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Número 16 - Noviembre 2024
Selfies: el diseño y su nuevo cadáver
Alejandro Varela

La selfie es un producto tecnológico y la tecnología es el rostro visible de la ciencia. Colette Soler, retomando las enseñanzas de Lacan, ha destacado en numerosas oportunidades el cuestionamiento que la ciencia ha provocado en la configuración de los lazos sociales actuales.

La ciencia, debido a su carácter universal, ha producido efectos en la civilización promoviendo un reordenamiento de los agrupamientos sociales, y, además, como motor de la organización capitalista ha contribuido a una fragmentación de los lazos.
Colette Soler se pregunta acerca de la contradicción existente entre lo antedicho y la paradójica circunstancia de la extensión de los vínculos que el capitalismo provoca, cuando permite y estimula que se amplíe la investidura libidinal a dimensiones planetarias.
La globalización resultante implica que haya un vínculo, pero, por otra parte, muy poco social. Es una relación que tiene cada individuo con los productos que se producen y consumen.
Existe una causa común desde ya: todos somos adictos a los productos que consumimos. Se fabrica homogeneidad, pero no lazo.

Eros más que convocado es desestimado: asociarse a los “plus de goce” industrializados, no asociarse a un semejante. La causa capitalista no junta a los individuos entre sí, deja a cada uno reducido a su cuerpo, proletario. (1)

¿Por qué proletario? Porque no hay ningún discurso con el cual hacer lazo social, sino la ilusión de completarse con un plus de gozar que hace individuo y no sujeto. En ese proceso es que participamos todos.
El plus de gozar, la causa del deseo que prepara el discurso de la ciencia, está sujeto al saber y a las técnicas derivadas de esos saberes, es un plus de gozar de consumo.

Los productos del mercado que la producción industrial genera en masa, y a las cuales el individuo proletario se sacrifica menos de los que él mismo es sacrificado, deberían ser a los que hay que pedirle cuentas, menos que al amo, por la explotación que se padece.
Por otra parte, en la masa freudiana, los lazos de cada cual con su jefe y de cada uno con cada uno, están bien determinados, y el elemento unario que sostiene el conjunto realiza la conjunción del significante amo (Freud lo llama Ideal), con el objeto.
La agrupación capitalista, por el contrario, produce agregados que no tienen la estructura de un conjunto. Se construyen a partir de similitudes o diferencias de goce, de gustos o afinidades compartidas.
Hay como en la masa carácter gregario, es más, también como en la masa un racismo de los síntomas, pero lo que está en juego es un objeto plus de gozar, sin pasar por el rasgo ideal de la masa freudiana. En ese contexto es posible verificar el carácter superyoico inherente a la imagen de la selfie: una imagen dada a consumir, pero sin relación con el Ideal del yo.

Es bien conocido que Lacan llamaba a los vínculos sociales discursos y que en todos ellos los ordenamientos implicaban disparidad: entre el amo y el esclavo, entre el maestro y el alumno, entre el histérico y el amo o entre el analista y su analizante, y que esta disparidad implicaba discriminación.

En el discurso capitalista donde hay una versión globalizada del fantasma, donde los que se llaman gadgets de la ciencia adquieren la misma función que el objeto a, lo que se produce es una segregación.
La segregación regula los agrupamientos proletarios a través del espacio: desde los muros del asilo hasta las villas o los barrios cerrados. Es la consecuencia de que opere la sola diferencia entre los goces.
Por otra parte, la máquina capitalista no produce solamente agregados sino también un conjunto orgánico con todos sus engranajes interdependientes.

Esta interdependencia relacionada con la producción supone regulaciones múltiples, ajustes de conducta contractuales en el mundo del trabajo, jerarquías, etc.: en ese contexto Colette Soler se pregunta si estas regulaciones son iguales que las soldaduras regidas por el Eros de la masa freudiana.

Las cohesiones que el discurso capitalista produce y el colectivo que implica, son paradojales: conjugan el instrumento del lenguaje con los productos de goce sin pasar por Eros.
Es en este contexto que es posible tratar el fenómeno de la selfie. Producto de los gadgets, podemos preguntarnos por su relación con el Eros.
Ingrid Sarchman en un artículo de la Revista Ñ de junio de 2019, incluye algunas observaciones interesantes para el tema en cuestión.
Hasta hace poco tiempo, refiere la autora, era habitual que los cirujanos plásticos se encontraran con demandas que aludían a las estrellas del momento: Julia Roberts, Nicole Kidman, etc.

Hoy en día, dice Ingrid, los parámetros estéticos han virado a través de la selfie del exterior hacia el interior de nosotros mismos (2).

En la consulta, no es inhabitual que la paciente se encuentre munida de un teléfono celular como herramienta imprescindible para lograr la cara que desearía.
En la pantalla están las fotos que muestran su propio rostro modificado, sometido a filtros, idealizado, y en algunos casos, distorsionado.
Además, sabemos que, en nuestra época, este recurso de utilización de la multiplicidad de objetos para el goce, ha hecho, consecuentemente a la caída del Otro consistente, que se aumente la base psicopatológica.
Pretendo decir que estamos en la época de los síndromes: de las psicosis ordinarias al DSM, todo es singular.
Para las selfies, también hay formas de síndromes: extensivo a la anorexia y a la bulimia, tenemos el BDD, o Body dismorphia disorder.

Es el Trastorno dismórfico corporal descrito como el conflicto por el cual las personas se obsesionan con defectos imaginados en su apariencia (3).

 La obsesión de sacarse fotos sólo para uno mismo y con el único fin de controlar supuestos defectos cuenta con filtros, aplicaciones para afinar el contorno, cambiar el tono de la piel, agrandar los ojos, reducir los poros, subir los pómulos, etc.
El síndrome, como no puede ser de otra manera tiene su nombre propio: es la selfitis y hay quien, por supuesto apoyándose en la O.M.S., lo liga a las adicciones y, por lo tanto, a la compulsión y a la repetición.
El itis de selfitis remite a una inflamación y obviamente, se lo considera como inflación narcisista que, como segunda piel, compensaría los déficits en la autoestima.

Debemos preocuparnos cuando invocamos los déficits: es conocido cómo los recursos farmacológicos están disponibles para compensarlos. El tema de las selfies es un poco más complejo.
Lo que resulta sumamente interesante del artículo es la idea de introyección tecnológica: no sólo la inducción a una convivencia apenas percibida entre el aparato y el órgano, sino la modificación, alteración y reformulación de la relación que mantenemos con el propio cuerpo en un nivel mucho más imaginario y abstracto y por eso menos perceptible (4).

Se agrega además que, semiológicamente, en estos casos deficitarios de una buena identidad, hay una tendencia al uso de las redes sociales y, por lo tanto, el uso de la pantalla para comunicarse con el mundo.
 El artículo citado concluye con una pregunta acerca de si superando la identificación al ideal de la estrella de moda, se podrá cumplir con el veredicto de la revista Time cuando en 2006 puso en su tapa un papel brillante que simulaba un espejo determinando que la personalidad del año: ¡era Usted!

¿Será la estética de la imagen inherente a la selfie solidaria con una propuesta como la descrita, en la que Paula Sibilia ve una estrategia que invita a los lectores a que se contemplen como Narcisos resplandecientes?
 Se retendrá la idea de introyección tecnológica y la red como comunicación, pero no para asociarla a un síndrome, sino para caracterizar la selfie como tal, vinculándola a la idea de diseño.
El filósofo y crítico de arte Boris Groys comenta cómo se critica habitualmente al diseño por engañoso ya que le impide ver a un espectador cómo son las cosas verdaderamente en la realidad.
El fetichismo de la mercancía y la sociedad del espectáculo nos habrían seducido a tal extremo que las cosas no sólo se vuelven invisibles, sino que además desaparecen.

Anticipa que, por el contrario, persiguiendo un ideal de autenticidad, el diseño moderno resta ornamento, como si se propusiese revelar la esencia escondida de las cosas, en lugar de diseñar su superficie (5).

En la época de la gran revolución estética y epistemológica, la Viena del fin de siglo XIX, de Freud, de Wittgenstein, de Schoenberg, de Klimt, cuando ya no se trataba de hablar del hombre común, sino de que el hombre común hablara, y vaya si con Freud se logró, el arquitecto Adolf Loos homologaba el ornamento a un delito.

Para Loos, el verdadero diseño consiste en la lucha contra el diseño, contra el deseo delictivo de encubrir la esencia ética de las cosas bajo su superficie estética (6).

Según Groys después que Nietzsche decretara la muerte de Dios, el diseño del alma hecho de lo simple, de lo reducido, incluso de lo ascético, a diferencia del cuerpo y lo exterior ricamente ornamentado, pasó al exterior.
El cuerpo pasó a tener la ética del alma que se volvió estética, forma. Donde estuvo la religión pasó a estar el diseño o ese nuevo diseño pasó a ser la religión.
Si tradicionalmente se entendía la metanoia como el pasaje del cuerpo mundano mortal hacia la perspectiva del alma eterna, en el diseño moderno también habría una propuesta similar, salvo que la metanoia consistiría en purificar todo lo mundano de lo arbitrario de un particular gusto estético.

Loos refiere en un texto: De un pobre hombre rico, las tribulaciones de alguien que sometido al diseño de un arquitecto debe acomodarse al diseño total de la casa y homologa a su dueño con un cadáver.
Se hallaba excluido de la vida futura, de sus esfuerzos, desarrollos y anhelos. Sentía: ahora hay que aprender a circular con el propio cadáver. ¡Sí! ¡Está acabado! ¡Está completo!
Por supuesto que este anti – diseño que es el diseño moderno que Loos proponía, ha pasado a ser un estilo entre otros en la posmodernidad, pero lo que retenemos es el gesto.
La no tolerancia por los ornamentos hace que el propio consumidor asuma una responsabilidad ética y estética por la imagen que ofrece al mundo exterior, los consumidores se convierten en prisioneros del diseño total como nunca antes porque ya no pueden delegar en otros las decisiones estéticas.

Así es que la forma última del diseño es el diseño del propio sujeto. Los problemas del diseño sólo son adecuadamente abordados si se le pregunta al sujeto cómo quiere manifestarse, qué forma quiere darse a sí mismo y cómo quiere presentarse ante la mirada del Otro (7).

Si antiguamente la gente se preocupaba por cómo aparecía su alma ante Dios, hoy la preocupación es por cómo aparece el cuerpo en el entorno.
Es interesante que un crítico de arte interprete que esa aparición apunte a lo real, pero que señale al mismo tiempo que lo real mismo ha pasado a ser una superficie de diseño.
Joseph Beuys decía que todo sujeto tiene derecho a ser artista; hoy es una obligación. La selfie se inscribiría bajo ese régimen.

En 1967 Lacan en su Discurso en la escuela freudiana de París dice: Así funciona el i(a) con el cual se imaginan el yo y su narcisismo, haciendo de casulla para ese objeto a que constituye la miseria del sujeto. Esto porque el (a), causa del deseo, por estar a merced del Otro, angustia pues ocasionalmente, se viste contra - fóbicamente con la autonomía del yo, como lo hace el cangrejo ermitaño con cualquier caparazón (8).

Sabemos de las vicisitudes que tuvo para Lacan esa i (a); esa, en verdad i´(a), ya que estamos hablando de la imagen especular.
Lo imaginario es un ropaje, casulla dice la traducción, un hábito que viste al objeto tanto como causa real y también como plus de goce.
Varias acepciones han acompañado esa descripción de la imagen especular: en algunos momentos homologada con el fantasma, otras veces como notación del yo o como falso ser del sujeto.
En los 90, mucho antes de la difusión de las selfies¸ en un seminario, Diana Rabinovich se preguntaba por los destinos de ese ropaje si se pusiese a caminar por el mundo sin una causa del deseo que arropar. ¿Es ese el lugar que le adjudicaríamos a las selfies, de ser un espejo sin causa?

Diana extendía los efectos de la i sin a, a la televisión, donde el efecto pantalla es que penetra en el living o el dormitorio en tiempo real en detrimento del tiempo diferido de un documental o una película donde el efecto es espacial. Ni qué hablar de la perspectiva formal que tendría un cuadro.

Cuando la pantalla se traslada al hogar, es un decorado sin actores, donde los actores somos nosotros mismos. Es un modo simple de realidad virtual.
¿Tiene la selfie la misma característica de virtualidad tragándose a quien se la saca en una imagen que lo enajena de sí?
El territorio de la selfie es un lugar privilegiado para pensar la imagen especular. También lo es la constitución de un retrato.
Hay quien se pregunta: ¿a qué se parece un retrato cuando su modelo desapareció hace siglos y no hay nadie para “reconocerlo”? ¿Qué nos hace suponer que es un retrato?

No se hablará propiamente de un retrato si el modelo está haciendo algo. En el retrato el rostro que se nos aparece está totalmente orientado hacia su propia semejanza, es decir, la semejanza de su semblanza (9).

Los rasgos representados tienen que converger de tal modo que se concentren en una unidad de expresión. Propiamente esta unidad falta a la imagen. Viene de afuera.
Hegel decía que un retrato bien logrado es aquel que se parece más al modelo que el original. ¿Quién reconoce la propia selfie?
Describimos habitualmente la imagen especular y las vicisitudes de ese cachorro humano desde el lugar del observador. ¿Pero al pequeño qué le pasa? ¿Qué ve? ¿Cómo sabe que es su imagen?
Es sabido que lo importante en el estadio del espejo es la demanda de asentimiento: ese niño que vuelto hacia quien lo sostiene recibe como acuerdo o testimonio, dice Lacan, la confirmación acerca de qué es imagen y qué no. Un equivalente a la unidad de expresión.
¿Y nuestra selfie? ¿Es una repetición crispada de una unidad especular lograda y exhibida hasta el cansancio? ¿Es índice de una deflación narcisista que trasunta la crisis de identidad que anticipábamos en el artículo periodístico que citábamos?
Es un espejo en el bolsillo, seguro. Configura para el sujeto de hoy un índice de identidad. Las imágenes tienen una función superyoica, que no se realiza a través de las palabras de comando sino de la inducción imaginaria, con lo que conlleva de imitación y diferenciación con el semejante (10).

Tendríamos que aceptar, primero que la unidad narcisista que se adquiere en el espejo es precaria en tensión con el transitivismo y esto antes de la acción del Ideal. Lacan así lo sostiene mucho antes del 75 cuando aludió a la caída del Otro consistente. (El texto sobre el estadio del espejo es de 1949).

Además, mucho deberíamos profundizar acerca del superyó temprano de Melanie Klein.
Por otra parte, con Colette Soler entiendo que el narcisismo, precisamente a partir de la tensión entre la imagen y el transitivismo, es relacional.
El sujeto se encuentra lo bastante interesante como para mirarse en un verdadero espejo, pero luego le resulta necesario enviar la “selfie” para mirarse en el ojo de los otros (11).

Es una relación de seducción.
Hemos señalado la soledad del sujeto en el discurso capitalista compelido a consumir y producir para consumir, volcado a la ilusión de un goce que a fin de cuentas es metafórico.
Estimulado por el objeto de la plusvalía el sujeto está orientado a la falta de gozar.

Sabemos, por otra parte, que lo que constituye memoria es lo que se perenniza en la cadena del discurso, en el significante.
Por otro lado, la selfie fija un instante de la vida no reproducible en un mundo hecho de imágenes: es un remedio un poco desesperado no sólo para la soledad, sino para la desaparición.
Cuando decimos que el capitalismo es una organización que depende de la ciencia, no debemos olvidar que también lo es de la ciencia económica.
Los agrupamientos contingentes que se individualizan en la homogeneidad encuentran en la selfie un recurso al alcance de todos: es una suerte de ready - made.
En épocas de desinserción social, como los tatuajes alejados de su significación religiosa o simbólica de otras épocas, constituyen signos de individuación a buen precio.
No es casual que los encontremos en los anónimos del capitalismo, no en aquellos que tienen el lujo o el poder de la fortuna como rasgos distintivos. 

Notas

(1) Soler, Colette. Cuestionamiento del vínculo social. En Incidencias políticas del psicoanálisis I. Ediciones S & P. Barcelona. 2011. Página 452.

(2) Sarchman, Ingrid. Tanto en la selfie como en la vida. Revista Ñ. 1 de junio de 2019. Página 16.

(3) Scharchman, Ingrid. Op. Cit. Página 16.

(4) Scharchman, Ingrid. Op. Cit. Página 16.

(5) Groys, Boris. La obligación del diseño de sí. En Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporáneo. Caja Negra. Buenos Aires. 2014. Página 22.

(6) Groys, Boris. Op. Cit. Página 26.

(7) Groys, Boris. Op. Cit. Página 23.

(8) Lacan, Jacques. Discurso en la Escuela Freudiana de París. En Otros escritos. Paidós. Paidós. Buenos Aires. 2012. Página 280.

(9) Citado en Le Gaufey, Guy. El lazo especular. Un estudio travesero de la unidad imaginaria. Edelp. Buenos Aires. 1998. Página 121.

(10) Soler, Colette. Otro Narciso. Escabel ediciones. Buenos Aires. 2018. Página 49.

(11) Soler, Colette. Op. Cit. Página 51.

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