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Número 16 - Noviembre 2024
El cuerpo en la adolescencia.
¿Sueños? ¿Fantasías? Ensoñaciones? ¿Masturbaciones? Dos viñetas
Enrique Millán

1950

Tengo veinte años. Conseguí un trabajo en la Municipalidad el año pasado. Soy secretaria de Ginecología y Obstetricia de un Hospital General. El curso de la Pitman de taquidáctilografia me sirvió mucho
El Jefe, de quien dependo directamente, el Doctor X, llega todos los días puntualmente, se pone su delantal blanco almidonado, tiene la cara afeitada con navaja, que deja ese mínimo de pelo que raspa como para recordar que no se trata de la mejilla de una mujer, tiene la corbata muy bien atada siempre al tono de su traje y está engominado prolijamente. O sea que da la impresión de salir recién del baño luego de una ducha, aunque salga de una operación.
Empecé a trabajar en octubre del año pasado. El trato es de “Señorita” y “Doctor”.
Nunca me miró a los ojos.

1951.

12 de abril. Los sábados al mediodía se acaba la actividad y nos retiramos. Hay unos minutitos en los que todos estamos ordenando los escritorios, juntando nuestras cosas, cambiándonos. El doce de abril, el Doctor me miró fijamente a los ojos. Unos ojos verdes enormes parecidos al mar.
Me miró unos segundos, no dijo nada, y siguió como si nada hubiera ocurrido.
19 de abril Esta vez me miró, se acercó, agarró mi cara con una mano. El dedo gordo de un lado de mi mandíbula y los otros cuatro del otro lado. Y me dio un beso. Mis labios hirvieron. El doctor siguió sin decir nada ni una sola palabra.
Del 19 al 26 de abril. En ningún momento me volvió a mirar ni hizo la menor referencia a lo ocurrido.
Empecé a volverme loca. No sabía qué hacer ni con quién hablar. Tenía una sensación de rechazo y de enojo y al mismo tiempo me seguían ardiendo los labios como en el primer instante.
26 de abril esta vez volvió a besarme, pero introdujo su lengua en mi boca y estuvo unos segundos más que la vez anterior.
La sensación fue infernal, drástica, terrible. Quise decir algo, una frase, una pregunta, pero las palabras no salían de mi boca.
No tenía con quién hablar, toda la moral, todas las creencias se iban cayendo poco a poco. Solo había besado en la boca al único novio que había tenido, pero no habíamos pasado de allí.
Mayo. Durante dos semanas ni me habló, ni me miró, ni volvió a besarme. Contrariamente a todo lo pensado, esperaba el sábado con una expectativa repudiada.
A mediados de mayo volvió a besarme, largo rato, pero me tocó los pezones por debajo de mi camisa y de mi corpiño. Los descubrí eran como dos antorchas encendidas en mi pecho. No sabía que eran capaces de tanto fuego. Durante esa semana el sólo roce de la ropa en mis pezones los ponía erectos. Necesitaba sus manos.
Agradecí después que volviera a besarme y acariciarme los pezones y las tetas con suavidad y dureza.
Quince días más de locura y de espera. Volvieron las caricias y los besos de manera reiterada. Ya no podía más. Nunca me había masturbado.
Pero pasaron dos semanas más sin nada. Desesperada, quería gritarle, pegarle, pedirle. Pero seguía escribiendo a máquina y mirando hacia abajo.
Y finalmente un sábado vino, me encerró en su consultorio, me puso con el pecho sobre el escritorio, me subió la pollera, me bajó el portaligas y la bombacha y me besó, me chupó   me acarició en todos los tres lugares hasta que se hicieron uno solo y no sabía cuál me gustaba más y si realmente había tres o dos o uno. Y todo esto sin poder gritar porque me había puesto la mano en la boca. Y como pasó con los labios de la boca y los pezones descubrí esos tres lugares que nunca más perdí en mi vida. Algo pasó, algo apoteótico, algo final, caí sin energías. Ya tendría tiempo para ponerle un nombre a eso que pasó.
Sin una palabra levantó la bombacha y el portaligas y caballerosamente me bajó la pollera y se fue.
En junio se sucedieron los encuentros iguales. Hasta que un día sentí que metía en alguno de los dos agujeros, no supe cual, algo caliente y duro. Algo que después aprendí a chupar acariciar, junto a sus bolas que fue lo que más amé en la vida.
Nuevos períodos de nada, de hacerme esperar, hasta que un día me habló por primera vez. Después de chuparme toda me dijo ¿La querés? ¿querés que te la meta? Me obligo de ahí en más a que se la pida, si demoraba un poco por algún gemido, ya no me la metía hasta la próxima vez. Me llevaba al máximo de excitación y cuando era el momento de meterla me preguntaba y me hacía esperar, me pedía que le ate los zapatos o que le arregle la corbata y después me la metía.
Octubre. Un día vino y llegamos al momento de la pregunta me dijo que no, que ese día me la iba a meter el Doctor fulano que se acababa de separar y que estaba muy triste. Me di vuelta y estaba el sujeto con la pija ya afuera y me negué, me opuse, pero él volvió a tocarme los pezones y todo lo demás ¿Querés la mía? dijo. Le dije que sí, y me dijo que, si quería la de él, primero tenía que metérmela el doctor. Me di vuelta y me la metió el doctor y primero me repugnó y después me di cuenta de que mucha diferencia no había.
Y en noviembre fue un adolescente hijo de un amigo que nunca había cogido con nadie, y en diciembre un viejecito jardinero que a él le daba pena. Y después fueron dos, que me hicieron registrar la diferencia entre un agujero y el otro.
Hasta que un día frente a la pregunta acerca de si quería la de él, me di cuenta de que no sabía qué responder, que me daba lo mismo, que lo que quería era sentir algo adentro.

2020.

Me llamo Florencia y soy secretaria del Doctor X desde hace cinco años. Ahora no se trata de “Doctor” y “Señorita”, sino de Florencia y Jorge. Este sí que no me mira, ni me miró nunca ni me mirará. Este solo mira a su mujer y a sus pacientes rubias “Barbie” boludas de Belgrano con botas altas en invierno. Y yo estoy harta de tener que ir al baño a imaginarme pelotudeces de los años cincuenta que más probablemente hubiera podido vivir mi mamá más que yo. Y ahora ni siquiera llego demasiado a nada.

Siesta.

Bajaba de uno en uno los escalones de la angosta escalera metálica caracol que iba del cuarto de las chicas que tenía apenas tres camastros y un espejo para verse el aspecto antes de bajar, hasta los cuartos de prestación.
Pensaba que alguna vez había soñado con ser una chica que pudiera bajar las escaleras de su casa con un vestido largo en su cumpleaños de quince. Con todos sus amigos y familiares mirándola bajar y también con humo. Esa chica nunca hubiera pensado en terminar así. Entró en el baño, se miró la cara, se la enjuagó y agarró el pañuelito blanco que siempre llevaba cuando tenía que prestar un servicio.
No le importaba mucho la ropa que tenía puesta porque se la tenía que sacar rápido. Salvo cuando había varias chicas desocupadas y tenían que hacer un pequeño desfile. En general se ponía una pollerita tableada como de adolescente que le daba muy buenos resultados. Se alegró un poco pensando que con la plata que iba a ganar con este cliente iba a poder llevarle a la madre una hamburguesa de Mc Donald´s que le gustaban tanto. Pensó que justamente ahí la habían enganchado, ese pibe que parecía tan inocente. Y que le contó cómo una amiga había empezado y lo que pagaban por cada servicio. Había pensado en todo lo que podía hacer con ese dinero. Había dudado unos días y finalmente se había decidido
El cliente era un tipo con panza redondeada cincuentona. Había terminado por gustar de esas panzas y acariciarlas, le hacían recordar a su papá. Estaba un poco transpirado. Lo dejó hacer, siempre con su pañuelito en la mano. Acariciándolo como si fuera una mano cariñosa y decidida a esperar lo que hiciera falta para volver a su camastro y volver a dormir una siestita, siempre logrando no sentir y mucho menos acabar. No quería.
En los primeros días de la época en que empezó las chicas le habían dicho que tratara de no acabar porque era agotador hacerlo tantas veces.  A ella le quedó como costumbre.
 Pero, esta vez, y odió el momento, vio detrás de los ojos del tipo, otros ojos y otros más y muy atrás vio una lagrimita. Y esa lagrimita la pudo.
Cuando le pidió que se diera vuelta y ella le aclaró que por atrás era más caro, sintió que la lagrimita caía sobre ella y entonces no pudo contenerse y, con furia, con enojo, apretó el pañuelito ya mojado por su transpiración y tuvo que ceder y gemir y finalmente gritar.
Sonó el celular leyó el mensajito: “Bajá, mi amor, que llegó la modista para probarte el vestido para tu cumple. Otra vez te dormiste una siestita”
Se levantó, se lavó un poco la cara para que nadie se diera cuenta y se dispuso a bajar por las escaleras de mármol de su casa.

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