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Número 2 - Octubre 2000
El juego en el psicoanálisis de niños
Aída Dinerstein

Es un hecho que los niños juegan. Y es sabido también que el psicoanálisis, predominantemente bajo la figura de Melanie Klein, tomó ese hecho como vía privilegiada de acceso para abordar los padecimientos y síntomas de los niños. Siendo las hipótesis que sustentan esta posibilidad básicamente dos: el juego sería equivalente a la asociación libre y, consecuentemente, sería factible de ser interpretado psicoanalíticamente.

Estas dos hipótesis, nada obvias en sí mismas, cosa que puede ser constatada por cualquiera que practique el psicoanálisis con niños en virtud de las dificultades que se ofrecen a su clínica, revelan sin embargo un aspecto que merece ser destacado y que, a mi entender, ordena todo abordaje de la cuestión. Me refiero al hecho de que, para pensar el juego en el psicoanálisis, es necesario hacer jugar las hipótesis psicoanalíticas, de lo cual se deduce que el juego y el hecho de que los niños jueguen, pierden, en la lectura que el psicoanálisis hace de él, su carácter de obviedad fáctica para quedar recortado y articulado en un complejo entramado de conceptualizaciones teóricas y en un dispositivo ordenado según coordenadas específicas, en particular la de la transferencia. Dispositivo en el que la posición del analista es determinante.

De donde el juego, en el psicoanálisis, es recortado y tomado en su valor de concepto y deberá ser articulado a otros: la fantasía, la sublimación, la creación poética, el chiste, el humor. Debiendo también articularse a los conceptos mayores: el inconsciente, la repetición, la transferencia, la pulsión.

Y, como dijimos anteriormente, en tanto desplegado en un dispositivo muy particular, el juego no podrá desentenderse de la lectura que el analista hace de él.

Un enunciado con apariencia de tautología me interesa para subrayar,una vez más, que pensar el juego en el psicoanálisis implica considerar que el juego es, en este campo, tomado en otro discurso y que, por tanto, lo que otros discursos tengan para decir de él, la psicología o la pedagogía, por ejemplo, ha quedado perdido.

Y es desde este otro discurso que planteamos que, para el psicoanálisis, no se trata tanto de un niño que juega sino más bien de cómo el juego inscribe o sostiene un sujeto.

Freud nos enseñó a distinguir dos dimensiones de la realidad: la realidad efectiva, fáctica, también llamada realidad material y la realidad psíquica. La Wirklichkeit y la Realität. La realidad psíquica que se corresponde con esa "otra escena" fechneriana que Freud aislara en su libro sobre los sueños, escena en que se articula el deseo, será una dimensión ineludible para el sujeto hablante. Y esto es así porque es en esa dimensión donde se hace lugar al inconsciente siendo que, para el humano, la aprehensión, la insersión y la relación con la realidad nunca es simple ni directa sino mediatizada por el universo de lo simbólico. Wirklichkeit y Realität designan, al menos en una primera y sencilla aproximación, esta relación compleja del hombre con la realidad.

Suponer esta realidad psíquica abierta a la realidad del inconsciente, allí donde a la pulsión se le ofrece lugar para su inscripción, inscripción que hace de tope a la deriva más allá del principio del placer de lo pulsional, implica la suposición de un sujeto que, sin dejar de tener que ver con aquél que se nombra yo, sin embargo no se le superpone. Porque este sujeto, o más bien sus marcas, las leemos en los traspiés del discurso, en la duda, en los equívocos, en las vacilaciones. Y, en una relación que habrá que determinar, no siendo éste el espacio para desarrollar este punto, a este sujeto, sujeto del inconsciente, sujeto del deseo, habrá que considerarlo en su articulación a un objeto, que Freud llamó "objeto perdido", que Lacan consideró su invento nombrándolo objeto a.

"Todo niño que juega se comporta como un poeta", dice Freud. Apuntalado en objetos de la realidad efectiva el juego implica una torsión por la que, separándose de ella se convierte en su opuesto en tanto que, obedeciendo al principio del placer, se lo puede considerar como los primeros mojones de la constitución de esa otra dimensión de la realidad, la realidad psíquica. De donde es lícito considerarlo antecedente inmediato de la fantasía, ya sea de los ensueños diurnos como de la fantasía propiamente inconsciente.

"El adulto deja, pues, de jugar; aparentemente renuncia a la ganancia de placer que extraía del juego. Pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él que la renuncia a un placer que conoció. En verdad, no podemos renunciar a nada; sólo permutamos una cosa por otra; lo que parece ser una renuncia es en realidad una formación de sustituto o subrogado. Así, el adulto, cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en objetos reales; en vez de jugar, ahora fantasea.", nos dice Freud en "El creador literario y el fantaseo".

Esta oposición del juego a la realidad efectiva es de la mayor importancia ya que es su textura la que revela la instalación y el predominio del principio del placer que, entendido como principio regulador ajustado a una economía en la que impera una legalidad simbólica, hace función de pantalla frente a una realidad que, si no es mediatizada, adquiere valor traumático. Un niño incapaz de jugar está demasiado inmerso en la realidad, en una realidad que, en tanto ajena, le es excesiva por inapropiable. Sólo mediante la torsión que implica la apertura hacia este registro de la realidad psíquica en que un sujeto se inscribe en su singularidad, podrá retornarse, en otro tiempo y en un movimiento que siempre es de reencuentro, hacia la realidad efectiva.

Es también en "El creador literario y el fantaseo" donde Freud señala un aspecto interesante del juego de los niños y que es pertinente articular con lo que planteará doce años más tarde en "Más allá del principio del placer".

"El fantasear de los hombres es menos fácil de observar que el jugar de los niños. El niño juega solo o forma con otros niños un sistema psíquico cerrado a los fines del juego, pero así como no juega para los adultos como si fueran su público, tampoco oculta de ellos su jugar."..."Esta diversa conducta del que juega y el que fantasea halla su buen fundamento en los motivos de esas dos actividades, una de las cuales es empero continuación de la otra."

¿Cómo podría el niño ocultar su juego a los adultos si el ocultamiento tiene que ver con la vergüenza, con el pudor, ambos indicios de que se ha instalado la represión? El juego, justamente, tiene por " motivo" lograr que la función de la represión se instale.

En "Más allá del principio del placer" y analizando el Fort-Dá de su nietito Freud señala al juego infantil como uno de los ejemplos de que son posibles para el psiquismo actividades anímicas no reguladas por el principio del placer, independientes de él y obedeciendo a tendencias más primitivas. Obedeciendo a la compulsión a la repetición, deben remitirse a una función más primaria: que aquello, displacentero, que se repite, consiga ser ligado, inscripto, que el principio del placer se imponga sobre él. El juego, sobre todo el de los niños pequeños, obedece al impulso de elaborar psíquicamente algo impresionante, en el intento de conseguir su total dominio. Es una comprobación que los niños insisten en sus juegos alrededor de aquello que les da miedo o que los excita hasta el punto de la insatisfacción en una repetición que, siempre actual, cesará sólo cuando la represión pueda imponer su marca.

Dos aspectos, entonces, a distinguir en el juego de los niños. Por un lado, obedeciendo al principio del placer, es pantalla, puerta de entrada en esa dimensión estructurante de la realidad psíquica. Por otro, como obsesión de repetición, como más allá del principio del placer, es ganancia de placer pero en un sentido más primario, más directo. Es intento de que, respecto de lo no inscripto, el principio del placer consiga imponer sus reglas. A esto Freud lo llama elaboración psíquica y, desde una perspectiva tópica, instauración de la represión y del sistema inconsciente.

Este segundo aspecto en que el juego revela esta función más primaria correponde al niño del fort-dá, al estadio del espejo, a los juegos marcados por la dialéctica presencia-ausencia. Tiempo incipiente de constitución del sujeto, en tanto momento lógico más que cronológico, no deberemos privarnos de leer las huellas de este tiempo en niños de edad más avanzada. Es así que, a veces, y si las cosas no anduvieron del todo bien para el niño, será en el espacio del análisis donde deberá recorrer los caminos de su relación al Otro, de modo que la represión deje su marca.

El otro aspecto, el del juego ya en función plena de pantalla, corresponde a otro tiempo. Tiempo en que el inconsciente hace lectura e interpretación de las marcas de la repetición, puesta en juego de la castración y de la significación fálica, será el tiempo de constitución del síntoma. Es el tiempo de Edipo, también el del pequeño Hans. Momento bisagra entre juego y fantasía que dará lugar, asegurada suficientemente la represión propiamente dicha con el correspondiente retorno de lo reprimido, a la posibilidad de entrada en la latencia. En ella los juegos tendrán otro carácter: predominará el interés por las reglas, el niño dispondrá ahora de los recursos que le provee el acceso a la lecto-escritura y a la escolaridad en general.

Entre ambos tiempos, una polimorfía de presentaciones sintomáticas y de padecimientos y, en cuanto a los juegos, poca deformación en relación a sus orígenes pulsionales.

Es por esto que poníamos en cuestion en el comienzo de este trabajo la hipótesis de una homologación así, sin más, entre juego y asociación libre. Si buena parte de la actividad del juego está regida por la repetición, no sufre deformación, el niño no se ve necesitado de ocultarla, y, además, constatamos como uno de sus rasgos la fijeza, es más lógico articular el juego al fantasma que pensarlo como una formación del inconsciente con las características de irrupción sorpresiva y de corte en el discurso manifiesto que las formaciones del inconsciente suponen. Si consideramos el fantasma como una formación en el inconsciente, el juego, al menos en los primeros tiempos de la niñez, más bien forma el inconsciente.

 

Tal como lo veníamos planteando hasta aquí y, desde las consideraciones freudianas, decíamos que el juego es antecedente necesario de la fantasía inconsciente.

Desde una perspectiva que prioriza las relaciones de estructura, esto es, la regla que articula los términos, Lacan es más terminante: homologa la estructura del juego a la del fantasma. Haciendo recaer la diferencia entre ellos, que la hay, en lo inofensivo del juego.

Citamos: "Lo propio del juego, desde el juego del niño hasta el juego que se llama de azar, hasta... la teoría de los juegos,..., y el análisis, que tiene todas las características de un juego,lo propio de un juego es que siempre –aunque esté enmascarada- es una regla. Desde las formas más simples hasta las más elaboradas." Lacan, Seminario XII, Clase del l9 de mayo de l965, inédito.

"Pero lo propio del juego es que antes que se juegue nadie sabe lo que va a salir de él. Allí está la relación del juego al fantasma; el juego es un fantasma tornado inofensivo y conservado en su estructura."

En la perspectiva de Lacan el juego, así como el fantasma, articulan el sujeto del inconsciente al objeto a. Y suponen una intermediación en relación al Otro, a su demanda y a su goce, recortando y bordeando el objeto propiamente pulsional. Si el niño nace como objeto caído del deseo de los padres, desde los primeros juegos habrá que leer, aun reconociendo su carácter incipiente, esta estructura por la cual el sujeto se sustrae de ser objeto del Otro, sustracción que sólo es lograda si un objeto singular, ubicable en un lugar éxtimo entre el sujeto y el Otro viene al lugar de donde el sujeto debe ser desalojado. En la lectura que Lacan nos propone el carretel del niño del fort-dá no representa a la madre que se ausenta para reaparer más tarde. Se trata efectivamente de un juego de presencia y ausencia pero pensar que es la ausencia materna lo que el juego simboliza implica suponer al menos dos cosas: en primer lugar supone un sujeto con una estructuración yoica constituida que se vincularía libidinalmente con un objeto (la madre). Implica, además, la posibilidad para el niño de percibir esta ausencia de manera anterior e independientemente del juego.

Por el contrario, este juego nos parece constituir en sí mismo la apertura de esos dos campos: en el trazado de este nuevo camino pulsional, organizado en la oposición significante, es un yo que se estructura a la vez que se aisla la ausencia como tal. Inauguración de un sujeto dividido, trazado de corte entre un sujeto desgarrado entre la posibilidad inédita de nombrar, de nombrarse "Yo" y aquello que "pequeña cosa del sujeto(...)se separa aunque todavía perteneciéndole."

Y más aun. Freud nos plantea que la interpretación del juego resultaba obvia: "Se entramaba con el gran logro cultural del niño: su renuncia pulsional (renuncia a la satisfacción pulsional) de admitir sin protestas la partida de la madre."

Fort-dá, juego como esfuerzo de procesamiento psíquico de algo impresionante, como intento de apoderamiento, de ligadura de eso: la partida de la madre. ¿Por qué no más bien referir el "eso" a la madre partida? Porque allí donde hay juego el niño ha iniciado ya el trabajo de desasimiento de su posición de objeto en relación al Otro, en particular al Otro materno, descomplet ándolo y barrándolo en tanto Otro.

De donde, y dicho sea de paso, hacemos recaer nuestra lectura del juego no en el sentido de qué se juega, sino más bien en que se juega privilegiando el juego en su carácter de operación más que suponiéndole una capacidad de expresar algo más allá de él mismo.

Freud ha indicado que el deseo dominante que preside todos los juegos del niño es "el de ser grandes y poder obrar como los mayores". Esta indicación , más que entenderla como una referencia al contenido representacional de los juegos, cosa que el mínimo de observación desmentiría, nos parece más bien dilucidable en otra dirección. Si pensamos el juego articulándolo con el estadio del espejo generalizado tal como Lacan lo desarrolla en "Observación sobre el informe de Lagache", consideraremos al juego mismo como siendo ese espejo que configura la dimensión del Otro. Siendo esta dimensión, entonces, fundamento, a la vez que fundamental, de la constitución de la imagen del niño, y no nos referimos a tal o cual imagen, sino, y muy particular mente, a la imagen del niño en tanto tal, o sea, a la imagen del niño como niño. Lo que implica una dimensión de la constitución de la imagen del sujeto infantil insoslayable en tanto en relación a ella se deciden los destinos del narcisismo.

Los juegos simples son, por cierto, diferenciables de aquellos en los que, gracias a que opera la metáfora paterna, revelan la construcción de un saber inconsciente, indicando ya el armado de teorías sexuales.

No es lo mismo el juego que consiste en arrojar y volver a recibir una pelota una y otra vez, o aquel de ovillarse en un sillón acurrucado en posición fetal que una teatralización con los títeres o el jugar a la maestra poblando el consultorio de compañeritos imaginarios a los que se les adjudican roles y conductas específicas. Es diferente jugar a que dos autitos choquen y vuelvan a chocar que organizar una carrera de autos premiando al que llega primero y anotando los resultados en la pizarra del consultorio.

No obstante el psicoanalista deberá estar advertido –y esto forma parte ineludible de lo que no puede no saber- de que, si es llamado al lugar de la transferencia, en las más rudimentarias y originarias de las acciones humanas, un sujeto debe ser supuesto. Deberá apostar a la dimensión lúdica de lo que se muestra en transferencia ya que, sólo así, hará lugar a que se despliegue la demanda singular del niño en diferencia con lo que le es demandado desde los padres. Es la apuesta de la que no se privó Melanie Klein en el caso Dick posibilitándole al niño el comienzo de la diferenciación y articulación de las dimensiones simbólica e imaginaria.

Es sólo en la articulación de una lógica que el analista podrá operar en su campo: el del inconsciente estructurado como un lenguaje. Es de allí que se sostiene la propuesta de considerar, aún las acciones más simples, en su dimensión de juego.

Ya habíamos dicho, con ayuda de una cita de Lacan, que lo propio del juego es ser, aunque enmascarada, una regla. El juego de los niños, la teoría de los juegos, el análisis, que es pensado también como juego reglado, los juegos de azar. Nos va a interesar ahora especificar que la regla en que consiste todo juego ordena y da forma a una apuesta.

Será necesario pasar por la apuesta de Pascal sobre la existencia de Dios y la lectura que Lacan hace de la apuesta pascaliana.

Lacan lee a Pascal no como el teólogo jansenista que argumentaría en una vía metafísica sobre la existencia de Dios sino como el genio matemático que coloca la cuestión de Dios en el marco de un infinito concebido formalmente y de una incertidumbre que hace límite al dogmatismo de la razón cartesiana.

En el punto en el que un yo no se afirma sino en la duda, ahí donde el cogito cartesiano instaura un sujeto para la modernidad, en una operación que produce, aunque inadvertida, su propia sutura en la medida en que, de la verdad, el garante será el Otro, ahí mismo Pascal reabre la hiancia. Porque la apuesta que hace con su partenaire entre el infinito y la nada es un juego reglado y como tal, calculable. En un juego que es a cara o cruz hay certeza del riesgo e incertidumbre en la ganancia pero los términos, tanto en lo que respecta a las ganancias y a las pérdidas como a la relación que guardan entre sí la nada que se arriesga y el infinito que podría ganarse están sujetos a un cálculo y una proporción matemáticos. Pascal demuestra una certidumbre incierta y paradojal ante la que la razón, impotente, se detiene. No es posible no

apostar, la apuesta es insoslayable, necesaria, no hay vida sin apuesta ya que es la vida misma lo que está en juego.

Lacan lee en la estructura de la apuesta como juego la estructu ra del sujeto mismo. La apuesta divide al sujeto siendo esa nada que él es como objeto a lo que deberá ser arriesgado para tener como ganancia el Padre incierto.

Allí donde la apuesta acomoda sobre la función del padre, Lacan ubica la aletheia heideggeriana identificándola a la Urverdrangung freudiana.

Aletheia, una verdad que se desoculta, ocultándose, la apuesta plantea una estructura pero en la que se introduce algo no completamente calculable, el inconsciente con su agujero irreductible, verdad cierta en su incerteza.

El Otro ya no será garante de la verdad, sino lugar de la verdad. Diferencia que encontramos marcada en la distinción entre creer que Dios existe y "apuesto que Dios existe". En tanto la apuesta siempre es al menos entre dos términos, el otro témino "Dios no existe" subsiste por debajo de la barra. Una barra que es leída en el "o" que es necesario agregar lo que, por paradójico que resulte, asegura la referencia. Esa referencia sostenida en el "o" de la disyunción y que constituye a ese Otro necesariamente marcado por la barra que se instaura por el hecho mismo del discurso. El Otro deviene indeterminado y "reducido a esta alternativa de la existencia...o no. Y a nada más."

Lacan concibe a la apuesta de Pascal como marco de toda acción humana, ya que se trata de la relación a la verdad allí donde el sujeto está formado en la dependencia del significante.

Este objeto a, esta nada que somos y que debemos apostar para ganar la verdad del Padre incierto se articula en el fantasma al que debemos concebir inscripto en el lugar mismo del inconsciente. El juego del fort-dá puede ser leído en los términos de esta estructura: una gramática pulsional que en su recorrido recorta un sujeto pero sólo en la medida en que hace borde a un objeto que se configura como perdido, inasimilable a toda posibilidad de representación. Este mismo movimiento, por la gramática que allí está puesta en juego instaura la marca de la función paterna que leemos en la oposición significante.

No se trata aún de la función del Nombre del Padre ni de la metáfora paterna operando pero son las primeras formaciones fantasmáticas, las primeras apuestas de las que se obtendrá, como ganancia, la apropiación

de lo simbólico: la posibilidad de soñar, del juego pleno, de hacer chistes, de fantasear, de sublimar.

Estos primeros mojones fantasmáticos implican la apertura a la dimensión del deseo a condición de que su carácter de apuesta no quede obturada o aplastada desde el Otro.

Es de la responsabilidad y de la ética de su deseo que el analista reconozca y dé lugar a la apuesta de todo sujeto.

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