¿Sabés cuántas veces en mis noventa años puse el cuerpo? Corrijo: lo expuse. No he dejado en todos estos años de hacer que mi cuerpo dijera lo que sentía.
Dejé que me golpearan, esquivé piedras, aguanté que lo mojaran carros hidratantes. Dejé que mi cuerpo resistiera largas horas de espera en los pasillos de los hospitales para ser asistido por no tener obra social. Esperé en la antesala de los juzgados que recibieran mis denuncias ante la indiferencia y el maltrato de los empleados.
Puse el cuerpo para que un juez de turno certifique que estaba apto para seguir su trabajo. Ese cuerpo que se quiere, que se adorna, tratándolo de cuidar para mejores tiempos. Ese cuerpo que tuvo la fortuna de llevar adentro otras vidas, cuando contempla el fruto ya maduro de esa obra, se da cuenta de cómo la vida se va lentamente.
Mientras tanto, es posible seguir demostrando que esa creación exquisita de la naturaleza sigue funcionando. El cuerpo está para ser amado, cuidado y esperar de él lo más sorpresivo, alegre, esperanzador, listo para un nuevo encuentro. Es un cuerpo para dar al otro lo que le falta. Este trabajo maravilloso, dura toda la vida.