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Número 16 - Noviembre 2024
Diluirse
Alejandro Varela

Los artistas son obstinados soñadores de mundos imposibles, y como los filósofos,
forman parte de una serie que encuentra su lugar en los intersticios.

Luis Gusmán: La literatura amotinada

Nuestros tiempos nos enfrentan con la amenaza que pende sobre la sobrevivencia de la especie humana. Podría parecer fútil resistir a la degradación de la palabra que acompaña a esa amenaza.
Sin embargo, esa resistencia actúa de modo acuciante en quien escribe, aunque fracase en hacer frente a la ironía de la historia que parece exhibir un retorno a las condiciones nómades de la existencia (1).

Por lo tanto, las líneas que habré de escribir formarán parte de esa resistencia, no ante la desilusión que provoca nuestra época, sino ante una verdadera dilución, la que cabe a la materialidad del fantasma, que se diluye en uno solo de sus componentes: el hábito, el ropaje que viste al objeto a como causa real del deseo o en su función de plus de goce.
Habré de referirme a cuál es el contexto en el que esta dilución tiene lugar, cuál es el régimen de las imágenes que lo determinan y cuál es el punto culminante del proceso que consideraré diseño de sí.
Como se trata de una resistencia, finalmente, antes del inevitable fracaso, mencionaré cierta concepción intersticial del arte que, al modo de Becket en Esperando a Godot, pueda afirmar: No hay nada que decir, pero es necesario seguir hablando.
Tres acepciones pueden evocarse a propósito del verbo diluir: disolver algo por medio de un líquido (aquí tenemos a Zigmunt Bauman y su sociedad líquida); disminuir la concentración de una disolución agregando disolvente (mezcla de hechos y lawfare, es decir, concentración de ley y guerra) y hacer que algo pierda importancia o intensidad hasta que algo no se pueda percibir (ideología del relato).

Señalaba el ropaje en que se diluyó el objeto que causa el deseo: a propósito de ello en Aun, Lacan afirma que el hábito ama al monje, porque por eso no son más que uno. Dicho de otra manera, lo que hay bajo el hábito y que llamamos cuerpo, quizás no es más que ese resto que llamo objeto a.

Agrega: Lo que hace que la imagen se mantenga es un resto. El análisis demuestra que el amor es en esencia narcisista, y denuncia que la sustancia pretendidamente objetal – puro camelo – es de hecho lo que en el deseo es resto, es decir su causa, y el sostén de su insatisfacción, y hasta de su imposibilidad (2).

En el Discurso a la Escuela Freudiana de París, Lacan complementa lo expuesto homologando la i´(a), su famosa imagen especular, con el hábito que viste al objeto. Este objeto a hace a la miseria del sujeto ya que está expuesto al deseo del Otro. Esto provoca que el sujeto se disfrace con esa i´(a) bajo la forma de la autonomía del yo, como lo hace el cangrejo con cualquier caparazón.
Hace algunos años Diana Rabinovichseñalaba las consecuencias, más que evidentes, tiempo después, que la i´(a) se pusiese a pasear por el mundo, desprovista del objeto que otorga materialidad al conjunto: puro disfraz (3).

En algunos lugares de su conceptualización Lacan homologa la i´(a) al yo, también al fantasma, y fundamentalmente al falso self del sujeto.
En un momento cuando haga referencia al contexto en que este paseo es posible, es más, es lo más posible de todo, me explayaré sobre esto, pero adelanto que el fantasma no es ni interior ni exterior al sujeto, no es el alma, aunque se pueda utilizar esa ficción.
En Radiofonía Lacan atribuye al fantasma ser una materialidad incorporal en el sentido estoico del término, es decir no es el árbol ni el árbol verde: es el verdear mismo.
Es un axioma porque no hay una verdad que sea más verdadera que el fantasma: lo que hay más allá del fantasma no es la verdad sino lo real de lo imposible de la relación sexual.
El fantasma no está en continuidad con el organismo biológico, sino que transforma al organismo que por acción de lo simbólico deviene incorporal, pero es el fantasma quien mantiene la materialidad del cuerpo.
Hablaba de un contexto: en nuestras democracias no hay más grandes relatos identificatorios, sino pequeñas historias alejadas de las exigencias de otras épocas y vínculos hedonistas aliviados.
El cuerpo aparece escindido entre los goces privados y el imperativo de ser auto - emprendedor manteniendo el cuidado del cuerpo y el anhelo de alejar cualquier subordinación a una norma: ¡sé feliz!, es la consigna.
La sola referencia a la demanda de psicofármacos nos hace ver que pese al mandato de felicidad el sujeto contemporáneo es sumamente frágil.
Lacan nos habla de un cuerpo hablante que esclarece la oposición freudiana del principio del placer y lo que hay más allá de goce.

La lengua del cuerpo que es la del goce no autoriza ningún hedonismo feliz, dirá Eric Laurent (4): obliga a enfrentarse a su real.
Este tropiezo permanente con lo real impide al sujeto ser amo de su cuerpo como indica el mandato social.
Sabemos que el trauma del cuerpo está provocado por esa lengua anterior al lenguaje que Lacan llama lalangue.
¿Cómo impacta la palabra en el cuerpo? Freud desarrolló su mitología pulsional para referirse a ese impacto. Lacan omitiendo ese lenguaje elige hablar de parletre.
El punto de unión de la palabra y el cuerpo es un misterio, dice Miller: prefiero hablar de enigma, de opacidad, y con ello pretendo imponer un alto en el paseo de las imágenes transparentes de hoy en día.
Pero vuelvo al contexto: estamos bajo el discurso bio. No hay análisis filosófico que no parta de la biopolítica. Este discurso recurre a la imagen del cuerpo para hacer desaparecer más eficazmente su real de goce: comenzamos el paseo.
La imagen del cuerpo reproducida infinitamente gracias a las tecnologías innovadoras se presenta como solución a la angustia contemporánea.

Las tecnociencias y todos los objetos que produce hacen del cuerpo una máquina, una máquina barroca que como decía Lacan en algún momento reglaba los goces por medio de una escopia corporal.
Estamos en una paradoja constante: por un lado, el cuerpo se hace infinitamente sub - divisible: epigenética, genética, fisiología, y por otro, difracta su falsa unidad en las pantallas más diversas.
El cuerpo confundido con el organismo: hasta el cognitivismo reacciona contra la simplificación de reducir la comprensión a los circuitos cerebrales, y pretende regresar al estudio de los comportamientos.
La idea del cuerpo máquina ignora que no hay sujeto que pueda responder al goce que es un trauma, un agujero en las representaciones del sujeto.

Laurent destaca que la presencia del goce es presencia de Otra cosa y al mismo tiempo ausencia de percepción y representación que pueda responder.
Se ve en el éxtasis: es en el cuerpo, ya que hace falta un cuerpo para gozar, pero es lo inverso del surgimiento de la imagen: es la manifestación de un cuerpo sin imagen de la que el sujeto se ha ausentado, fuera de sí.
Por otra parte, la imagen del cuerpo se nos hace evidente: ello nos hace creer que el cuerpo es uno de nuestros atributos, es más, que lo somos, cuando en realidad es nuestro primer otro, la i´(a). Freud mismo hablaba de las trampas narcisistas que ignoran los procesos pulsionales que determinan el goce.

Siempre Lacan afirmó la separación radical entre el sujeto y la imagen, pero desde Radiofonía, además, escinde lo que pasa entre la carne y el cuerpo como una relación que antecede a lo que ocurre con la imagen.
La separación entre la carne y el cuerpo procede de un menos uno fundamental: para el ser que habla y que demanda el cuerpo no alcanza a inscribir todo el goce.
El goce va a permanecer disfuncional, en exceso con respecto al cuerpo. El cuerpo como superficie de inscripción no deja de huir. En ese lugar, la adoración de la forma del cuerpo surge como el sueño de una consistencia que se le ofrecería al sujeto en lugar de un cuerpo que se le escapa: ocasión para el disfraz y la infinita circulación de las imágenes.

Así es que en el Seminario XXIII Lacan dice: El amor propio es el principio de la imaginación. El parletre adora su cuerpo porque cree que lo tiene. En realidad, no lo tiene, pero su cuerpo es su única consistencia – consistencia mental, por supuesto, porque su cuerpo a cada rato levanta campamento (5).

Por lo tanto, el cuerpo es superficie de inscripción en defecto respecto del trauma de goce. Imaginarse como consistencia mental, un lugar al que no le falta nada, esta idea de sí es lo que predomina en el paseo de la i´(a) separada de la consistencia del a.
Que el sujeto se produzca como un agujero, efecto de lo que Lacan llama con el neologismo troumatizado, no impide que el sujeto trate de querer atrapar el momento de su desaparición.
Esto es lo que está en juego en el escenario del goce, el fantasma, mezcla de significantes que han contado, de imágenes oníricas y de experiencias de goce del cuerpo (6).

De este modo el sujeto trata de acercarse al goce cristalizándolo en un objeto o en un escenario más o menos ritualizado.
Provisoriamente podríamos decir que por un momento habría un final del paseo por medio de un objeto o un ritual. ¿Será ésta esta nuestra realidad contemporánea?
Se ha dicho que el capitalismo es una sociedad materialista. Al colocar los objetos bajo ese equivalente abstracto y universal que es el dinero, en verdad es la sociedad menos materialista que hay: ¿proclive a la consistencia mental por excelencia?
Ocasión para la renovación del paseo.

Anticipo y enfatizo: para la constitución de ese objeto de deseo (perdido) y la configuración de un escenario más o menos ritualizado, con los significantes importantes para cada sujeto, las imágenes son imprescindibles y de ellas se nutre el fantasma que es sustancialmente imaginario.

Las imágenes desde el advenimiento del monoteísmo, sobre todo en el cristianismo, han constituido una memoria de la especie: un sistema de representaciones que fija la conciencia y el inconsciente de los sujetos a una estructura de reconocimientos sociales, culturales, sociales e ideológicos.
En este sistema los sujetos se reconocen y encuentran su lugar en el mundo: así se ha construido el arte, sobre todo el visual.

Eduardo Grüner en El sitio de la mirada, destaca cómo este religare comunitario ha sido, históricamente un aparato visual de constitución de la subjetividad colectiva y el imaginario social – histórico (7).

El conjunto de imágenes tiene como función una transmisión ideológica y construyen por medio de una mirada una memoria que fija la pertenencia a un orden cultural.
Grüner describe cómo la materialidad concreta de la imagen se diluye y se arma como representación de una abstracción, de una Idea, de una Ideología en la que los sujetos se reconocen.
De todos modos, la materialidad de la imagen y su carácter de ser una representación arman un campo de batalla. Por un lado, la iconología toma las imágenes como representativas de un cierto orden simbólico como hace Panofsky describiendo motivos, temas, configuraciones formales, etc., pero hay quienes como Didi – Huberman o Nancy, por ejemplo, impugnan que una imagen se someta a ese orden y extraen otras consecuencias.

La historia del arte se nutre de estos problemas: las imágenes renacentistas, por ejemplo, sugiriendo el humanismo del momento, o también portando elementos polémicos que exceden su inclusión en el orden formal de la época.
No es nuestro tema hoy, pero es famosa la polémica alrededor de El nacimiento de Venus de Botticelli que daría cuenta la elegancia pasmosa, la belleza inaudita, el equilibrio preciso, la pureza angélica de una composición renacentista perfecta.
Pero, por otro lado, Abby Warburg señala la dimensión exageradamente crispada de los cabellos de la protagonista central, el movimiento de las ropas en diferentes direcciones o el retorcimiento violento de las telas.
Por otra parte, Eolo parece soplar en dos sentidos contrarios: apunta hacia afuera desde ambos extremos del marco de la obra descentrando la mirada automatizada hacia el centro de la obra fijada a la altura del sujeto contemplador.

          

Warburg describe cómo sobreviven en esa supuesta apariencia bella, renacentista, elementos conflictivos de otras épocas, lo que descoloca el vacío formal de una belleza abstracta y la nutre de elementos de horror.
 La contradicción entre las dos direcciones del viento no es ni más ni menos que la expresión formal de un conflicto irresoluble entre la Belleza y el Horror que finalmente no deja de ser constitutivo de esa “greco – latinidad” que supuestamente “renace” en la época (8).

No es el objetivo de esta presentación hoy, pero sí es posible apuntar que las imágenes contenidas en la memoria colectiva y que el arte ha reunido permiten recorrer esta tensión entre la Totalidad ideal y la materialidad de la imagen misma que abre a otras interpretaciones.
El problema que se nos presenta en nuestros días en las que he anticipado que la imagen se va a pasear sin el objeto que le da consistencia, es que hay una falsa totalidad saturada de imágenes externas que tienden a la eliminación de los conflictos singulares de la memoria, que desplazan las tensiones entre particularidad y totalidad.

La pregunta de Grüner es si es posible para el arte redimir el cuerpo sensible de la imagen en su articulación con la construcción inteligible de una política de la memoria histórica.
Él se pregunta si el arte atrapado en la religión de la mercancía puede, como querría Benjamin, recuperar un comienzo a través de una imagen histórica tal como ésta relampaguea en un momento de peligro.
Recordemos cómo en una de las Tesis de la filosofía de la historia Walter Benjamin convoca al Angelus Novus de Paul Klee quien en su camino hacia el futuro ve cómo se van acumulando las ruinas a sus pies hasta que una tempestad se lo lleva al Paraíso y Benjamin se pregunta si a eso se le puede llamar progreso.

Donde nosotros vemos una cadena de acontecimientos, el ángel atónito veía acumularse ruinas a sus pies.
¿Podrá haber lugar para este relampagueo en el universo de la totalidad hecha de imágenes que circulan incesantemente?
Sabemos también que desde la Modernidad ha sido necesario para que las imágenes se constituyan como memoria algo que funcione como garante, que autorice la demanda de la imagen al sujeto: Dios, por ejemplo, o un cierto orden formal que lo reemplace.

Ese gran Otro que oficia de Garante, es el que disuelve la materialidad concreta y corporal de la Imagen en el fetichismo de la Trascendencia abstracta que, a partir de entonces, es el modelo y la matriz de la sumisión a lo Absoluto (9).

Ocurre que ya Nietzsche nos avisó que ese garante está muerto, y que ese lugar vacío Marx ha señalado lo ocupa la religión de la mercancía que satura todo el espacio de la mirada multiplicando imágenes.
Para Grüner el problema es si en ese contexto hay lugar para la redención de la materialidad subordinada y el arte puede realizar aquello que Lukács llamaba la insubordinación de lo concreto contra la tiranía de la abstracción.
Para nosotros la pregunta es si en la totalidad administrada de proliferación infinita de imágenes hay lugar para la causa del deseo dándole soporte o se pierde en el mundo augurando otras modalidades de retorno: violencia, adicciones o segregación.
Es un lugar común el tropiezo en la clínica con demandas poco sostenidas, sobre todo en los jóvenes, donde el goce de la indiferencia hace pareja con el hundimiento en aquel sentimiento oceánico que nos mentara Freud en El malestar en la cultura.
No hay joven que no esté sumergido en un mundo de imágenes y que no nos sorprenda con cierta lasitud en el deseo y un claro anhelo de despreocupación: no hay tanto un conflicto con la realidad sino el que la realidad tendría con él.
Con mucha pertinencia Grüner asocia el mundo de las imágenes con dos conceptos solidarios: el mercado y la democracia.

El mercado, verdadero abanderado del capitalismo tardío ya no compite con otros conceptos que han pasado de moda: el Estado, la sociedad, la lucha de clases, o la cultura.
La democracia queda subordinada a esta idea del mercado ya que consumimos periódicamente en el supermercado político programas y dirigentes sin que hayamos intervenido en esos programas y selección de candidatos más que lo que intervenimos en el proceso de distribución y producción de los productos que adquirimos en el shopping.

Marx desde el primer capítulo de El Capital, destacaba que en esa compraventa general se verificaba un proceso de índole religioso por el cual se idolatraba el objeto impidiéndose observar el complejo proceso de relaciones de poder y dominación que habían hecho posible la producción y acumulación de objetos para comprar y vender.
Denominaba a ese proceso fetichismo de la mercancía.
Los objetos desde ya desprovistos de su valor de uso y convertidos en mero valor de cambio, son más que objetos, representaciones de objetos.

Estas representaciones conforman aquello que Adorno y Horckheimer en La dialéctica de la Ilustración, habrán de llamar la industria cultural.
Mediando entre los seres humanos estas representaciones crean subjetividades y han logrado realizar el sueño de Kant: un sujeto trascendental que no depende de nada sino de sí mismo.
Han realizado una utopía, la de la comunicabilidad total donde el universo de las imágenes y sonidos no se representan más que a sí mismos. Es como la transparencia del mercado que no se somete sino a la ley de la oferta y la demanda.
Es también como la transparencia democrática en la que un espacio público universal establece la equivalencia e intercambiabilidad de los ciudadanos semejante a la de las mercancías en el mercado o a las imágenes en el mundo de las representaciones.
Esta transparencia de las imágenes que circulan en cualquiera de las plataformas y redes nos eximen de interpretar el mundo y por lo tanto de transformarlo.
La interpretación necesitaría de un punto de opacidad, de una problematización de lo aparente.

Anteriormente hacía referencia al encuentro misterioso del viviente con la lalangue y lo caracterizaba de opaco. De la misma opacidad se trata en el punto en que el cuerpo no alcanza a cubrir todo el goce y un exceso interpela. Es ese el punto en que la adoración de la forma del cuerpo se instala como disfraz ofreciéndose como consistencia exclusivamente mental.
Cuando se reconoce la opacidad, como secreto, como enigma, como esperanza, un ritual o un objeto detienen el flujo aportando alguna forma de materialidad. O si no, una pregunta, un interrogante de lo que se llama otra escena, digamos lo inconsciente.
Cuando la comunicabilidad es absoluta, el mundo no tiene secretos, y por lo tanto toda crítica sería superflua frente a la ubicuidad de lo inmediatamente visible. No habría lugar para la subjetividad crítica.
La imagen en ese contexto no es el síntoma de lo irrepresentable, sino una pura presencia de lo representado, una pura obscenidad, que no es otra cosa que la obscenidad del poder mostrándose al mismo tiempo que parece disolverse en la transparencia de las imágenes representadas (10).

Antes de hacerle lugar a la consecuencia clínica de someter a un interrogante aquella frase conocida de que la verdad tiene estructura de ficción, hagámosle lugar a este universo de imágenes transparentes a sí mismas en consonancia con la concepción maquinal de la humanidad. Estamos en el momento de la inteligencia artificial.
Planteémonos en ese contexto si las subjetividades creadas por esa circulación permanente de las imágenes esperan algo de ellas.
Kafka tanto en La condena, o en El proceso o En la colonia penitenciaria o en Ante la ley entre otros relatos, literaliza la inhumanización o la monstruosidad maquínica en la que ha terminado el mundo.
¿Es la retirada de Dios o a la aparición de un Padre terrible anterior a la lógica del Amor a la ley o a la ley del Amor?

A ese Padre tradicionalmente se lo espera ya sea en la versión eclesiástica oficial o en la apocalíptica. Lo cierto es que hay una promesa de felicidad plena en otra escena que es la del reino de los cielos.
La Modernidad fragmentó las esferas de experiencia y propuso el desencantamiento del mundo (Max Weber) y el horizonte de esperanza se rebajó a ser un instrumento de la técnica inherente al proceso de secularización.
Marx y Engels destacaban el capitalismo como la era de la disolución de lo sólido en el aire: tradicionalmente lo sólido era el reino de los cielos al que podíamos esperar con ilusión.
El capitalismo es etéreo: es el reino idealizado del equivalente general y del fetichismo de la mercancía: se trata de un reencantamiento de las imágenes sin otra esperanza que la de la acumulación permanente, mecánica.
Al contrario de ver en el capitalismo una dimensión materialista, el reino del dinero es éter, aire, puro espíritu degradado. ¿Existirá una clínica materialista que nos permita salir de las aporías del capitalismo?
Por otra parte, esos jóvenes que intercambian imágenes efímeras permanentemente, de sí mismos, de la comida que ingieren, de la ropa que se ponen y se sacan para enviarlas por whatsapp esperan algo.
La secularización plena no se alcanzó nunca: tal vez no se alcance jamás. Para Grüner lo que ocurre es que se ha quedado en una inmanencia in - trascendente.

Simmel nos ha llevado a reconocer que las formas culturales no dan cuenta de la vida desbordante que llevamos con el resultado de la neurosis social que todos sufrimos.
El desvanecimiento de la Esperanza no supuso un declive acorde de la pulsión de la Espera. Al contrario: pareciera que la obsesión angustiosa de la Espera crece en proporción directa a la progresiva conciencia de que lo que hay que es esperar es…Nada (11).

Por otro lado, parece que nada impide que se franquee la puerta que tiene ante sí el campesino de Ante la ley que no la traspasa.
La Lay tampoco necesita nada para que tengamos que esperarla, actúa mediante ese supuesto. Ese núcleo duro, real, es la esencia de la Ley: ¿cómo se podría abrir una puerta que estuvo siempre abierta? ¿Por qué se quedan intercambiando imágenes estos chicos si pueden abrir la puerta?

El fantasma ausente, dice Grüner, de la Ley: Padre, Estado, Dios, es la condición para que la espera funcione.
¿Dónde está el lánguidamente esperado Godot en Becket? ¿Será el Dios oculto de Pascal? Seguro que no, porque sólo puede ocultarse lo que alguna vez estuvo ahí.
La espera de una Ausencia no es esperanza de una recuperación: es simplemente un vacío en el espacio que se llena con tiempos muertos.
Un espacio yermo, con árboles raquíticos y personajes que hablan, pero no dicen nada son la escenografía de la obra de Becket. No hay nada que decir, pero es necesario seguir hablando, dice uno de los personajes.
Banalidades, insensateces, fracaso en el único acto logrado, el suicidio, como diría Lacan. Sea quien sea Godot, la ausencia es la del mundo, reducido a un módico magma de tonterías, de las cuales esperamos todo, porque precisamente no son nada.
La espera está en el lugar del destino que llega indefectiblemente: nuestros chicos ni creen en el futuro que va a llegar, ni se asustan: pasean su nada interminablemente con el celular en la mano, probando diferentes espacios gastronómicos decorados o experimentando hasta el coma alcohólico desencontrándose hasta el final de la jornada donde se encuentran afuera del boliche a los golpes generalmente.

Con perspicacia Grüner ubica a Marx como el teórico inicial de la tragedia moderna. Su gran aporte como hemos destacado es haber expuesto la lógica de ese detalle, esa pequeñez aparentemente banal y cotidiana, esa nadita que constituye el alma y la forma, diría Lukács, más visible y a la vez más profunda del modo de producción capitalista: el objeto – mercancía.

La tragedia moderna no tiene nada que ver con la ateniense ni con la isabelina. Es una tragedia boba, diría Lacan, sin conflictos entre hombres y dioses, sin desbordes de la hybris o los encuentros fatídicos entre el Destino y la Tyché.
No se trata de ninguna fundación cruenta, sino por el contrario, de un arruinamiento, diría Benjamin, de un desfondamiento de la cultura.
Somos psicoanalistas: podríamos intentar una reconstrucción del espacio del deseo a la manera del realismo crítico de Balzac o Tolstoi a partir de nuestros pacientes si fuesen representantes de la burguesía en ascenso de la que hablaba Lukács.
Hace bastante que esa burguesía en ascenso desocupó los consultorios reemplazados por nostálgicos del bienestar o los desclasados de los centros asistenciales.

Además: ¿qué propondríamos? Ni siquiera una nostalgia condenada al fracaso, pero activa, sino una creatividad destinada al absurdo e impotente para recuperar la conciencia de una praxis que ha producido un mundo objetivo transformado en la acumulación de ruinas congeladas y opresivamente estáticas, autonomizadas como fin en sí mismas, allí donde debían ser medios (12).

Objetos con presencia propia, de una densidad mineral, imposibilitados de asignarles un sentido significativo al mismo tiempo que la vida cotidiana se dispersa en un flujo inaprehensible de acciones mecánicas y efímeros estímulos nerviosos.
Nuestras tragedias cotidianas son minimalistas: cualquier chico que haya viralizado en las redes las fotos de su compañera desnuda, o golpeado con ahínco a su amigo, o insultado a su maestra podría contestar como Monsieur Meursalt, el Extranjero de Camus, por qué mató al árabe en la playa: porque había mucho sol.
La tragedia ya no es la peripecia extraordinaria del héroe excepcional que revela los peligros que acechan a todos y de la que pudiéramos librarnos a través de una aristotélica catarsis.
La tragedia moderna está inscripta en el hombre común, en los empleaduchos y burócratas, en los vagabundos privados de mundo de Becket.
La tragedia no es representable sino es el propio teatro de la vida dañada, diría Adorno.
En el epígrafe del texto mentaba con Luis Gusmán a los artistas soñadores que habitaban en los intersticios: Becket, Kafka, Camus, aludirían a figuras que podríamos calificar de diabólicas como el reverso de la novela realista o aquello que estaría forcluido en las banales imágenes que circulan incesantemente entre nosotros.
Hubo épocas en las que también se podía soñar anticipadamente: en el siglo del progreso indefinido hubo quien escribió sobre el aristócrata venido a menos en momentos de la burguesía ascendiente, Drácula, un verdadero chupasangre, ya “muerto – vivo” entre los hombres.
Una mujer también soñó con monstruos: Frankestein, ese proletario hecho de a pedazos, carne mensurable en una época prometeica de investigación desinteresada que apuntaba al dominio de la naturaleza y el sometimiento de los hombres.
Nuestros escritores intersticiales parecen apuntar a lo diabólico, a lo monstruoso, a las consecuencias catastróficas para la propia imagen de sí misma que se habría construido la modernidad en la que estamos insertos.
Parece que ese horror que se nos presenta ajeno nos interpelara haciéndonos recordar que como decía Goya: el sueño de la razón produce monstruos.
Hoy ya lo demoníaco se entreteje en los detalles más familiares como son los objetos mercancía o la forma dinero, es decir en lo siniestro.
Debe ser el Unheimlich freudiano quien mejor nos permita pensar lo que venimos refiriendo a propósito de esas imágenes circulantes transparentes a sí mismas inscriptas en la fetichización de la mercancía.
El universo cotidiano y habitual de repente se nos vuelve extraño y amenazante, y sin embargo no deja de pertenecer a la trivial cotidianidad.
Es el estado de emergencia permanente, diría Benjamin, ante el cual permanecemos indiferentes, o mejor indiferenciados, porque precisamente, es más de lo mismo.
Un ángulo particularmente eficaz para dar cuenta de este paseo de la i´(a) sin objeto por el mundo, es el que compete a la lógica del diseño.
El crítico de arte y filósofo Boris Groys ha comentado que en varias ocasiones se ha considerado al diseño como la epifanía de un mercado omnipresente con el predomino del valor de cambio de los objetos y como la creación de una superficie seductora detrás de la cual las cosas no sólo se vuelven invisibles, sino que pueden llegar a desaparecer.

En ese sentido comenta del esfuerzo del diseño de vanguardia de comienzos del siglo XX, que se fijó como tarea revelar la esencia escondida de las cosas, en lugar de diseñar sus superficies.
Un cambio de paradigma esencial fue el de invertir la mirada hacia los objetos, considerándose al hombre un objeto más hacia el que la esencia de las cosas se dirigiese.
La paradoja que Groys anuncia es que finalmente en esa idea de transmisión transparente de las cosas mismas es el sujeto mismo quien se hace cargo de portar un diseño de sí.
Los problemas del diseño son adecuadamente abordados sólo si se le pregunta al sujeto cómo quiere manifestarse, qué forma quiere darse a sí mismo y cómo quiere presentarse ante la mirada del Otro (13).
Para Groys la muerte de Dios desplazó el austero diseño del alma virtuosa sin ornamento alguno, simple, hacia el diseño de los objetos mundanos.

Si no había más observador del alma austera, ahora ésta se volvió ropaje del cuerpo, su apariencia social, estética y política. En ese contexto el diseño se convirtió en el medio del alma, en el modo cómo se revelaba el sujeto oculto en el cuerpo del hombre. 
La ética se volvió estética, se volvió forma. Donde alguna vez estuvo la religión ahora estaba el diseño.
Es con ese panorama de la importancia del diseño del alma con lo que se arman las importantes controversias que tienen lugar hacia los comienzos del siglo XX con la fuerte propuesta del arquitecto vienés Alfred Loos, quien desarrolla sus ideas en el famoso texto Ornamento y delito.

Para él todo ornamento es signo de depravación e inmoralidad. El hombre moderno debe presentarse sin ornamento alguno a la mirada del Otro, sin diseño, al igual que todas las cosas que lo rodean.
La verdadera función del diseño es evitar que se diseñe, de modo tal que las cosas aparezcan honestas y virtuosas e inmaculadas como debe ser el alma de una persona.
Para Loos, el verdadero diseño consiste en la lucha contra el diseño, contra el deseo delictivo de encubrir la esencia ética de las cosas bajo su superficie estética (13).

En su lucha contra las artes aplicadas se proponía traer a la tierra la mirada divina. Su, en el fondo paradójico diseño, era apocalíptico: pretendía que se arrancara cualquier diseño para que las cosas se mostraran en su verdad.
El cuerpo tomando la forma del alma: en el fondo las cosas adquieren forma divina y el Paraíso se vuelve terrenal. Toda la vanguardia sostenía esta idea: lo convencionalmente artístico se consideraba exageradamente humano e impedía en su ornamento la verdadera Mirada.
Esta propuesta también alcanzó al constructivismo ruso y su ideal proletario del alma colectiva. La Revolución de Octubre era un acto radical que despojaba al arte de todo tipo de ornamentación.
En el mismo sentido negaban el arte autónomo en aras de la utilidad subsumiendo de modo absoluto el arte al diseño.

En verdad el artista constructivista ruso no era un artista sino simplemente un propagandista que tomaba la producción socialista como un readymade que exhibe la totalidad de la industria socialista como algo bueno y bello.
Si en el arte cristiano desde la tradición platónica el cuerpo ascendía hacia la perspectiva del alma eterna, en los constructivistas y vanguardistas no hay tal división. Por ello en la perspectiva tradicional puede hablarse del diseño de un cadáver. En la moderna del diseño de un alma purificada de todo aquello mundano que la fije a un gusto estético en particular.

En el fondo, para los vanguardistas, no se trata de construir otro diseño, sino de un anti – diseño por el cual los consumidores asumen la responsabilidad por su propia apariencia y por el diseño de sus vidas cotidianas (14).

En estas descripciones del crítico de arte es posible situar una paradoja que es inherente al diseño de la propia imagen que la cultura de la fetichización de la mercancía descripta anteriormente, refleja.
Al asumir una responsabilidad ética y estética por la imagen que ofrecen al mundo exterior, los consumidores se convierten en prisioneros del diseño total porque ya no pueden delegar en otros las decisiones estéticas.
Nada puede alterarse en esta purificación del alma ante Dios. Es en una Sión celestial que no admite ornamento ni marca alguna que no sea aquello que convierte a cada uno en el autor de su propio cadáver teniendo total responsabilidad ética, política y estética con su entorno.
¿No es esta exigencia de Loos la dimensión superyoica que se verifica en la imagen de sí que pretende cada cual en el circuito interminable de las imágenes transparentes a sí mismas?
La responsabilidad ética por el diseño de sí ha sustituido a la religión, el diseño de sí se ha vuelto un credo.
Probablemente esta consideración del diseño matice la dimensión económica del objeto mercancía que hemos descripto.
El diseño moderno ha transformado la totalidad del espacio social en un espacio de exhibición para un visitante divino ausente, en el que los individuos aparecen como artistas y como obras de arte autoproducidas.
No habría entonces desde la estética una superioridad de la contemplación desinteresada en vez de la vida activa interesada en un posicionamiento.
La afirmación de sí en el diseño es en la política decisiva y los contenidos intercambiables.

Cuentan que en una oportunidad Picasso estaba presente en una exhibición del Guernica y unos visitantes alemanes se le acercaron y le preguntaron: ¿cómo lo hizo?, a lo que el pintor respondió: ustedes lo hicieron.
Groys afirma que en el imperialismo del diseño el encuentro con la verdad se puede operar con un encuentro shockeante con lo Real para que la gente se mueva a la acción.
Ironiza acerca de una frase de Joseph Beuys quien dijo que todos tenían derecho a verse como artistas, diciendo que en verdad eso parece hoy una obligación, circunstancia por la cual, se pregunta si el mentado shock o el encuentro con lo real es todavía posible o ha desaparecido bajo la superficie del diseño.

Cuando hacía referencia a la transparencia de las imágenes mediáticas en una comunicabilidad total y sin enigma, señalaba la necesidad someter a una reflexión aquella afirmación de Lacan que la verdad tiene estructura de ficción.
El problema inherente a la transparencia comunicativa es que se diluye el límite entre realidad y ficción.
Las grandes producciones ficcionales de la sociedad, aclara Grüner, es decir la ideología, la religión o el fetichismo de la mercancía, o de los individuos: sueños, lapsus o alucinaciones, no son, en el sentido vulgar mentiras, sino regímenes de producción de ciertas verdades operativas, lógicas de construcción de la realidad que pueden ser desmontadas para mostrar los intereses particulares que tejen la aparente universalidad de lo verdadero.
Que la verdad tenga estructura de ficción quiere decir que la interpretación produce la crítica de lo que pasa por verdadero a partir de esas ficciones tomadas en su valor sintomático.
No todas las ficciones tienen un valor crítico, sino solamente aquellas que entran en conflicto con la realidad devolviéndole opacidad a la engañosa transparencia de lo real, para poder escuchar en ella lo no dicho entre sus líneas, lo no representado en los bordes de las imágenes, lo no comunicado en el murmullo homogéneo de la comunicación.

En ese lugar, asumiendo el punto de opacidad ya no se trataría de comunicación sino de malentendido ante un Otro, que en su interpelación divide y remite a ese punto de opacidad verificado en el ¿Che voi?, y que la materialidad del fantasma conjura más allá de la mera consistencia mental.

Hacerle lugar a esa posibilidad tal vez sea el modo de la resistencia a la que aludía al comienzo de esta presentación, donde respecto de las imágenes no habrá nada que decir, pero hay que seguir hablando.                

Notas

(1) Jinkis, Jorge. Con tanto fervor. Prólogo a Grüner, Eduardo. El sitio de la mirada. 17G editora. Buenos Aires 2021. 

(2) Lacan, Jacques. Seminario 20. Aun. Editorial Paidós. 2008. Página 14. (Destacado propio).

(3) Rabinovich, Diana. Cuando el hábito se pasea sin el monje. Seminario en UBA inédito.

(4) Laurent, Eric. El reverso de la biopolítica. Grama ediciones. Buenos Aires. 2016.

(5) Lacan, Jacques. Seminario XXIII. El sinthome. Editorial Paidós. Buenos Aires. 2006. Página 64.

(6) Laurent, Eric. Op. Cit. Página 20.

(7) Grüner, Eduardo. El sitio de la mirada. Op. Cit. Página 35.

(8) Grüner, Eduardo. Iconografías malditas, imágenes desencantadas. Hacia una política “warburguiana” en la antropología del arte. Editorial Universitaria de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Buenos Aires. 2017. Página 15.

(9) Grüner, Eduardo. El sitio de la mirada. Op. Cit. Página 37.

(10) Grüner, Eduardo. El sitio de la mirada. Op. Cit. Página 49.

(11) Grüner, Eduardo. Iconografías malditas…Op. Cit. Página 43.

(12) Grunër, Eduardo. Iconografías malditas …Op. Cit. Página 50.

(13) Groys, Boris. Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporáneo. Editorial Caja Negra. Argentina. 2014. Página 23.

(14) Groys, Boris. Op. Cit. Página 26.

(15) Groys, Boris. Op. Cit. Página 31.

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