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Número 16 - Noviembre 2024
El cuerpo que nos lleva (a análisis)
Leonardo Leibson

“(…) ese lugar del Otro no ha de tomarse en otra parte que en el cuerpo (…)”
J. Lacan

 

Cero:

Se cita frecuentemente a Spinoza cuando dice: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Extraña afirmación porque eso que no sabemos puede abarcar muchas cosas. No sabemos hasta dónde puede un cuerpo, no conocemos sus límites ni podemos conocerlos hasta que la situación nos lo exige. Nos sorprendemos con lo mucho o lo poco que a veces puede. Nos extrañamos porque no conocíamos esas posibilidades, hasta que nos enteramos. De ese cuerpo casi nada nos es obvio.

Un tiempo después de Spinoza, Freud descubre que el cuerpo puede actuar desconociendo las leyes que la biología dicta para su funcionamiento. Así, con ese descubrimiento, Freud les hace lugar a otras dimensiones del cuerpo. Las que tienen que ver con lo inconsciente (otra dimensión del lenguaje), con las pulsiones (que surgen cuando el cuerpo es arrasado por el decir). Con los síntomas que surgen como un intento de resolver los desaguisados que se arman entre ese cuerpo y ese lenguaje.

Es verdad, no sabemos lo que es un cuerpo ni tampoco lo que puede. Ni lo que dice. Especialmente cuando se trata del que llamamos “propio”, por más que muchas veces lo queramos olvidar en algún rincón del tiempo, o le dejemos de prestar atención, aunque la reclame a gritos. Lo llamamos “propio” cuando requerimos de él, del cuerpo. O cuando nos reclama o nos exige algo. Necesidades, molestias, dolores, ansias.

Nadie sabe lo que es un cuerpo… hasta que algo de ese cuerpo se revela y nos lo muestra. O hasta que nos dejamos tomar por eso del cuerpo que puede llevarnos lejos.

Incluso, a veces, nos lleva a una sesión de análisis. Se consulta por algo del cuerpo que interfiere, aunque parezca que el problema es “psíquico”, “mental”. Pero nadie consulta porque tiene problemas para pensar. Aunque crea que es por eso. Lo que nos mueve es cuando algo de ese “pensar” toca al o es tocado por un cuerpo. Algo que lo afecta, lo detiene, lo contractura, lo inquieta. A veces eso tiene palabras, incluso demasiadas. A veces el malestar es más opaco y silencioso, casi mudo. Pero persistente. Tanto como para dejar que el cuerpo se ponga en movimiento y nos lleve hasta ahí.

Uno:

No hay manera de no traer el cuerpo a la sesión. Aunque lo escondamos detrás de una cámara apagada o de un micrófono ciego. Aunque lo arrojemos pesadamente sobre el diván, como se tira un abrigo que molesta por su peso. Pero no podemos dejarlo en la calle antes de entrar, ni tampoco en la sala de espera colgado de algún perchero para cuerpos. No podemos evitar que la voz resuene, aunque las cámaras y los ojos se cierren.

Aunque esté echado sobre el diván o arrebujado en un sillón no podemos impedir los destellos de incomodidad o de sorpresa que provienen de allí, del cuerpo. Esa masa exótica y animada hecha de materias sólidas y fluidos diversos. Esa presencia que tan a menudo desdeñamos porque no parece disponer de la inteligencia pensante o de las sutilezas de la lengua. El cuerpo, por el contrario, es fuente de vergüenzas y torpezas, de tentaciones absurdas y sin embargo (o justamente por eso) irresistibles, de impulsos insalubres e inevitables. Es un generador de peligros a cada paso. El que arruina cálculos y previsiones. El que impone motivos de preocupación por sus excesos o deficiencias. El que irrumpe e interrumpe en los intentos de llevar una agenda ordenada y virtuosa; ya sea porque empieza a funcionar mal o porque inoportunamente nos presiona con alguna necesidad oscura. El cuerpo no cesa de importunar con requerimientos tanto más angustiantes en tanto que su mudez los vuelve imposibles de descifrar y responder.

Es el que nos obliga a apelar a nuestros esfuerzos y alarmas. El que nos confronta con desfallecimientos súbitos.
El cuerpo es lo que nos eleva con sus hazañas, también insospechadas, o nos desploma imponiéndonos sus límites.

Por eso se cita y se vuelve a citar: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. ¿Lo habrá experimentado Spinoza en su teología del deseo? Nadie podría saberlo, ni en sus potencias ni en sus vacilaciones. Puede escalar alturas, pero detenerse frente a una nimiedad. Puede resistir catástrofes, pero derrumbarse con una brisa. ¿De qué depende tanta variación, tanta extensión de lo que parece ser una sola cosa pero que sin embargo se manifiesta en una versatilidad desprovista, aparentemente, de razones?

Dos:

Nunca sabemos cuál es el cuerpo que nos lleva. Lacan afirma, con razón, que el cada humano tiene un cuerpo, y solamente uno. (Aunque no existen los cuerpos aislados, siempre el cuerpo es con otros.) Pero a veces presentimos nebulosamente que el cuerpo no es uno solo. Que, como ocurre con la vestimenta, hay un cuerpo de entrecasa, un cuerpo para salidas, un cuerpo para ocasiones especiales, un cuerpo para los esfuerzos extremos, un cuerpo para la pena, un cuerpo para la angustia, un cuerpo para seguir adelante. Y así siguiendo.

Nos cuesta descubrir las marcas que van armando esos modos de llevar el cuerpo y de que éste nos lleve. Por lo general desconocemos su existencia, lo ponemos en pausa a la espera del tiempo en que nos ocuparemos de atenderlo. Es un trabajo, a veces penoso. Aunque a veces lo cuidamos con tanto esmero que terminamos enfermándolo por sobreprotección. En ocasiones, querríamos ponerlo en pausa por un largo rato. Pero exigimos que nos dé placer y bienestar a cualquier precio.

Del cuerpo nos enteramos cuando nos manda un mensaje. Con la particularidad de que no solemos entender sus señales. O directamente no las registramos. Como con los niños pequeños -y no tan pequeños- nos damos cuenta de que están realmente ahí cuándo plantean algún requerimiento indescifrable o cuando proponen un acertijo que nos deja sin palabras.

Tres:

Al fin y al cabo, si vamos a análisis, es porque reconocemos que el cuerpo en su malestar nos hace hablar, aunque no entendamos casi nada de lo que manifiesta. Freud nos invita a suponer que a partir de eso que habla surgirá la clave para alguna resolución. Porque, al final y al principio, este cuerpo nuestro no es un mecanismo ciego, sordo y mudo sino algo que, si prestamos atención, forma parte de las cosas que quieren decir algo. No sólo porque el cuerpo tiene y da sentido a las cosas sino porque en sus expansiones insiste en mostrar. Ese algo que requiere de palabras, aunque no las tenga. Algo que hace hablar.

¿Qué extraña pareja arman nuestro cuerpo y las palabras, las nuestras o las ajenas (tampoco es sencillo determinar cuál es cuál)? No parece que se entiendan nada bien. Las palabras que educan (domestican) suelen mostrar su ineptitud. Las palabras que seducen o exaltan no siempre llegan a destino.

Si el lenguaje es sólo comunicación y control, no parece cumplir bien su objetivo.
Pero el lenguaje no es sólo eso.

Al menos cuando las palabras se encuentran con los cuerpos en un territorio que queda fuera de control y es tan difícil de comunicar. Se trata del territorio de los síntomas. Los que nos llevan al análisis.

Cuatro:

Hay síntomas porque tenemos cuerpos. En especial esos síntomas que aparentan ser puramente “mentales”.
Freud encuentra, muestra y hasta demuestra que si no hubiera cuerpo no habría síntomas.
Porque lo que hay en el origen de cada síntoma es un conflicto que no puede resolverse con los recursos habituales del sujeto, y el cuerpo participa necesariamente de ese conflicto. Ya sea por sus “pulsiones de autoconservación” o por sus “pulsiones sexuales”. Ya sea por la preservación de su imagen narcisística o por la puja de un deseo por abrirse paso hacia algún tipo de realización. Ya sea por un reclamo a lo psíquico como por un recordatorio de que hay ciertas marcas y señales que no se pueden desconocer.

Freud también va describiendo (aunque no lo nombre exactamente así) modos de funcionamiento del cuerpo que se corresponden con distintos modos de lo sintomático.

No es equivalente el cuerpo hecho de representaciones que se altera caprichosamente en el síntoma histérico que el cuerpo impedido de encontrar su representación que se deshace en los síntomas de la neurosis de angustia.
Tampoco es equivalente el cuerpo atenazado y envarado de la neurosis obsesiva, cuerpo que se debe mantener bajo el control férreo de lo mental (por lo cual la neurosis obsesiva resulta una parodia sintomática de la modernidad, o sea de la racionalidad operativa y el control administrativo de los cuerpos).

Tampoco es igual el cuerpo desarticulado, estallado, invadido o perseguido de las psicosis.
No es el mismo el cuerpo tomado por algo, gozado y desperdigado de la esquizofrenia, ese que el sujeto tiene que reunir por fragmentos, tratar de reparar con costuras extrañas y sostener con un trabajo a veces quimérico.
Que el cuerpo aparentemente intacto de la paranoia, donde sin embargo lo que está amenazado, perseguido, pasible de ser tomado, es lo corporal en todas sus dimensiones.

No es el mismo cuerpo que el de la fobia, ese que hay que cuidar del mal encuentro derivándolo por caminos exóticos, por desvíos o por inhibiciones precautorias.
Ni es el mismo cuerpo el que soporta la angustia, la que no engaña porque no dice nada pero es imposible de desconocer. Angustia que, como concibe Freud, puede exponerse a través de alteraciones de la funcionalidad del cuerpo (mareos, diarreas, cefaleas, disnea, taquicardia) aparentando un trastorno médico cuando en verdad se trata de otra cosa, de esa Cosa que la angustia presentifica. Eso que no engaña, entonces, también confunde si la leemos demasiado rápido o no la leemos en absoluto. Porque no dice pero sí imprime, hace marcas, señales, pequeños desgarros a través de los cuales se puede apreciar una penumbra particular.

No es el mismo cuerpo que el del duelo, ese al que le han arrancado un pedazo de sí, que no sabe muchas veces cuánto o cómo ha perdido, que sigue andando, pero ahora rengo y manco, tratando de disimular lo que está ausente y a la vez encontrándose todo el tiempo con ese pedazo tan propio y tan ajeno a la vez, teniéndolo como compañía fantasmagórica y a la vez tan concreta que no puede moverse sin eso.

No es el mismo cuerpo el de la manía, un cuerpo volátil, exaltado, febril, que parece ilimitado en su potencia y vacío de necesidades, incapaz de asentarse, eufórico de vida y apabullante por eso mismo.
No es el mismo cuerpo que el de la melancolía, aplastado contra un colchón o un asiento, pesado como si toda la materia del universo lo comprimiera allí, desprovisto de voluntad, abandonado por el principio del placer, casi invisible para el espejo de las miradas de los otros.

Cinco:

Analizarse es, en muchos sentidos, recuperar un cuerpo por poder vaciar(se) de algo que surge él. Lo hacemos hablando, diciendo todo lo que se nos ocurre, a lo largo de un tiempo que se registra en pasos lógicos. Hablando sin pensar, como nos enseña la regla fundamental. De todas las maneras: con frases, con gestos, con silencios, con pequeños o grandes acciones, con sobresaltos, con sorpresas, con miedos y también descubriendo sabores nuevos e insospechados.

Nos analizamos porque un cuerpo, ese que llamamos “el mío” nos lleva hasta ahí. Y porque alguien también pone algo de su cuerpo: una presencia, un sonido silencioso, una espera, un decir en suspenso. (El analista, su función, toma cuerpo de vez en cuando).

Y, finalmente, nos vamos del análisis con algo nuevo porque algo se ha podido dejar allí. Podemos irnos cuando se produce una nueva falta y esa nos pertenece.

Y el cuerpo consiente, ahora sí, en llevarnos de vuelta a casa.

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