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Número 4 - Agosto 2001
La noche encendida
Para que las palabras resulten llaves de luz
Cecilia Heredia

 

‘‘De noche, puedo salir hoy mismo de mi cama y entrar en mi infancia en menos de un segundo.
Y tiene exactamente la misma realidad.’’

Ingmar Bergman (1)

La noche del hospital

Por fin, la noche ha llegado. La oscuridad está aquí. ¿Qué nos inquieta? ¿Qué nos asusta?

‘‘Escuche, escuche... son las criaturas de la noche que ya comienzan con su música’’ – dice Nosferatu, el ‘‘no-muerto’’, que despierta y vive la noche. Es un ser noctámbulo. En la película de Werner Herzog convoca a los sonidos, a las voces de la noche que se presentan en los aullidos de los lobos, los seres de la noche que comienzan a cantar sus dulces-siniestras canciones.

Aullidos, lamentos, las voces de la noche. ¿Serán estos los ‘‘inmensos sueños insomnes’’ (2) que no pueden escucharse, los que dan miedo? ¿Serán estos los fantasmas ‘‘infantiles’’ que se nos aparecen? ¿Serán estos los terrores que quisiéramos desoír? ¿Y serán estas las historias no historiadas que nos llaman a que escuchemos en las inhóspitas noches hospitalarias? ¿Querrán que les cantemos una canción de cuna?:

La loba, la loba

vendrá por aquí,

si esta niña mía

no quiere dormir. (3)

Amanda, una adolescente ‘‘negativista y anoréxica’’ de catorce años también nos hace llamar. Noche tras noche, esa enorme niña de cuerpo casi adulto grita desde su cama, a veces atada a ella. Noche tras noche la encontramos escapada en la puerta del box, en la puerta de la sala, agarrada al picaporte, agachada en el piso, arisca con quienes están con ella, enmudecida desde hace muchos meses y repitiendo sólo su negativismo: ‘‘No voy a la cama!’’ –lloriquea, grita. Las intervenciones pueden ser cualquiera para tener éxito. A veces sólo con una invitación, a veces con nuestra compañía; a veces acepta jugar y vuelve a su cama. A veces explicando que otros niños duermen, a veces enojándonos porque nos despertaron por ella. Y otras veces sólo la medicación la doblega y deja de gritar y se duerme. Medicación que requiere la sala para acallar lo que no parece poseer necesidad ni lógica, lo que no responde al esperado criterio de adecuación a la realidad: ‘‘De noche se duerme’’.

Y a veces, a la medianoche, sentadas al borde de su cama, nos imaginamos estar con una pequeña niña y que si le contamos un cuento o le cantamos una canción, se dormirá.

Amanda está sola en el hospital. Su casa está poblada de hermanos que se cuidan unos a otros, y ella no tiene espacio allí. Siendo el falo los niños quieren satisfacer el deseo materno, pero si no hay madre que haga un lugar para una niña, si no la acoge en el campo de su deseo, ¿qué le queda a esa niña? ¿Seguir dirigiendo escenas para que un Otro le confirme que puede tener un lugar?

La pregunta por el lugar que se tiene en el Otro, por el qué soy, nos retorna desde los niños. ¿Podremos sostenerla y sostenerlos a ellos en su deseo?

Cuando nuestra presencia permite calmar su angustia; cuando, en la noche, puede acceder a dormir, un ordenamiento se ha producido: alguien está y escucha su pedido de reconocimiento. Amanda logra un lugar.

Pero la Sala se alteró, si nos llamaron fue porque todos se angustiaron. Oscuridad y barullo no deben coincidir. La oscuridad vive en silencio.

Sabrina tiene seis años y un cuerpito tomado por una enfermedad autoinmune. Ya estuvo internada veinte días hace varios meses, y hace tres días volvió, con fiebre, con su pequeño cuerpo amarillento por la hepatitis. Llora y llora. Hace toda una noche y un largo día que llora. Y ahora son las diez de esta nueva noche que ilumina la sala. El padre no puede más, mira angustiado hacia la puerta del box como atisbando la llegada de alguna ayuda; la reta, la acaricia, le explica que es de noche y que no puede seguir llorando. ‘‘Sin embargo –nos dice– nada agresivo le han hecho en estos días’’.

Ni la promesa de que la mamá vendrá al día siguiente la tranquiliza, mamá de la que no pudo despedirse puesto que seguía internada en otro hospital con su bebé de un mes y su otro hijito de año y medio. Nada hay que haga cesar su lloriqueo. Y justo ahora que la noche se ha instalado llora más fuerte, y no dice nada. Sólo se calma unos momentos cuando le damos permiso para llorar. Se calma para dormirse y retomar su lamento al despertarse angustiada, sobresaltada.

La sala pasa y mira. ‘‘Pobre padre, nadie podría aguantar’’ –dice la enfermera. Están fastidiados. Explicamos: seguirá llorando. ¿Acaso será incomprensible para los adultos que un niño pueda seguir lamentando su destino atado a un mal pronóstico? Mejor sería que se calmara, que lo que le está pasando no se los recuerde con su quejido nocturno. Además, sólo mamá comprenderá la ‘‘nana’’.

Otra vez la noche y una voz que no habla, que se hace oír y que angustia. Será necesario que estos lamentos sean escuchados como demandas para las cuales, desde los adultos, alguna respuesta sea posible. Y así, atar esa boca a ese cuerpo, y una demanda a su sujeto.

Son las dos de la madrugada en el hospital. La madre trae a Esteban. Ella dice: ‘‘Es autista... Está así desde las cinco de la tarde... No lo soporto más’’. ¿Es que alguna vez lo hizo? Sus palabras no lo acarician, lo amortajan. Cinco años en la vida de un niño que hoy lleva golpes en la cara, que aparece vocalizando autoeróticamente y muy despierto a la hora en que los niños duermen y los gnomos están despabilados. Claro que este pequeño ser no tiene gnomos en su vida y tampoco él lo es. Y que su mano aleteando delante de su boca sonora no lo transforma en un indio que pelea con un cowboy. Sólo es un despojo que ni habla ni juega y que cuando nadie hay que lo limite, más aun, cuando nadie sostiene su cuerpo, se golpeará desafiando los límites del dolor y del espanto. La madre insiste: ‘‘¡Medicar a este niño!’’ –pedido que significa que lo acallemos para sacárselo de sus espinosas manos, que no permitamos que un pequeño cuerpo sea destrozado por uno grande, que este cuerpito sea su objeto para devorar.

¿Cuáles habrán sido los movimientos en el anudamiento de la castración en esta mujer que no puede responder al niño que ha procreado? Aunque nos preguntamos esto, no tenemos elementos para respondernos. Muchas veces, en las situaciones de urgencia, no podemos más que plantear algunas hipótesis o algunas preguntas. Y aquí sólo nos damos una respuesta general: una madre, para este niño, no ‘‘preñada del Otro’’ (como sostiene Lacan). Y un niño en quien no descubrimos la división subjetiva producida por su inserción en el lugar significante.

Sin embargo, este encuentro con esta madre y con este niño, nos convoca a hacernos nuevamente las preguntas que nos insisten: ¿por qué de noche? ¿qué sucede allí cuando la luz da paso a las sombras? Porque la situación se había iniciado desde la tarde y, además, no era nueva para ellos.

Y otra cuestión que se repite en los otros dos encuentros con Amanda y con Sabrina: una boca que suena. Aunque aquí es un ‘‘aaa...’’ que no es canción ni llamado. Tampoco es grito. Pero es algo –imagen y sonido–, lo suficiente para que se genere la caída precipitada de un niño y un pedido dirigido a nosotros por un adulto.

La noche

Según el Diccionario de la Real Academia (4), la noche es el tiempo en que el sol no está sobre el horizonte, y el concepto abarca sus efectos (oscuridad, confusión, tristeza). En el habla, la oscuridad se impone como oscuro-siniestro. En la noche humana –no importa si pasada o presente– las situaciones resultan más tenebrosas que durante el día. ¿Por qué lo oscuro resulta tenebroso? Derivando de tinieblas (falta de luz) se llega al significado de ignorancia, confusión por falta de conocimientos. En la oscuridad algo no podría ser distinguido, no podría ser visto, no debería reconocerse.

El mismo Freud da en Lo siniestro innumerables ejemplos nocturnos y cita entre las definiciones de Unheimlich ‘‘todo lo que debiendo permanecer secreto, oculto... no obstante se ha manifestado’’. Lo extrañamente familiar encuentra un ámbito propicio lejos de la claridad del sol y encuentra en el Hombre de la Arena una de sus imágenes, ‘‘...el sentimiento de lo siniestro es inherente a la figura del arenero, es decir, a la idea de ser privado de los ojos...’’.

Leyendo el cuento ‘‘El Hombre de la Arena’’ de Hoffman (maravillosamente presentado por Freud en el texto nombrado), que forma parte de los Cuentos nocturnos, encontramos tres versiones de este fantasmagórico personaje:

1. ‘‘No existe el Hombre de la Arena (...) Cuando digo que viene, quiero significar solamente que necesitas dormir y que tus párpados se cierran involuntariamente, como si te hubieran echado arena a los ojos.’’

2. ‘‘El Hombre de la Arena es un hombre malo que va a buscar a los niños cuando no quieren acostarse y les echa arena a los ojos hasta hacerlos llorar sangre. Después los mete en una bolsa y se los lleva a la luna para que jueguen sus hijitos que tienen picos torcidos como los búhos y que les pican los ojos hasta que los matan.’’

3. ‘‘... pero el Hombre de la Arena (...) era más bien una odiosa y fantástica criatura que, donde quiera que fuese llevaba consigo el pesar, el tormento y la necesidad, y que ocasionaba males positivos, males duraderos.’’

¿Cuántas nuevas versiones de ‘‘hombres de la arena’’ aparecen por las noches y en las camas hospitalarias sangran a los niños que allí duermen? Revisan sus cuerpos, pinchan sus brazos, desvelan su intimidad. Aunque hay que dormir, ellos (los mismos, quizás, que de día son médicos o enfermeros) también pueden aparecer. O tomando las llorosas e insomnes palabras de Alejandro, un muchacho de trece años con la válvula de su hidroencefalia infectada: ‘‘Las enfermeras no me dejan dormir... entran, me molestan, me tocan...’’.

¿Cuántos personajes maléficos se les aparecerán a las madres que intentan, solícitamente, estar con los niños, calmarlos y protegerlos, pero que los dan a mirar, a zarandear por esos fantasmas de blanco? ‘‘¡Qué niñerías, realmente!’’ –podríamos exclamar como Clara a Nataniel.

¿Pero qué convencerá a los niños que lloran que el monstruo no está, que se ha ido, que no volverá? La angustia podrá calmarse, pero no se cura. Momentos en que cada sujeto se precipita sin poder exclamar ‘‘esta boca es mía’’. Sin boca parlante pero con ojos que ven lo que no deberían ver.

Una paciente de Freud le cuenta que a los ocho años creía que sus muñecas adquirirían vida si ella las miraba en forma penetrante. Con este ejemplo Freud reflexiona sobre la fuente de lo siniestro ubicándolo, en este caso, no en una angustia infantil sino en un deseo o en una creencia infantiles.

Tomemos la mirada. Una mirada que da vida, que constituye psíquicamente, que da una imagen gracias a una nueva operación psíquica, el narcisismo. El sujeto queda revestido por una superficie yoica, completa, figuración narcisista lograda desconociendo el desorden orgánico prematuro. Algo queda afuera, no reconocido, en un campo real, en la oscuridad –podríamos decir. Aquí no es un ‘‘quitarse los ojos’’ como castigo, en el sentido de la castración freudiana. Si el Hombre de la Arena es para Freud ‘‘aguafiestas del amor’’ es porque precipita la aparición de lo que no debe verse y destiñe la superficie amorosa que nos recubre. Como dice Freud, se producirá ‘‘una regresión a la época en que el yo aún no se había demarcado netamente frente al mundo externo y al prójimo’’.

Donde no hay mirada constituyente hay ojos que nos miran surgiendo de lo sombrío. Nos mira eso que no tiene nombre, ese vacío oscuro. Nos mira la noche, terrible mirada nos dirigen el sufrimiento, la enfermedad y la muerte que, en demasía, habitan en el hospital. En las calaveras, la muerte, que no encuentra inscripción psíquica inconciente, puede representarse en la oquedad de los espacios vacíos que dejaron los ojos. Mirada vacía, ciega, que no nos ve y que, en consecuencia, no nos devuelve nuestra imagen.

También Freud se pregunta: ‘‘¿de dónde procede el carácter siniestro del silencio, de la soledad, de la oscuridad? ¿Acaso estos factores no indican la intervención del peligro en la génesis de lo siniestro, aunque son las mismas condiciones en las cuales vemos que los niños sienten miedo con mayor frecuencia? ¿Y podremos descartar realmente el factor de la incertidumbre intelectual, después de haber admitido su importancia para el carácter siniestro de la muerte?’’ (subrayados nuestros). El se responderá que no son los temas ni los contenidos los que producen estos efectos. Hace una diferencia entre lo siniestro vivenciado y lo siniestro imaginado o que se conoce por referencias. En lo que se vivencia habrá imposibilidad de hacer la prueba de realidad, desapareciendo los límites entre fantasía y realidad y actualizando los complejos infantiles o las convicciones primitivas superadas. En cambio, la fantasía, la ficción o la obra literaria están dispensadas de la prueba de realidad. Estas pueden así ampliar los efectos siniestros o hacerlos desaparecer.

Siguiendo esta dirección, también es cierto que, como a Nataniel, el Hombre de la Arena - monstruo - fantasma - visión - o lo que fuere nos introduce en el campo de lo maravilloso. Las historias de terror embelesan a los niños. Qué gustoso será, entre la latencia y el inicio de la pubertad, mirar películas de terror. Y más aun, qué bello momento el asustar a los más chicos.

¡Tal pasión por lo siniestro! Es como el encantamiento que produce el mar de noche. Como un infinito manto que nos absorbe y nos retiene, envolviéndonos en su rumor y en su oscuridad, pero sin aliviarnos de esa inquietud de que algo extraño podría pasar.

Podemos darle una respuesta entre otras a lo que asusta en el Hospital de Niños cuando por la noche los gatos no son todos pardos. ¿Cuáles son las historias que no se contaron y que podrían contarse? Las distintas versiones del Hombre de la Arena podrán presentarse en cada caso tomando su particularidad. Cada niño soñará, fantaseará con su Hombre de la Arena y cada madre amasará o no otra leyenda para que aquel sea un personaje de un cuento, sólo de un cuento. Pero a veces las palabras mismas no arman ficción. O, más bien, esos personajes se despegan de las páginas del libro y aparecen sin sus palabras. Y en las noches, la oscuridad se hace cómplice de sus fechorías, lo mismo que si fueran delincuentes.

Lo oscuro

‘‘–Psicopatóloga de guardia, la necesitan en la Unidad...’’

Somos llamadas. Es de noche. Al concurrir a la sala nos encontramos con una situación de la que sus actores no pueden salir, estática en su resolución, cristalizada en su angustia. Como en el cine, como en el teatro, una escena participa de un espacio y de un tiempo. Lo escópico y lo auditivo convergiendo en movimiento. Pero aquí hay algo congelado aunque lo fenomenológico describa mucha inquietud y poco silencio.

Lo que desvela en esa noche descorre un velo y destapa un llanto, un grito o un sonido mudo, develando lo que horroriza, puesto que debería permancer invisible e inaudible. La ausencia de silencio no es palabra encarnada sino grito, llanto o lamento, expresiones de dolor que nos hacen dar un vuelco interno, rompen un imaginario, la superficie amorosa del espejo que sostenía al sujeto.‘‘Del grito, ya sabemos qué esperar: el dolor (físico o metafísico: poco importa, puesto que se trata del sujeto)...’’ (E. Grüner).

Estas imágenes congeladas aparecen como cuadros que ubican el padecimiento subjetivo. Localizan al sujeto, pero inmovilizado. En la sala los lamentos de Sabrina convergen con la mirada de padres y enfermeros; y los gritos de Amanda en la noche, con madres y médicos tapándose los oídos para no oír, pero no pudiendo dejar de mirar a la niña. ¿Teme acaso el espectador que le pase como al protagonista de la película El inquilino de Polanski? ¿Temerá que por sólo mirar esa escena de horror se quede identificado a ella y, haciéndola suya, corra la misma suerte?

En todo caso, la pulsión de muerte conduce el destino de cada sujeto y, a pesar de ilusiones y proyectos hacia futuros prósperos y vitales, siempre hacia adelante, no se podrá huir del final de la jugada en que la muerte hará jaque mate. ‘‘¿Se trata de ese ‘campo que se abre precisamente en el límite donde no existe la posibilidad de moverse’, campo energético que desde la estructura queda fuera de la estructura, que marca a la muerte como lugar de desconocimiento...?’’ (E. Grüner). La muerte, y el dolor como uno de sus representantes, localizada en la estructura simbólica, pero ni velada ni dejada fuera de estas imágenes cristalizadas.

Hasta aquí pensamos a los gritos y lamentos como presentificaciones mortíferas. Sin embargo, no podemos dejar de escuchar ese costado de llamada para que sea inscripto lo que de la vida aún pulsa. Quien grita está vivo todavía. Aquello que del sujeto aparece y que quedó acallado invoca para que se le permita hablar.

Cuando la angustia paraliza, cuando la escena ha quedado estáticamente condensada, se ha perdido la imagen. Una resistencia a la imaginarización no permite volver al movimiento. Pero si los ruidos o la oscuridad nocturnos pueden traducirse en fantasmas, entramos en el campo de lo fálico. En imágenes de la película La historia sin fin Atreyu ve salir de la Nada a Gmork, un horrendo lobo negro que le habla, que le explica quién es, de dónde viene y qué lo determina. El niño puede entonces defenderse: ‘‘–Moriré peleando’’ le dice, y la historia se hace interminable... siempre que Fantasía sea sostenida en el deseo de un niño.

Dice Freud: ‘‘La fantasía se origina por la combinación inconciente de lo vivenciado con lo oído siguiendo determinadas tendencias. Un fragmento de una escena visual se une con un fragmento de una escena auditiva para formar la fantasía’’. La realidad se hace psíquica y la escena queda constituida.

La luz

¿Cuáles son las llaves que pueden encender o apagar la luz? Si el Otro es el recurso a la palabra, y el hombre la ‘‘materia’’ del lenguaje, entonces consideremos cómo los cuerpos humanos quedan promovidos a cuerpos significantes, de manera de no aparecer aplastados completamente en un goce viviente, pudiendo así levantarse y andar por el mundo.

Estos niños internados o traídos al hospital arrastran sus cuerpos gozosos en el límite del dolor, la muerte y la vida. La palabra, el juego, los podrán rescatar y, en esas oscuridades, les permitirán encender una pequeña-gran historia de su grande y pequeña vida.

‘‘Ella apagó la luz de la entrada.
–Ves –le dijo–. No estoy apagando la luz.
No, de ningún modo!
Simplemente estoy encendiendo la noche.
Se la puede encender o apagar
igual que una lámpara
con la misma llave de luz.’’
(5)

Notas

(1) Entrevista a Ingmar Bergman en el diario Clarín, suplemento ‘‘Cultura y Nación’’, 15 de junio de 1995.

(2) De Los 5ueños, de Alberto Arias.

(3) De Las canciones de Natacha, de Juana de Ibarbourou.

(4) Debemos recordar que el Diccionario... recoge y fija los significados de las palabras que en la vida andan ya imponiéndose.

(5) De La niña que iluminó la noche, Ray Bradbury, Ed. de la Flor.

Bibliografía

Freud, Sigmund: ‘‘Lo siniestro’’. Obras Completas, Tomo III, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1973.

-----------------: ‘‘Manuscrito M2 del 25-5-1897’’, Obras Completas, Tomo II, Madrid, Ed. Nueva, 1968.

Grüner, Eduardo: ‘‘El grito, el silencio: la mirada, el murmullo’’, en Conjetural - Revista psicoanalítica, Nº 9, Buenos Aires.

Lacan, Jacques: ‘‘La angustia’’, Seminario 10.

----------------: ‘‘Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis’’, Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987.

Marchilli, Alberto: ‘‘El fantasma y lo invocante’’, en Conjetural - Revista psicoanalítica, Nº 9, Buenos Aires.

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