.

 Para que estas operaciones se constituyan es necesario el atravesamiento del Complejo de Edipo. Como ya dijimos para que allá sujeto barrado se tiene que producir dos castraciones. La primera es la separación del cuerpo y del goce. ¿Qué quiere decir esto? Que el goce incestuoso quede excluido. El Nombre del Padre es la función que asegura que la madre no reintegra su producto.  No deje al niño atrapado al goce materno. La segunda castración es la que permite que se constituyan los objetos que llamamos a, como ya se dijo . El objeto a supone un vacio, una grieta entre las demandas. En esa grieta se constituye el deseo. Estos objetos son reclamados como sustitutos del Otro y convertidos en causa de deseo. Estas castraciones sólo se producen si la función del padre se cumple. El padre tiene que poder poseer a su mujer para en las distintas etapas el niño pueda constituir los objetos que como tal son vacio. Por ejemplo en la etapa oral el seno que no es ni del niño ni de la madre tiene que caer para que de esa caída quede las marcas, las cifras, las letras de goce. Si estas operaciones no se constituyen dentro del Complejo de Castración el sujeto no se constituye como barrado. Que esta operación no se cumple impide que se constituya el inconsciente y por ende el cuerpo.
La no constitución del inconsciente, no permite que el cuerpo se constituya como tal.

Tomare una novela de James Joyce para diagramar que pasa cuando no se encuentra con el Nombre del Padre. Cuando no está la interdicción del incesto y como tal los objetos a no se constituyen como vacio. No están como causa de deseo sino que aparecen desde lo real. El Otro, no es un campo libre de goce sino que el  Otro que se viene encima. Este Otro lo podemos leer no sólo en el padre del protagonista de la novela sino en los curas que lo educaron a el joven artista. Veremos que el no cuenta con lalengua sino que el juega con el lenguaje. Lacan dira que esta desabonado del inconsciente.

 Nos introduciremos en una novela revolucionaria escrita por el escritor irlandés James Joyce, publicada en forma de capítulos en la revista “The Egoist”, entre los años 1914 y 1915, y como libro en el año 1916.
El titulo de esta novela proviene de un ensayo escrito en 1904: “A Portrait of the Artist” –retrato del artista- que luego formó parte de  “Stephen el héroe”. Recordemos que esta última novela es quemada por Joyce en un momento crítico de su vida. Sin embargo Joyce decía que sólo había lugar de una sola novela en la vida del artista; por lo cual cualquiera de sus obras debería ser leída como una sola novela.
Podemos leer que los personajes se van conformando a lo largo de todas sus obras desde “Stephen el héroe” hasta su novela principal: “Ulises”.

El  protagonista de esta novela es Stephen Dedalus.
Comienza la novela  relatando las sensaciones de un niño pequeño ante la vida, luego la mirada de ese niño  ante la presencia de su padre Simón Dedalus, de su madre y del resto de la familia. Luego relata la adolescencia hasta la llegada de la juventud donde descubre la misión que se da: ser el escritor, ser “El artista”.
La mayoría  de los críticos literarios coinciden en que esta obra es autobiográfica. Para muchos lectores Joyce  organiza los datos de mayor interés de su vida a fin de adaptarlos al modelo estético y moral de la novela.
Desde el psicoanálisis podemos captar como el escritor en su obra muestra el exilio del orden simbólico que lo precedió. Él se tiene que inscribirse y darse un nombre. La novela  nos ilustra la misión que Joyce se asigna. Es desde este punto de vista que  abordaremos el trabajo. Como el artista puede desbaratar lo que se impone de la verdad de su historia, su síntoma. Como el artista logra un “saber hacer” con su síntoma. 
Recordemos durante la adolescencia los jesuitas de Balvedere, reconocieron en el joven Joyce la brillantez retorica y literaria, y contribuyeron a que su padre, aun  en sucesivos desastres económicos, enviará a James al College Católico de la Universidad de Dublín (University College), cuyo director había sido el Cardenal Newman.

En 1902 llegó a ser Joyce, Bachelor of Art- licenciado en lenguas modernas-. Su primer publicación en una revista londinense, fue un elogio a Ibsen, aprenderá noruego parla leerlo. Ya licenciado en artes, Joyce sondea otras carreras como medicina en Paris. El fracaso y el regreso son inmediatos, pero se queda un tiempo  en Paris con el proyecto de ser corresponsal literario y profesor en clases de ingles. Un telegrama le hace volver junto a su madre, que muere en agosto de 1903 de un cáncer de hígado. El dieciséis de junio de 1904 conoce a Nora Barnacle con quien compartirá el resto de su vida. En una carta dirigida a Nora le dice:

“…conviene que conozcas mi ánimo en la mayor parte de las cosas. Mi ánimo rechaza todo el presente orden social y el cristianismo- el hogar, las virtudes reconocidas, las clases en la vida  y las doctrinas religiosas. ¿Cómo podría gustarme la idea de hogar? Mi hogar ha sido simplemente un asunto de clase media echado a perder por  hábitos de derroche que he heredado. A mi madre la mataron lentamente los malos tratos de mi padre, años de dificultad y la franqueza cínica de mi conducta. Cuando la miré a la cara, tendida en el ataúd-una cara gris consumida por el cáncer-, comprendí que miraba la cara de una víctima y maldije el sistema que la había hecho ser víctima.  Éramos diecisiete en la familia. Mis hermanos y hermanas no son nada para mí. Sólo un hermano (Stanislaus) es capaz de comprenderme. Hace seis años deje la iglesia Católica odiándola con el mayor fervor. Encontraba imposible para mí seguir con ella a causa de los impulsos de mi naturaleza. Le hice la guerra cuando era estudiante y rehusé aceptar las posiciones que me ofrecía. Con eso me he hecho un mendigo pero he conservado mi orgullo. Ahora le hago la guerra claramente con lo que escribo, digo y hago. No puedo entrar en el orden social sino como vagabundo.”

Este es el síntoma de Joyce el de  estar fuera del orden que lo precedió, fuera de cualquier linaje. 
 Nos introduciremos en esta novela par captar el testimonio de este exilio.
El cuento nos va mostrando cómo se conforma ese mundo que lo paraliza para luego exiliarse de todo ese universo que lastima: la familia, la patria y la religión. Es realmente conmovedor como va gestando ese nuevo mundo. 
El libro está dividido en cinco capítulos:
El primer capítulo, el de la embrionaria niñez, abundan líquidos y humedades. Podría decirse que Stephen se bautiza en una inmersión forzosa en la zanja de aguas servidas, que lo llevan a un sueño profundo. Las escenas se conectan no por secuencias temporales sino por sensaciones sensoriales, lo visto y lo oído.
 El niño va tratando de captar  los personajes que lo rodean a través del lenguaje: de su madre, de su padre, de su familia y otras familias del entorno.

“Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esta vaquita que iba por un caminito se encontró un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa…
Este era el cuento que le contaba su padre. Su padre le miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda.
 Él era el nene de la casa. La vaquita venía por el caminito donde vivía Betty Byrne: Betty Byrne vendía trenzas de azúcar al limón.
Ay, las flores de las rosas silvestres
en el pradecito verde.
Esta era la canción que cantaba. Era su canción.
 Ay, las floles de las losas veldes.
Cuando uno moja la cama, aquello está calentito primero y después se va poniendo frío. Su madre colocaba el hule. ¡Qué olor tan raro!
 Su madre olía mejor que su padre y tocaba en el piano un baile de marineros para que la bailase él.
Bailaba:
 Tralala lala,
 tralala tralalaina,
 tralala lala,
tralala lala.”

Es maravillosa la captación de Joyce de ese tiempo en que el niño va inventando palabras  y no dispone del lenguaje: niñín, tralala, guapin y otras
Luego el escritor sin ningún aviso hace un salto cronológico y nos introduce a la época en que el protagonista comienza su época estudiantil, más específicamente el inicio del colegio. 

“Los anchurosos campos de recreo hormigueaban de muchachos. Todos chillaban y los prefectos les animaban a gritos. El aire de la tarde era pálido y frío, y a cada volea de los jugadores, el grasiento globo de cuero volaba como un ave pesada a través de la luz gris. Stephen se mantenía en el extremo de su línea, fuera de la vista del prefecto, fuera del alcance de los pies brutales, y de vez en cuando fingía una carrerita. Comprendía que su cuerpo era pequeño y débil comparado con los de la turba de jugadores, y sentía que sus ojos eran débiles y aguanosos. Rody Kickham no era así; sería capitán de la tercera división: todos los chicos lo decían. Rody Kickham era una persona decente, pero Roche el Malo era un asqueroso. Rody Kickham tenía unas espinilleras en su camarilla y, en el refectorio, una cesta de provisiones que le mandaban de casa. Roche el Malo tenía las manos grandes y solía decir que el postre de los viernes parecía un perro en una manta. Y un día le había preguntado:
— ¿Cómo te llamas?
Stephen había contestado: Stephen Dédalus.
 Y entonces Roche había dicho: — ¿Qué nombre es ese? Pero Stephen no había sido capaz de responder. Y entonces Roche  había vuelto a preguntar:
— ¿Qué es tu padre? Y él había respondido:
—Un señor. Y todavía Roche había vuelto a preguntarle
 — ¿Es magistrado?
Se deslizaba de un punto a otro, siempre en el extremo de la línea, dando carreritas cortas de vez en cuando. Pero las manos le azuleaban de frío. Las metió en los bolsillos de su chaqueta gris de cinturón. El cinturón pasaba por encima del bolsillo. Cinturón, cinturonazo. Y darle a un chico un cinturonazo era pegarle con el cinturón. Un día un chico le había dicho a Cantwell:
— ¡Te voy a largar un cinturonazo!… Y Cantwell le había contestado:
— ¡Anda y quítate de ahí! Ve a largarle un cinturonazo a Cecil Thunder. Me gustaría verte. Te mete un puntapié en el trasero como para ti solo.

Es interesante comprobar la forma de escritura de Joyce. A la pregunta que le hace el compañero al protagonista, Stephen, sobre el nombre, resulta una nueva pregunta sobre el padre. Para el psicoanálisis todo comienzo vuelve a tocar los puntos de constitución del sujeto. En el marco del Complejo de Edipo, el Padre es el que da el nombre. Acá nos vuelve a conectar el agujero frente al nombre que lo vuelve a colocar a Stephen frente a la pregunta sobre el padre. Un padre borracho que como nos revela la novela despilfarra toda la fortuna heredada y no logra darle al Stephen el cuidad que requiere la función paterna.

“Todos los chicos le parecían muy extraños. Todos tenían padres y madres, y trajes y voces diferentes. Y deseaba estar en casa y reclinar la cabeza en el regazo de su madre. Pero no podía; y lo que quería, por lo menos, era que se acabaran el juego y el estudio y las oraciones para estar en la cama.
Bebió otra taza de té caliente y Fleming le dijo:
— ¿Qué tienes? ¿Te duele algo o qué es lo que te pasa?
 —No sé —dijo Stephen.
 —Lo que tú tienes malo es el saco del pan —dijo Fleming—, porque estás muy pálido. ¡Eso se te pasa!
—Sí, sí —dijo Stephen.

 Pero la enfermedad no estaba allí. Pensó que lo que tenía enfermo era el corazón, si el corazón podía estarlo. ¡Qué amable que había estado Fleming interesándose por él! Sentía ganas de llorar. Apoyó los codos en la mesa y se puso a taparse y destaparse los oídos. Cada vez que destapaba los oídos, se oía el ruido del comedor. Era un estruendo como el del tren por la noche. Y cuando se tapaba los oídos, el estruendo cesaba, como el de un tren dentro de un túnel. Aquella noche en Dalkey el tren había hecho el mismo estruendo, y, luego, al entrar en el túnel, el estré- pito había cesado. Cerró los ojos, y el tren siguió sonando y callando; sonando otra vez y callando. ¡Qué gusto daba oírlo callar y volver de nuevo a sonar fuera del túnel y luego callar otra vez!”
Joyce hace decir a Stephen que lo que está enfermo es el mundo  que lo constituyo dejando un hueco en el amor.  Esto  trae como consecuencia que  Stephen no entienda de qué se trata esos seres que tienen madre y padre y visten diferentes.
Está captación joyceana es la misma que relatan los paciente que están bajo la forclusión. Captan que son distintos al resto y su carencia es del amor. Con Freud aprendimos que el lugar del Padre es el amor. Amor que a su vez habilita a la función materna. El sujeto bajo la forclusión siente que esta fuera del mundo, de un mundo simbólico. En este sentido podemos decir que Joyce logra hacer con eso que lo habita una forma de escritura y en este sentido la novela se transforma en un testimonio de ese “saber hacer”.
Continuemos con el primer capítulo dónde el escritor nos relata una forma de bautismo bajo las aguas podridas de la letrina.
 Ahí donde el acto simbólico, el acto de inscripción del Nombre-del-Padre quedo forcluido, la entrada del Espíritu Santo no se produjo, es el mismo artista que se da un nombre para inscribirse.

“Por fin se marchó de la puerta y Wells se acercó a Stephen y le dijo:
—Dinos, Dédalus, ¿besas tú a tu madre por la noche antes de irte a la cama?
 Stephen contestó: —Sí.
Wells se volvió a los otros y dijo:
 —Mirad, aquí hay uno que dice que besa a su madre todas las noches antes de irse a la cama.
 Los otros chicos pararon de jugar y se volvieron para mirar, riendo. Stephen se sonrojó ante sus miradas y dijo:
 —No, no la beso.
 Wells dijo: —Mirad, aquí hay uno que dice que él no besa a su madre antes de irse a la cama.
Todos se volvieron a reír. Stephen trató de reír con ellos. En un momento, se azoró y sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. ¿Cuál era la debida respuesta? Había dado dos y, sin embargo, Wells se reía. Pero Wells debía saber cuál era la respuesta, porque estaba en tercero. Trató de pensar en la madre de Wells, pero no se atrevía a mirarle a él a la cara. No le gustaba la cara de Wells. Wells había sido el que le había tirado a la fosa el día anterior porque no había querido cambiar su cajita de rapé por la castaña pilonga de Wells, por aquella castaña vencedora en cuarenta partidos. Había sido una villanía: todos los chicos lo habían dicho. ¡Y qué fría y qué viscosa estaba el agua! Y un muchacho había visto una vez una rata muy grande saltar y ¡plum! zambullirse de cabeza en el légamo. La viscosidad fría del foso le cubría todo el cuerpo; y cuando sonó la campana para el estudio y las divisiones salieron de los salones de recreo, sintió dentro de la ropa el aire frío del tránsito y de la escalera. Todavía trató de pensar cuál era la verdadera contestación. ¿Estaba bien besar a su madre o estaba mal? Y, ¿qué significaba aquello, besar? Poner la cara hacia arriba, así, para decir buenas noches y que luego su madre inclinara la suya. Eso era besar. Su madre ponía los labios sobre la mejilla de él; aquellos labios eran suaves y le humedecían la cara; y luego hacían un ruidillo muy pequeño: be-so. ¿Por qué se hacía así con la cara?
Sentado ya en el salón de estudio, abrió la tapa de su pupitre y cambió el número que estaba pegado dentro de 77 en 76. Pero las vacaciones de Navidad estaban muy lejos todavía; y sin embargo, habían de llegar, porque la tierra giraba siempre.
 Pasó las hojas de la Geografía hasta llegar a la guarda y leyó lo que él había escrito allí. Allí estaban él, su nombre y su residencia.
Stephen Dédalus
 11 Clase de Nociones
Colegio de Clongowes Wood
 Sallins
Condado de Kildare
 Irlanda
Europa
El Mundo
El Universo
Esto estaba escrito de su mano. Y Fleming había escrito por broma en la página opuesta:
 Stephen Dédalus es mi nombre
 e Irlanda mi nación.
 Clongowes donde yo vivo
y el cielo mi aspiración.
Leyó los versos del revés, pero así dejaban de ser poesía. Y luego leyó de abajo a arriba lo que había en la guarda hasta que llegó a su nombre. Aquello era él: y entonces volvió a leer la página hacia abajo. ¿Qué había después del universo? Nada. Pero, ¿es que había algo alrededor del universo para señalar dónde se terminaba, antes de que la nada comenzase? No podía haber una muralla. Pero podría haber allí una línea muy delgada, muy delgada, alrededor de todas las cosas. Era algo inmenso el pensar en todas las cosas y en todos los sitios. Sólo Dios podía hacer eso. Trataba de imaginarse qué pensamiento tan grande tendría que ser aquél, pero sólo podía pensar en Dios. Dios era el nombre de Dios, lo mismo que su nombre era Stephen. Dieu quería decir Dios en francés y era también el nombre de Dios; y cuando alguien le rezaba a Dios y decía Dieu, Dios conocía desde el primer momento que era un francés el que estaba rezando. Pero aunque había diferentes nombres para Dios en las distintas lenguas del mundo y aunque Dios entendía lo que le rezaban en todas las lenguas, sin embargo, Dios permanecía siempre el mismo Dios, y el verdadero nombre de Dios era Dios”

Al leer estas estrofas captamos el carácter sufriente que se impone. Al mismo tiempo nos va presentando su relación singular con el lenguaje y el cuerpo. 
En otra escena del libro nos pinta con su destreza de escritor en qué estado queda el cuerpo. El cuerpo queda como cascara nos dice Lacan para ilustrar el desanudamiento imaginario del cuerpo de Stephen en el acontecimiento violento perpetrado por sus compañeros.
Dice el narrador después de relatar la paliza:

“Y ahora, mientras recitaba el Confiteor entre las risas indulgente de los otros dos  y mientras las escenas  de este ultraje episodio pasaban incisivas y rápidas por su imaginación, se preguntaba por qué no guardaba mala voluntad  a aquellos que lo habían atormentado. No había olvidado en lo más mínimo su cobardía y su crueldad, pero la evocación del cuadro  no le excitaba enojo. A causa de esto todas las descripciones de amores  y de odio violento que había encontrado en los libros le parecía fantásticas…había sentido que había una fuerza oculta que le quitaban las capas de odio acumulado  en un momento con la misma facilidad con la que se desprende la suave piel de un fruto maduro.” 

Lacan nos dice que sorprende la metáfora que utiliza, a saber, el desprendimiento de algo como una cascara corporal, esa imagen totalizadora del cuerpo del sujeto que de pronto cae, ya no pertenece a Stephen. No aparece un cuerpo en su función de asumir los afectos correspondientes a la paliza sufrida.
Lacan nos dice:

“El constata que todo el asunto se ha evacuado, él mismo se expresa diciendo que era como una mondadura ¿Qué es lo que esto nos indica? Esto nos indica la relación con el cuerpo…es algo sorprendente que haya gente que no tenga afecto a la violencia sufrida corporalmente. Pero yo diría que lo que es más impactante, con la metáfora que él emplea, a saber el desprendimiento como una cascara. Esta vez él no ha gozado, él tuvo una reacción de asco, y este asco concierne a su propio cuerpo…su propio cuerpo como extraño.”

Toda la escena viene a mostrar que la imagen del cuerpo se escabulle.
 Continua el relato  de la enfermedad producto de haber sido sumergido en aguas contaminadas y de ahí un profundo sueño que lo lleva a verse muerto.
¿Qué resulta de ese bautismo? Un sujeto que se ve muerto.

 “Aquello era la enfermería. Luego estaba enfermo. ¿Habían escrito a casa para decírselo a sus padres? Pero sería más rápido que fuera uno de los padres a decirlo. O si no escribiría él una carta para que la llevara el padre.
Querida madre:
Estoy malo. Quiero ir a casa. Haz el favor de venir y llevarme a casa.
Estoy en la enfermería.
Tu hijo que te quiere,
                                            Stephen

 ¡Qué lejos estaban! Había un sol frío al otro lado de la ventana. Pensaba si se iría a morir. Se podía uno morir lo mismo en un día de sol. Se podía morir antes de que viniera su madre. Entonces, habría una misa de difuntos en la capilla como la vez que le habían contado los chicos, cuando se había muerto Little. Todos los alumnos asistirían a la misa vestidos de negro, todos con las caras tristes. Wells estaría también, pero nadie querría mirarle. El rector iría vestido con una capa negra y de oro, y habría grandes cirios amarillos ante el altar y alrededor del catafalco. Y sacarían lentamente el ataúd de la capilla y le enterrarían en el pequeño cementerio de la comunidad al otro lado de la gran calle de tilos. Y Wells sentiría entonces lo que había hecho. Y la campana doblaría lentamente. La oía doblar. Y se recitaba la canción que Brígida le había enseñado.
 ¡Din-dón! ¡La campana del castillo!
 ¡Madre mía, adiós!
Que me entierren en el viejo cementerio junto a mi hermano mayor.
Que sea negra la caja.
Seis ángeles detrás vayan:
Dos para cantar, dos para rezar y dos para que se lleven mi alma a volar.
¡Qué hermoso y qué triste era aquello! ¡Qué hermosas las palabras cuando decía: Que me entierren en el viejo cementerial Un estremecimiento le pasó por el cuerpo. ¡Qué triste y qué hermoso! Le daban ganas de llorar mansamente, pero no de llorar por él, de llorar por aquellas palabras tristes y hermosas como música. ¡La campana! ¡La campana! ¡Adiós! ¡Oh, adiós!”

La genialidad Joyceana  lo lleva a poner en las palabras ese brillo que la hacen bellas. Esas palabras que suenan como música. Podemos captar en Joyce esa pasión por las palabras y la música. Esa musicalidad que está imbricado en la escritura misma.
Segundo Capítulo.
Pasemos al segundo capítulo  comienza en una escena familiar. Su padre, su tío Charles, y él dado un paseo en Dublín. La llegada de la pubertad aparece junto al intento de intelectualizar las propias experiencias, de entender el entorno con el auxilio de la lectura y los primeros versos.
Stephen se encontraba de nuevo sentado junto a su padre, en un rincón de un vagón del ferrocarril en Kingsbridge. Iban a Cork y aquel era el correo de la noche. El padre decide llevarlo al colegio que él había estudiado en búsqueda de las iniciales del nombre del padre.

 Los árboles estaban en flor a lo largo del Mardyke. Entraron en los campos del colegio y fueron conducidos a través del patio por un portero charlatán. Pero su marcha a través del patio se veía interrumpida a cada docena de pasos por un alto, a causa de alguna novedad contada por el portero.
— ¿Qué me cuenta usted?
 ¿Y ha muerto el pobre Pottlebelly?
—Sí, señor. Ha muerto.
A cada una de esas paradas, Stephen permanecía embarazosamente detrás de los dos hombres, aburrido de la conversación y deseando reanudar la marcha de nuevo. Cuando hubieron cruzado el patio, su intranquilidad se había ya convertido en fiebre. Y se maravillaba de cómo su  padre, al que tenía por astuto y suspicaz, se dejaba engañar por los modales serviles del portero. Y el fuerte acento meridional que le había divertido durante toda la mañana resultaba ahora insoportable a sus oídos.
Entraron en el anfiteatro de anatomía, donde míster Dédalus, ayudado por el portero, se puso a buscar para encontrar sus iniciales. Stephen permanecía en el fondo, deprimido ahora más que nunca a causa de la obscuridad y silencio del lugar y de su ambiente adusto y cansino de sitio de trabajo. En un pupitre leyó la palabra Feto grabada varias veces en la madera obscura y manchada. Esta palabra sobrecogió su espíritu; le pareció sentir en torno de él a los ausentes estudiantes del colegio y espantarse de su compañía. Y una visión de la vida de ellos que las palabras de su padre habían sido incapaces de evocar, se elevó ante sus ojos como si brotara de las letras grabadas en la mesa. Un estudiante ancho de hombros y con bigote estaba grabando gravemente el letrero a punta de navaja. Otros estudiantes estaban de pie o sentados cerca de él y se reían de verle tan afanado. Uno le empuja con el codo. El robusto estudiante se vuelve hacia él frunciendo el entrecejo. Lleva un vestido gris amplio y unas botas amarillas.
Carcajada: una carcajada que era casi un sollozo. —Era en aquel tiempo el mozo más gallardo de Cork. ¡Cristo, si lo era! Las mujeres se volvían en la calle para mirarle.
Oyó que el sollozo se hundía sonoramente en la garganta de su padre y un impulso nervioso le hizo abrir los ojos. La luz del sol, al romper de improviso contra sus pupilas, transformaba el cielo y las nubes en un mundo fantástico de masas sombrías entre lagos de luz densa y rosada. Su mismo cerebro era débil e impotente. Apenas si podía interpretar los letreros de las tiendas. Porque aquella monstruosa vida suya le había arrojado más allá de los límites de lo real. No había cosa del mundo real que le dijera nada, que le conmoviera, a no ser que despertara un eco de aquellos alaridos furiosos que él sentía brotar de su interior. No podía responder a las llamadas de la tierra ni de los hombres, sordo e insensible a la voz del verano y al gozo de la camaradería, ahíto y descorazonado de oír el sonido de las palabras de su padre. Apenas si podía reconocer como propios sus pensamientos. Y se repitió lentamente en voz baja:
—Yo soy Stephen Dédalus. Voy andando junto a mi padre que se llama Simón Dédalus. Estamos en Cork, en Irlanda. Cork es una ciudad. Nuestra habitación está en el Hotel Victoria. Victoria, Stephen, Simón. Nombres. Se le nubló de repente el recuerdo de su niñez. Trataba de evocar sus vividos incidentes y no podía. Sólo recordaba nombres. Dante, Parnell,  Clane, Clongowes.”

Joyce vuelve a presentarnos de una y mil formas lo que constituye la verdad de su historia. Frente a la búsqueda de las letras del nombre del padre, Stephen encuentra la palabra feto. Esta palabra aparece varias veces y se eleva sobre la madera oscura. Joyce nos relata la visión de la palabra feto retozaban delante de sus ojos al regresar por el patio camino de la puerta de entrada. Le extrañaba  encontrar en el mundo externo huellas de aquello que él había estimado hasta entonces como una repugnante y peculiar enfermedad de su propia imaginación. Sus sueños monstruosos le acudieron en tropel a la memoria. También ellos habían brotado furiosamente, de improviso, sugeridos por la simple palabra. Y él se había rendido y los había dejado filtrarse por su inteligencia y profanarla, sin saber nunca de qué caverna de monstruosas imágenes procedían, dejándole siempre, tan pronto como se desvanecían, débil y humilde ante los demás, asqueado de sí mismo e intranquilo. Frente a las letras del padre sólo aparece la imagen alucinada del hijo no nacido, su peculiar enfermedad. La búsqueda desesperada lo lleva a recordar sólo nombres: Dante, Parnel, Clane, Clongowes. Captamos en estos párrafos el profundo extravió ante la busque de las letras del Nombre del Padre.
En el segundo capítulo relata  encuentro entre el joven escritor y una prostituta; Stephen despierta del letargo que lo dominaba.
Una mujer joven, vestida con un largo traje color rosa, le puso la mano en el brazo para detenerle y le dijo:

—Buenas noches, rico.
La habitación templada y luminosa. Una enorme muñeca estaba espatarrada sobre el amplio butacón de al lado de la cama. Trató de hacer articular a su lengua algunas palabras para parecer sereno, mientras veía cómo ella se iba despojando del traje, y observaba los movimientos sabios y orgullosos de aquella cabeza perfumada. Y ella avanzó hasta él, que permanecía en medio de la habitación, y le abrazó alegre y reposadamente. Sus brazos redondos le ceñían contra ella; su cara se levantaba mirándole con una tranquila seriedad que él sentía tibiamente en el movimiento alterno y reposado de los pechos. Sentía la necesidad de romper en sollozos. Lágrimas de alegría y de consuelo brillaban en sus ojos extasiados y sus labios se entreabrían para hablar; pero la voz no salía de su garganta.
Y ella le pasó por el cabello su mano tintineante llamándole mala personita. —Dame un beso —le dijo. Pero los labios de él no sentían deseo de besarla. Lo que quería era verse ceñido firmemente entre los brazos de ella. Ser acariciado lentamente, lentamente, lentamente. Que entre aquellos brazos sentía haberse vuelto fuerte, impávido, seguro de sí mismo. Pero sus labios no se habían de inclinar para besarla. De pronto, ella volvió la cabeza y le oprimió los labios con los suyos. Y él leyó lo que querían decir aquellos movimientos en los ojos francos que, levantados, le miraban. Era demasiado, cerró los ojos y se entregó a ella, en cuerpo y alma, sin conciencia de cosa de este mundo, salvo del sombrío roce, de la dulce hendidura de aquellos labios. Los sentía en la carne y en el cerebro como conductores de un vago idioma. Y entre ellos sintió una desconocida y tímida presión, más sombría que el desfallecimiento del pecado, más dulce que el sonido o el olor.
Estas estrofas nos ofrecen el encuentro sexual como un vago idioma que  domina al protagonista.

El tercer capítulo trascurre en el colegio secundario. Stephen vuelve a introducirse en la doctrina de la iglesia. De la semilla del deseo habían brotado todos los pecados. Stephen se siente sucio, sobre él apunta toda la cólera de Dios. Sufre de lo que se llama “conciencia de pecado”.
Joyce nos relata:

“Una fría y lúcida indiferencia reinaba en su alma. Tras su primero y violento pecado sintió que una onda de vitalidad había fluido de él y temió no quedaran su alma o su cuerpo mutilados por el exceso. Más, no; la onda vital se lo había llevado en su seno para devolverle otra vez en el reflujo. Y ni su alma ni su cuerpo habían sido mutilados, y una paz sombría se había establecido entre ellos. El caos en el cual su ardor se extinguía era el frío e indiferente conocimiento de sí mismo. Había pecado mortalmente no sólo una vez, sino muchas; y sabía que aunque por el primer pecado estaba ya en peligro de eterna condenación, cada nuevo pecado multiplicaba su culpa y su castigo. Sus días, sus palabras, sus pensamientos no le podían ser propiciatorios porque las fuentes de la gracia santificante habían dejado de refrescar su alma. A lo más, al dar una limosna a un mendigo de cuyas bendiciones huía, podía esperar lleno de tedio el obtener alguna partícula de gracia actual. La devoción se le había marchado por la borda. ¿De qué le servía rezar si sabía que su alma estaba anhelando la propia destrucción? Algo que era orgullo o temor le impedía el ofrecer a Dios ni siquiera una plegaria por la noche, aunque sabía que estaba en la mano de Dios el arrebatarle la vida durante el sueño y precipitarle en el infierno, sin darle tiempo ni aun de pedir clemencia. El orgullo de su culpa, y su frío temor de Dios, le decían que su ofensa era demasiado grave para que pudiera ser reparada,  ni parcialmente, por un falso homenaje dirigido al que todo lo ve y todo lo sabe.”

Asistimos a la presencia imaginaria del padre en esta figura de Dios. Un Dios que todo lo ve y todo lo sabe y se muestra tiránico frente a las pasiones del cuerpo. Esa figura imaginaria toma fuerza a través de Dios o el Diablo.

“Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa grasienta que se iba hundiendo llena de obscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada. El día siguiente aportó consigo muerte y juicios y con ellos el despertar del alma de Stephen de su inerte desesperación. La vaga vislumbre de miedo se convirtió ahora en espanto cuando la voz ronca del predicador fue introduciendo la idea de la muerte en su alma. Sufrió todas las miserias de la agonía. Sintió el escalofrío de la muerte que se apoderaba de sus extremidades y se deslizaba hacia el corazón; el velo de la muerte que le velaba los ojos; cómo se iban apagando cual lámparas los centros animados de su cerebro; el postrer sudor que rezumaba de la piel; la impotencia de los miembros moribundos; la palabra que se iba haciendo torpe e indecisa, extinguiéndose poco a poco; el palpitar del corazón, cada vez más tenue, más tenue, casi rendido ya, y el soplo, el pobre soplo vital, el triste e inerte espíritu humano, sollozante y suspirante, en un ronquido, en un estertor, allá en la garganta. ¡No hay salvación! ¡No hay salvación! El —él mismo— aquel cuerpo al cual se había entregado en vida, era quien moría. ¡A la sepultura con él! ¡A clavetear bien ese cadáver en una caja de madera! ¡A sacarlo de la casa a hombros de mercenarios! ¡Que lo arrojen fuera de la vista de los hombres en un hoyo largo, a pudrirse, a servir de pasto a una masa bullidora de gusanos, a ser devorado por las ratas de remos ágiles y fofo bandullo!”
 El capítulo termina con el acto de la confesión y el acto de la comunión. La comunión es el acto en la misa católica en que el cuerpo de Cristo es entregado a los fieles para incorporar al espíritu santo.  Joyce  se vale de este sacramento para producir en su personaje, Stephen en  un nuevo renacer. Una supuesta vida de gracia, virtud y felicidad.

 En el cuarto  capítulo, con un movimiento inverso al anterior se termina la devoción religiosa y se descubre el llamado de la vida y la vocación artística.
Lacan en su seminario del año 1976 nos dice que es ese llamado a ser  “el artista” que ocuparía a todo el mundo, el mayor número posible en todo caso es la compensación del hecho de que el padre de Joyce no ha sido jamás para él un padre, que no le enseño nada y que fue negligente en casi todo, salvo  en confiarlo a los padres jesuitas. La novela que nos ocupa es un claro testimonio de esto.
El capítulo continúa con la pregunta del sacerdote, director del colegio, sobre la vocación de Stephen por la vida religiosa.
Joyce nos propone un giro ya que no es la vocación religiosa la que habita a Stephen sino la misión de hacerse un nombre. Dédalo, “el fabuloso artífice”.

“— ¡Stephanos Dédalos! ¡Bous Stephanoumenos! ¡Bous Stephanephoros! La zumba aquella no era nueva para él, y ahora se sentía blandamente halagado por semejante especie de tumultuoso acatamiento. Ahora más que nunca le parecía profetice aquel extraño nombre que llevaba. Tan fuera del curso del tiempo parecía el aire tibio y gris, tan fluido e impersonal su propio modo de ser, que todas las edades se le confundían en una sola sensación. Un momento antes el espectro del antiguo reino danés había surgido evocado por el ropaje de neblina de la ciudad. Ahora, al nombre del fabuloso artífice, le parecía oír el rumor confuso del mar y ver una forma alada que volaba por encima de las ondas y escalaba lentamente el cielo. ¿Qué significaba aquello? ¿Era como el lema al frente de una página en algún libro medieval de profecías y de símbolos, aquel hombre que como un neblí volaba hacia el sol sobre la mar? ¿Era una profecía del destino para el que había nacido, y que había estado siguiendo a través de las nieblas de su infancia y de su adolescencia, un símbolo del artista que forja en su oficina con el barro inerte de la tierra un ser nuevo, alado, impalpable, imperecedero? Su corazón temblaba; respiraba anhelosamente y un hálito impetuoso pasaba por sus miembros como si se estuviera remontando, rumbo al sol. Su corazón temblaba en  un éxtasis de pavor y el alma le huía. El alma se remontaba en una atmósfera que no era de este mundo, y el cuerpo suyo había sido purificado por un solo soplo, libertado de la incertidumbre, iluminado, confundido en el elemento del espíritu. Un éxtasis de huida hacía brillar sus ojos y aceleraba su respiración y hacía a sus miembros acariciados por el viento, trémulos, potentes, gloriosos. “
Podemos observar este pasaje al llamado a ser “el artífice” es lo que le permite hacerse un nombre propio, el nombre que le es propio es lo que él valoriza a expensas del padre. Lacan nos propone una interesante pregunta ¿cómo es posible que ese nombre que él ha querido que se rinda homenaje es el mismo nombre que él mismo ha rehusado? Lacan contesta diciéndonos que Joyce lo resuelve haciendo entrar su nombre propio en lo que es del nombre común: James Joyce apodado Dedalus.
En el quinto capítulo, Stephen elabora el camino que lo lleva al arte. La imagen del pájaro, ligada al inventor de las alas Dédalo simboliza la elevación del alma. Es el capítulo más extenso y rico por los debates intelectuales que nos permiten sumergirnos en los pensamientos de Stephen en ese profundo exilio. Ese exilio del linaje que lo precedió. Lo vemos claramente desarrollado en las palabras del protagonista que se ve llevada a crear “la conciencia increada de mi raza”.
Pasemos a la escritura de Joyce en ese pasaje celebre entre Cranly y Stephen donde este último elabora el exilio de lo que lo precedió.
Echaron hacia la izquierda y siguieron caminando como antes. Tras de algún tiempo de avanzar así, dijo Stephen:
—Cranly, he tenido una cuestión desagradable esta tarde.
 — ¿Con tu familia? —preguntó Cranly.
—Con mi madre.
— ¿Sobre religión?
—Sí.
 Tras una pausa, Cranly preguntó:
— ¿Qué edad tiene tu madre?
—No mucha —contestó Stephen—. Quiere que cumpla con el precepto pascual.
 — ¿Y tú?
—Yo no quiero.
— ¿Por qué no? —preguntó Cranly.
—No serviré.
—He aquí una contestación que alguien ha dado antes que tú —dijo Cranly con calma.
—Yo la vuelvo a dar ahora —contestó vivamente Stephen.
 Cranly oprimió el brazo de Stephen, mientras decía:
—Calma, querido. Eres un condenado excitable, ¿sabes? Se reía con una risa nerviosa al hablar y, mirándole a Stephen a la cara con ojos enternecidos y amicales, dijo:
— ¿Sabes que eres un hombre fácilmente excitable?
—No me parece mal confesar que lo soy —dijo Stephen riéndose también.
Sus almas, apartadas desde hacía poco, parecían haberse acercado de repente la una a la otra.
— ¿Crees en la eucaristía?
 —preguntó Cranly. —No.
 — ¿No crees en ella?
—Ni creo ni dejo de creer en ella —contestó Stephen.
—Muchas personas, aun personas de creencias religiosas, tienen dudas que logran dominar. ¿Son muy fuertes las dudas que tienes acerca de este punto?
—No quiero dominarlas —contestó Stephen.
—Es una cosa curiosa, ¿sabes? —Dijo indiferentemente Cranly
—, hasta qué punto está sobresaturado tu espíritu de una religión en la cual afirmas no creer. ¿Creías en ella cuando estabas en el colegio? Apuesto que sí.
—Creía —contestó Stephen.
— ¿Y eras entonces más feliz? —preguntó con tono suave Cranly
—. ¿Más feliz que ahora, por ejemplo?
—A veces me sentía feliz y a veces desgraciado. Lo que era entonces era otra persona distinta.
— ¿Cómo que otra persona distinta? ¿Qué es lo que quieres decir con eso?
—Lo que quiero decir —contestó Stephen— es que entonces no era yo mismo lo que soy ahora; mejor, lo que tengo que llegar a ser.
Stephen se reconoce fuera de la iglesia y del mundo de hipocresía que lo presidio.
Sigamos con la novela…
  ¡Partir, pues! ¡Era tiempo de partir! Una voz estaba aconsejando en voz baja al solitario corazón de Stephen, invitándole a partir y anunciándole que aquella amistad estaba tocando a su término. Sí: se iría. No podía luchar contra otro. Sabía bien cuál era su papel.
—Probablemente -me iré —dijo.
— ¿A dónde? —preguntó Cranly.
—A donde pueda —contestó Stephen.
—Sí —dijo Cranly—. Te podría resultar difícil el vivir aquí ahora. ¿Pero es esa la causa de que te vayas?
—Tengo que irme —contestó Stephen.
—Porque creo —continuó Cranly—, que si no sientes ganas de irte, no te debes considerar arrojado como un hereje o un proscrito. Hay muchos buenos creyentes que piensan como tú. ¿Qué, te sorprende? La Iglesia no es el edificio de piedra, ni los curas, ni sus dogmas. La Iglesia es la masa total de los que han -nacido dentro de ella. No sé qué es lo que pretendes hacer en esta vida. ¿Es lo que me dijiste aquella noche que estábamos al lado de la estación de Harcourt Street? 
—Mira, Cranly —dijo—. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.
 Cranly le cogió por el brazo y le hizo girar tal como para hacerle volver hacia Leeson Park. Se echó a reír casi disimuladamente y oprimió el brazo de Stephen con un cariño de mayor en edad.
 — ¡Astucia! —dijo—. Pero, ¿eres el mismo? ¿Tú, pobre poeta, tú? —Y tú has sido quien me lo ha hecho confesar —dijo conmovido por aquel contacto Stephen—, lo mismo que te he confesado tantas otras cosas, ¿no es cierto?
—Sí, hijito —contestó Cranly, riéndose aún.
—Me has hecho confesar los miedos que siento. Pero te voy a decir ahora cuáles son las cosas que no me dan miedo. No me da miedo de estar solo, ni de ser pospuesto a otro, ni de abandonar lo que tenga que abandonar, sea lo que sea. No me da miedo el cometer un error, aunque sea un error de importancia, un error de por vida, tan largo tal vez como la misma eternidad.
 Cranly, serio de nuevo, retardó el paso y dijo:
—Solo, completamente solo. No te da miedo de eso. Pero, ¿sabes lo que esa palabra quiere decir? No solamente el estar separado de todos los demás, sino más aún, el no tener ni siquiera un amigo.
—Correré el riesgo —afirmó Stephen.
 —Y no tener ni aun aquel ser querido —dijo Cranly— que es para el hombre más que un amigo, más que el amigo más noble y fiel que en el mundo pueda existir.
Al hablar, parecía como si sus palabras estuviesen hiriendo alguna profunda cuerda de su propia alma. ¿Había hablado de sí mismo, de sí mismo tal como era o tal como deseaba ser? Stephen observó por algunos instantes el rostro de su amigo. Había una fría tristeza en aquel rostro. Había hablado de sí mismo; era el temor de su propia soledad.
Joyce hace jugar en su personaje el punto central de su estructura. El exilio de todo orden. Captamos la valentía del artista que es capaz de abandonar lo que tiene que abandonar. Ese mundo que lo asfixia y lo condena. Ese mundo que lo enferma y sólo abandonándolo puede lograr su misión de ser un artista. Sólo con las armas del exilio, del silencio y de la astucia. Este último quizás sea su arma más fundamental, su astucia para logra un” saber hacer” con su síntoma.  Su síntoma,  las palabras impuestas, dan testimonio de la falta de garantía por la exclusión lugar del Otro. 

Recordemos que Lacan nos habla del orden simbólico como el lugar del gran Otro. El Otro es el lugar de la confianza, el lugar de la garantía, Una vez entrados en la regla de lo simbólico,  siempre están obligados  a comprometerse según esas reglas.
Pero cuando ese mundo está lleno de hipocresía y mentira ese mundo enferma y lastima. Separarse de ese orden es la única posibilidad de lograr la existencia del artista. 
El 16 de junio de 1975 en el gran anfiteatro de Soborna, en la apertura del V Simposio internacional James Joyce. Lacan dicta una conferencia que la titulo “Joyce el Síntoma” en ella nos dice que ya ha mostrado que el inconsciente esta estructurado como un lenguaje.

”Resulta raro que también pueda juzgar desabonado del inconsciente a alguien que estrictamente solo juega con el lenguaje, aunque se sirva de una lengua entre otras que es, no la suya-porque la suya es justamente una lengua borrada del mapa, a saber, el gaélico, del que conocía algunas cositas, bastante para orientarse pero no mucho más-, no es la suya, pues, sino la de los invasores, los opresores. Joyce dijo que Irlanda tenía un dueño y una dueña, el dueño era el Imperio Británico, y la dueña la Santa Iglesia Católica, Apostólica y romana, siendo ambas el mismo tipo de flagelo.
El síntoma, en la medida en que nada lo liga a lo que es lalengua misma en la que él sostiene esta trama, estas estrías, este trenzado de tierra y aire con el que comienza Chamber Music, su primer libro publicado, libros de poemas, el síntoma es puramente lo que condiciona lalengua, pero de cierta manera Joyce la eleva a la potencia del lenguaje, sin que sin embargo nada de ello sea analizable”

 Cuerdas en la tierra y el aire
 Haz música dulce;
 Cuerdas junto al río donde
  Los sauces se encuentran.

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