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Número 8 - Septiembre 2005
Traumatismos
Sylvia de Castro Korgi

Mejor pues que renuncie [a ser analista]
quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época
.
Jacques Lacan

1. La "pasión por lo real"

No sería apropiado entrar en esta materia sin hacer algunas referencias al mundo que hoy ha acordado para los traumatismos una presencia indudablemente masiva, en contraste con la tendencia contraria de la virtualización, como si la única real experiencia auténtica que nos quedara fuera la de "lo extremadamente violento y desgarrador" (Zizek, 2001). En efecto, la realidad de hoy es una realidad de ficción adaptada a los parámetros de la información, y global, en la medida en que la invisibilidad y la transparencia que la caracterizan no encuentran fronteras. No por nada se afirma que el mundo cambió de rostro a partir de la caída del muro de Berlín. Por supuesto, esta fluidez está al servicio de la circulación mundial de las mercancías en cuyo beneficio los intercambios humanos han venido deshaciéndose de los ideales culturales y simbólicos que antes los regían (Dufour, 2003).

El filósofo francés Dany-Robert Dufour anota, en este sentido, que "Desde el momento en que todo garante simbólico de los intercambios entre los hombres es eliminado, es la condición humana misma lo que cambia. Nuestro ser-en-el-mundo no puede ser el mismo desde cuando el objetivo de una vida humana ya no depende de la búsqueda del acuerdo con estos valores transcendentes, que desempeñan el papel de garantes, sino que está ligado a la capacidad de adecuarse a los flujos siempre cambiantes de la circulación de la mercancía. En un palabra, ya no es el sujeto mismo lo que es requerido…" (Ibid).

Una nueva subjetividad se halla en ciernes a propósito de esta radical des-simbolización, cuyos efectos no se hacen sentir solo en las mentes: nunca antes una civilización había invadido como hoy el mundo de lo vivo. Es así como resuenan las palabras de Francis Fukuyama, el promotor del liberalismo, cuando sostiene que el último episodio de la historia humana no consiste, como él lo había profetizado, en el triunfo del mercado: hay que agregar a esto la trasformación biológica de la humanidad, cuyo hito indudable es el sueño de inmortalidad prometido por la manipulación del genoma humano. Se trata del triunfo máximo de la ciencia y de su vástago, la técnica, que ha cobrado vida autónoma, a la que nada vendrá a poner límite, totalmente desentendida de las prohibiciones fundamentales constitutivas de lo humano y de la referencia ordenadora que las hacía operativas.

Una reflexión sobre el mundo contemporáneo – que recojo en líneas generales del texto Los cuerpos angélicos de la postmodernidad, del psicoanalista Gerárd Pommier (2000), formula la ausencia de la referencia ordenadora en términos de la pérdida de la función del Padre. En efecto, por su lugar en el Edipo al Padre se le asignaba la función de inscribir en la subjetividad del hijo la prohibición del goce de la madre, instaurando de este modo la falta – falta de goce - sobre la que se significa el deseo. Sostenida en una ficción, ciertamente, según la cual existe un Otro que dicta la Ley y que exige la renuncia al empuje pulsional sin límites para hacer viable la comunidad humana, esta referencia paterna, no obstante, tuvo efectos de ordenamiento y de pacificación, y hasta hace poco nos permitió instalarnos en una relación en la que podíamos sostener vínculos con nuestros semejantes. Era porque se ofrecía como instancia tercera, garante de los pactos, sostén de los ideales, que la ficción de este Padre simbólico aseguraba para cada uno su permanencia en el mundo, respondía por el origen y por el fin, y podía soportar por nosotros, liberándonos de su peso, el horror de lo real, es decir, de todo aquello que escapa al orden del lenguaje y de la significación y que resulta por eso mismo amenazador. Esto tenía un precio, por supuesto: que el Otro nos amparara en el encuentro con lo real aportando algún sentido a aquello que no lo tenía por sí mismo, implicaba para cada uno adquirir una deuda cuyo pago podía ser muy pesado porque la demanda de retribución de ese Padre no conocía límites. Y la moneda era, usualmente, la neurosis.

Ahora bien, esta ficción del Padre simbólico no se apoyaba solamente en su hipérbole, el relato que proponía a Dios, al Padre eterno, como referencia. Incluso secularizada, anclaba en cada uno de nosotros y nos lastraba mediante los ideales, cuya eficacia simbólica se debía más a su carácter compartido que a su naturaleza misma. Al fin de cuentas los ideales no dejan de implicar siempre al narcisismo, razón por la cual Freud los puso en la órbita del yo. Pero mientras el yo ideal señala el sueño de omnipotencia absoluta, de la perfección con la que la demanda materna nos induce a identificarnos, el Ideal del yo procura una vía de alivio a esa demanda cuya puerta de escape nos conduce necesariamente al Padre. Los grandes ideales que podemos recoger bajo el nombre de Ilustración se sitúan en esta segunda categoría y son ellos los que han sufrido un golpe mortal en la época contemporánea. En ausencia de contrapeso, el Yo ideal encuentra abierto el camino hacia el cumplimiento del sueño narcisista. Estaremos de acuerdo en que el sueño narcisista no resulta favorable al lazo social. La vuelta sobre el yo ideal refuerza la relación de lo idéntico consigo mismo, caldo de cultivo de la agresión y la rivalidad que, a escala social, emerge en estallidos de violencia contra toda forma del Otro diferente (Pommier, 2000). Las emergencias de lo real, por lo tanto, están asociadas a una fractura de la ficción fundamental que aporta coherencia a la estructura social, allí donde lo simbólico desprovisto del Ideal conduce las cosas a un callejón sin otra salida.

Haciéndome eco de la pregunta que Freud se formulaba en su Malestar en la cultura, acerca de si cabría asumir que todo tiempo pasado fue mejor, empezaría por afirmar que este tipo de emergencias pulsionales que conciernen a lo real traumático no son más numerosas, frecuentes o vehementes hoy que ayer sino que han cambiado de rostro y, sobre todo, que en el presente los ideales, por su fragilidad o por su ausencia, no alcanzan para poner distancia frente a lo horroroso, l o impredecible y lo potencialmente ingobernable (Soler, 1998). No alcanzan para hacer de barrera protectora y tampoco aportan una significación que nos permita inscribirlas –a dichas emergencias- en una trama simbólica e imaginaria, en un relato eficaz para neutralizar su impacto. El sujeto de hoy no cuenta con los recursos para poner límite a los excesos, antes bien, convocado a vivir al extremo está habitado por lo que el pensador Slavoj Zizek (2001), retomando al filósofo Alain Badiou, llama "pasión por lo real" .

No es, pues de extrañar que los traumatismos inunden hoy en día la actualidad del discurso, impregnando la vida cotidiana, la administración de los estados, las políticas de salud pública, las prácticas jurídicas, los negocios de las compañías aseguradoras, en fin, podría continuar agregando a la lista elementos que, no por aleatorios, dejan de ser suficientemente ilustrativos de lo que intento proponer (Soler, 1998).

Pero el discurso sobre los traumatismos iguala desastres naturales y guerras, hambrunas y violencia social bajo la designación de catástrofes humanitarias y entonces ya no sabemos ante qué estamos en cada ocasión. Cuando aquello que se destaca de todos los traumatismos por igual es su aspecto de crisis humanitaria, corremos el riesgo de desconocer que algunos de ellos, por ejemplo las invasiones militares, los genocidios, las masacres, los desplazamientos forzados de población, responden a razones políticas, geopolíticas y económicas y que, por lo tanto, la ayuda humanitaria, por importante que resulte, no sólo no apunta a las razones estructurales de las catástrofes, sino que puede favorecer la tendencia a la despolitización, tan útil a la ideología postmoderna (Zizek, 2002).

El correlato de esta presencia abrumadora de los traumatismos reducidos a catástrofes humanitarias es la homogenización de las víctimas. Indistintas, las víctimas pierden su particularidad para quedar todas ellas identificadas como individuos pasivos e impotentes frente a las circunstancias. Tal como sostiene Zizek, "Su situación fundamental es la de un sufrimiento excesivo. Una experiencia traumática que borra todas las diferencias" (Ibid, p. 77).

Ciertamente, un sujeto sometido a los excesos de un Otro que muestra su rostro más real, despojado de los diques de la moral, del pudor y de la compasión, cuyos actos entrañan el mal del prójimo bajo la forma de la crueldad (Lacan, 1990), es alguien a quien se le sustrae su condición subjetiva. La víctima, el traumatizado, es de hecho un sujeto puesto en el lugar de objeto a merced del goce del Otro, y cualquier intervención humanitaria, terapéutica, asistencial o reeducativa, que privilegie su situación de pasividad e inermidad corre el riesgo de fijarlo en esa posición. Posición indeseable desde la perspectiva de la subjetividad, pero también por sus implicaciones para el lazo social, puesto que el goce del trauma al que se aferra la víctima correrá el riesgo de virar en la dirección de hacer sufrir a otros lo que ella padeció.

Por lo demás, ¿no tendría que alertarnos el hecho de que esa reducción a objeto es peligrosamente equivalente al lugar de l individuo portador de un anhelo básico, elemental, de supervivencia, que sería a su vez el objeto de las prácticas asistenciales? Tal vez debemos insistir en la diferencia que separa a un sujeto sufriente, cuya queja encuentra su resorte en el deseo, de un viviente necesitado. Es la misma diferencia que hace irreductible la vida humana a la vida natural.

2. La "vida nuda"

Al peligro de un retorno de la vida humana en tanto vida natural responde la noción de biopoder acuñada por Michel Foucault. Cuando Foucault se dedica a explorar las transformaciones de los mecanismos de poder que tuvieron lugar con el ingreso a la modernidad, concluye que el derecho del soberano antiguo sobre la vida y la muerte de sus súbditos, que era en últimas un derecho a la muerte ("hacer morir y dejar vivir") fue sustituido por un poder que administra la vida ( "hacer vivir y dejar morir"). Se consumó así un desplazamiento del poder sobre la muerte al poder sobre la vida, que de ninguna manera implica una valoración de la significación de la vida humana: por paradójico que parezca, dice Foucault, "nunca hasta entonces los regímenes habían practicado sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes. Pero ese formidable poder de muerte – y esto quizá sea lo que le da una parte de su fuerza y del cinismo con que ha llevado tan lejos sus propios límites – parece ahora como el complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer controles precisos y regulaciones generales" (Foucault, 1986, p. 165). Con una referencia a los genocidios como el sueño de los poderes modernos, Foucault ilustra que de lo que se trata no es simplemente de un retorno del viejo derecho de matar sino del ejercicio del poder a "nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población" (Ibid, p. 166), es decir, en lo relativo a la esencia concreta del ser vivo concebida en términos de necesidades fundamentales. De ahí la despolitización. El control y el poder sobre la vida, sostenidos en dos pilares básicos, de un lado, las disciplinas del cuerpo –lo biológico- y, de otro, el ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos –lo político-, configura la biopolítica.

La biopolítica es pues, el discurso del poder-saber – discurso capitalista en su alianza con la ciencia, dirá desde la orilla del psicoanálisis Jacques Lacan – cuyo resultado estructural es este nuevo impasse en la cultura con sus manifestaciones a nivel de los grandes traumatismos políticos y su barbarie a gran escala, que en el siglo XX modificaron el panorama de lo humano dislocando los elementos simbólicos que amarraban a cada uno de los sujetos a sus referentes y que anudaban, a su vez, los hilos de la trama social.

El ser vivo tomado por la biopolítica es la negación de la condición humana tal como ésta había sido pensada en Occidente desde la Grecia clásica – cuya especificidad reside, dicho en los términos que nos propone más recientemente el filósofo italiano Giorgio Agamben, en la articulación del viviente con el lenguaje, con la esfera del logos, articulación que no podría cumplirse por fuera de la polis -.

A lo que nos conduce esta reflexión es a preguntarnos ¿qué nos hace sujetos? Nos será fácil recurrir en este punto al primer aporte decisivo de Lacan al psicoanálisis después de Freud. No por viviente el hombre es sujeto. Lo viviente da lugar, en todo caso, al individuo en tanto que miembro de la especie: vida biológica. Por su parte, el acto de nacimiento del sujeto exige la marca del ser vivo por el Otro como lugar del lenguaje, es decir, que no hay sujeto sino en referencia al Otro que asegura la función simbólica, sea cual sea la figura que encarne a este Otro en las diferentes épocas históricas. El sujeto es un hablante sujetado al Otro. Tampoco hay comunidad de los hablantes sin una referencia común a esa ficción compartida en la que finalmente consiste el Otro. Y aquí nos encontramos con la encrucijada en la que nos ha situado la llamada postmodernidad que ya no cuenta con un Otro simbólico en nombre del cual y ante el cual los sujetos puedan reconocerse e identificarse pero, también, frente al que puedan tomar distancia, rebelarse o plantear una objeción (Dufour, 2003).

Agamben, quien ha prolongado las reflexiones de Foucault, propone que lo que caracteriza a la política moderna no es tanto la inclusión de lo vivo biológico en lo político, algo que viene de antiguo según él, ni tampoco la circunstancia de que, así incluida, la vida biológica se convierta en objeto por excelencia de los cálculos del poder estatal. Lo característico reside en el hecho de la irreductible indiferenciación entre lo vivo y la vida humana. Allí donde los griegos nombraban bios a la forma humana de vivir de los sujetos integrados al dominio de la polis, y reservaban el término zoe para la vida natural, lo característico de la democracia moderna, dice Agamben, es que "trata de transformar la nuda vida misma en una forma de vida" (Agamben, 1998 , p. 19).

Definamos, pues, la nuda vida. Se trata de aquella "a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable" (Ibid, p. 18). Es, por excelencia, la vida del homo sacer, del hombre sagrado que en el arcaico derecho penal romano traduce el criminal a quien está prohibido sacrificar pero que puede ser asesinado impunemente, es decir, sin que aquel que lo mate sea condenado por homicidio. Extraña figura ésta, que condensa al hombre sagrado y al criminal y que no parece resolverse acudiendo al juego de significaciones opuestas – sagrado e impuro – al que Freud refería la noción de tabú. Para Agamben, en todo caso, se trata de "la formulación política originaria de la imposición del vínculo soberano" (Ibid, p. 111) despojada en la modernidad de la ideología del sacrificio y que pone ante nuestros ojos "una vida que está expuesta como tal a una violencia sin precedentes, pero que se manifiesta en las formas más profanas y banales" (Ibid, p. 147) – no sacrificiales, no rituales -.

Nuda vida es entonces la del viviente deshabitado por el logos y excluido de su posición de ciudadano de la polis, pero liberado en la ciudad; reducido en su condición de viviente a objeto de las prácticas disciplinarias que denunciaba Foucault, pero encadenado al poder político. La nuda vida es, pues, la nueva forma de subjetividad: subjetividad bio-política, podríamos decir.

Agamben sostiene que la democracia moderna deriva su aporía específica de la reivindicación de esa forma de vida: "La decadencia de la democracia moderna y su progresiva convergencia con los estados totalitarios en las sociedades postdemocráticas y ‘espectaculares’ (…) tienen, quizás, su raíz en la aporía que marca su inicio y la ciñe en secreta complicidad con su enemigo más empedernido. Nuestra política no conoce hoy ningún otro valor (y, en consecuencia, ningún otro disvalor) que la vida, y hasta que las contradicciones que ello implica no se resuelvan, nazismo y fascismo, que habían hecho de la decisión sobre la nuda vida el criterio político supremo, seguirán siendo desgraciadamente actuales" (p. 20). En efecto, Agamben propone el campo de concentración como paradigma biopolítico de lo moderno (p. 49).

Voy a tratar, en lo que sigue, de conducir esta reflexión hacia nuestro propio contexto, y para empezar haré referencia a la nota del traductor de este texto de Agamben, en lo atinente a la nuda vida. Comenta él los problemas de la reproducción en castellano de los términos centrales de la definición: la vida que no puede ser sacrificada de acuerdo con los rituales establecidos culturalmente – insacrificabile - y la vida a la que se puede dar muerte impunemente – uccidibile -. Y dice que insacrificable no ofrece problema alguno pero matable, en cambio, aunque gramaticalmente aceptable, resulta forzado. No obstante, prosigue su comentario, matable se ha hecho frecuente en Colombia, "en una utilización claramente biopolítica, para referirse a los marginados extremos, los llamados ‘desechables’ cuya muerte no entraña en la práctica consecuencia jurídica alguna " (p. 243-4).

¿Quién es el desechable? Fácilmente respondemos: un sujeto reducido a desecho. Lo ominoso de esta simple definición radica en el hecho de que aquello desechable resulta ser un sujeto… porque, por lo demás, sabemos que esa, la de desechable, es la condición de la multitud de objetos – mercancías – que circulan en la redes hoy globales de la economía capitalista. Multitud de objetos que ofrecen la ilusión del máximo goce posible en su consumo, que ocultan, por lo tanto, la dimensión de lo radicalmente perdido del objeto y, por ahí mismo, la imposibilidad igualmente radical del goce total, tal como Freud lo descubre en la llamada primera experiencia de satisfacción (Freud, Proyecto de psicología , 1895). Por supuesto que los objetos del mercado no cumplen con lo prometido: de ahí la repetición y el empuje-a-gozar, empuje voraz de objetos de satisfacción que no se alcanza y que, en ese mismo movimiento, pierden su valor, se hacen desechables, se convierten en basura. Entonces, desechable no podría haber nombrado el ser de un sujeto más que en ésta, la época de la oferta mentirosa pero eficaz de un goce pleno de los objetos, que no reconoce limitación.

El desechable es un producto acabado del biopoder: tiene el lugar de un objeto horroroso para el Otro social - cuyo terror y repulsión causa – en virtud de lo cual se convierte en "objetivo" de esa práctica de exterminio en la que consiste la "limpieza social". No es el objeto del cual el Otro pueda extraer un beneficio de goce, a la manera como se extrae la plusvalía: objeto explotado sobre el que se puede ejercer una violencia ilimitada que signe su desaparición (Sanmiguel, 2000 ). No es, en ese sentido, un objeto "capitalizable", lo que nos hace más fácil entender su destino mortal. Es alguien que en su precariedad logra no obstante hacer objeción al goce del Otro, al precio de situarse como un desecho repulsivo y… matable.

Esta objeción al Otro que goza, esta oposición o réplica que levanta el desechable en los límites mismos de la existencia humana, no es la elección que hace el desplazado, el desterrado, como acertadamente lo ha nombrado Alfredo Molano para indicar las razones estructurales de su drama que no son otras que la apropiación y el goce – claramente en el sentido del usufructo - de su tierra y de sus bienes por el Otro, al precio del terror.

El sobreviviente de la masacre que ha tomado la opción forzada del desplazamiento, pone distancia del Otro de la amenaza por la vía del exilio: desalojado no sólo de su tierra sino de los referentes culturales y los ideales colectivos que configuraban su bios , corre no obstante el riesgo de alistarse en la misma lucha del desechable: reducido a aquel anhelo elemental de supervivencia antes mencionado. En su desplazamiento sin embargo hay algo que no puede dejar atrás: la marca del traumatismo.

3. El "afecto de horror"

Pero, ¿qué es aquello que en el discurso psicoanalítico puede ponerse a la cuenta de lo traumático? La cuestión se remonta al origen mismo del psicoanálisis. Freud hace del trauma una teoría explicativa del síntoma neurótico, allí donde el enigma que la histérica proponía al saber médico de finales del siglo XIX, se resolvía en la "lesión funcional" del sistema nervioso, cuando no en la simulación. En la Comunicación preliminar (1893) de los Estudios sobre la histeria, Freud advierte que los fenómenos clínicos de la histeria "mantienen con el trauma ocasionador un nexo (…) estricto" (p. 29), y que la analogía entre la histeria corriente y la neurosis traumática es tal que se justifica "una extensión del concepto de histeria traumática" (Ibid, p. 31). Así pues, la neurosis traumática aparece como un término más amplio, al que Freud recurre para situar bajo esa sombra su reciente descubrimiento: el trauma en función de causa de la histeria.

Con el término de neurosis traumática, que seguramente contribuyó a forjar en el dominio de las enfermedades del alma, Freud se refería, no al acontecimiento accidental responsable de una lesión corporal, sino al horror que este acontecimiento provoca en el sujeto. Traumas psí quicos llamará Freud a los sucesos ocasionadores de síntomas histéricos, y dirá de ellos, de los traumas, desentendiéndose de la versión médica, que "En calidad de tal obrará toda vivencia que suscite los afectos penosos del horror, la angustia, la vergüenza, el dolor psíquico…" (Ibid, p. 31).

La analogía entre histeria y neurosis traumática muy pronto sin embargo encontró un límite, dado por el descubrimiento de que aquello que en la histeria cuenta como trauma está lejos de causar directamente el síntoma, precisamente porque lo traumático no es el hecho positivo sino su recuerdo. En su momento Freud dirá que "el histérico padece por la mayor parte de reminiscencias" (p. 33), algo que reelaborará posteriormente en términos de repetición.

Freud caracteriza la índole de la escena traumática como sexual y sitúa su momento de ocurrencia en la infancia, justamente en la época de la vida en la que un niño no estaría en posibilidad de adjudicarle sentido sexual a una aproximación corporal del Otro, algo para lo cual habría que esperar hasta la pubertad cuando, en efecto, los síntomas harían su aparición (Manuscrito K, 1896).

Pronto esta escena traumática consiste en la seducción por el padre o su sustituto pero, casi de inmediato, en el mismo movimiento de recusación de esta teoría traumática de la seducción por el padre, cuando Freud escribe consternado "ya no creo más en mi neurótica" (Carta 69, 1897, p. 301), la mentira de la histérica según la cual "mi padre me seduce", revela una verdad: el encuentro con la sexualidad tiene el carácter de un traumatismo. No por nada Freud ampliará el espectro de aquello que hace a la escena de seducción para incluir, más allá de un abuso efectivo, el ver u oír h ablar de sexualidad (Nuevas puntualizaciones sobre la neuropsicosis de defensa, 1896, p. 165).

La sexualidad le viene al niño del encuentro con el Otro, de quien encarna para él el lugar del lenguaje, de los códigos, de los ordenamientos culturales, pero también el lugar de quien responde a sus urgencias corporales "in - formando", dando forma a su cuerpo y a su modo de gozar. A esto último se refería Freud cuando decía que la pulsión nace apoyada en las funciones de conservación. Es el Otro materno quien, en respuesta a las demandas del niño, escribe en su cuerpo las marcas de los cuidados constituyendo con ellas las superficies de borde en las que consisten las zonas erógenas. Marcas de un goce sexual, siempre anticipado y siempre excesivo con respecto al lugar que el niño ocupa en la primera relación de dependencia y en términos de sus posibilidades de respuesta: al fin de cuentas, él no puede mucho más que… dejarse hacer. Lo cual aporta luces para caracterizar un encuentro traumático como aquello que se presenta por fuera de las coordenadas de toda anticipación probable, por fuera de cualquier alternativa de asignar un sentido a lo ocurrido, como aquello imposible de evitar y ante lo cual los recursos simbólicos e imaginarios del sujeto no alcanzan… (Soler, 1998, p. 153)

Estas marcas de goce – libidinales, diría Freud - inauguran en el sujeto hablante la búsqueda de la repetición de la experiencia de satisfacción, búsqueda tanto más incesante cuanto que esa experiencia participa del registro de lo irrecuperable, digámoslo en términos freudianos: de lo reprimido originario. Por eso la sexualidad no se puede poner a la cuenta de la dupla placer-displacer, no hay ahí retorno posible a un estado de equilibrio anterior. Más allá del principio del placer, la satisfacción sexual es asunto de goce: en todo caso, exceso o defecto que rompe con la homeostasis.

La experiencia de pasividad en la que el sujeto queda situado, en posición de objeto del Otro, se instalará como fundante del traumatismo en la neurosis, lo que implica, en buena lógica, que no hay para el psicoanálisis otro sujeto que el sujeto "traumatizado". En efecto, todo niño es violentado a inscribirse en el mundo humano sin alternativa, situado en el lugar determinado por el deseo materno, que le antecede, y sometido a los significantes de la madre con los cuales ella nombra sus demandas .

Pero si el encuentro con la sexualidad reviste el carácter de un traumatismo, constitutivo del sujeto que Freud descubre en su clínica, eso no quita que para algunos la experiencia se inscriba en otro orden de cosas. ¿Cómo juzgar la pedofilia, la violación de un niño por un adulto si no como la manifestación de un empuje pulsional que toca con lo perverso en cuanto pasaje al acto criminal? Cuando Freud se ocupó de los casos reales de seducción destacó de ellos su dimensión trágica, su carácter de "mal encuentro" en el que participan la voluntad arbitraria de goce del Otro y el desvalimiento del niño confrontado a esa experiencia incomprensible que implica a su propio cuerpo y que, tratándose del padre seductor, le revela repentinamente un rostro extraño en aquel con quien sostenía una relación familiar hasta entonces fundada en el amor. Es decir que señaló, para ese mal encuentro, el carácter de lo siniestro.

Todo niño humano viene al mundo en el lugar habitado por el deseo de sus padres que lo hacen nacer, nacimiento que entonces trasciende los hechos de la biología de la reproducción para constituirse en un acontecimiento simbólico que cada cultura se encarga de refrendar por medio de los ritos de la filiación. Su función, la del niño, es la de ser un objeto que simboliza una falta en la pareja parental. En el mejor de los destinos, el niño es amado, no en función de su respuesta dócil a los caprichos parentales y mucho menos porque lo asista un derecho civil a ser amado, sino como metáfora del amor de sus padres. Él es en su cuerpo portador de las marcas del deseo particularizado de su madre, un deseo cuya potencia de respuesta caprichosa encuentra posibilidad de ordenamiento en el aporte que su padre hace como Nombre-del-Padre. Función simbólica ésta, destinada a evitar que el niño quede capturado en las trampas fálicas del deseo materno, como objeto que tuviera por función completarla, entregando su vida en ello. Ahora bien, del niño a quien se intimida sexualmente, a quien se maltrata –digo maltrato, no castigo- al que se abandona…, no podrá decirse que su cuerpo sea portador de la marca del deseo de la madre, ni de la marca del Nombre-del-Padre que lo hace advenir por fuera del anonimato. Ni siquiera de la marca del malentendido estructural de la pareja de sus padres – no se trata en esto del ideal de la armonía familiar - ese malentendido que el amor hace soportable, y en virtud del cual el niño ha sido deseado. Estos niños anónimos serán en cambio testimonio viviente de la ausencia de un deseo que transite en las vías de la subjetivación. Correlativamente, sus cuerpos llevarán las marcas del goce de la pulsión de muerte, a falta del amor parental que hubiese actuado como vehículo insustituible para introducirlos en la dialéctica del deseo, del placer y de la ley.

4. Lo innombrable

Ahora bien, lo que Freud pone de presente es que el trauma deja al sujeto sin respuesta, es decir, reducido a un estado de mudez. Lo traumático, lo que tiene efecto traumático, será aquel acontecimiento que en la experiencia del sujeto constituya algo del orden de lo indecible, de lo innombrable. Esto innombrable corresponde a una ausencia de representación del acontecimiento que, entonces, no se inscribe en principio en lo psíquico ni como pensamiento ni como recuerdo, en razón de lo cual el sujeto no puede traducirlo en palabras. Freud hablará de esto en términos de núcleo patógeno (1895), de cuerpo extraño (1895), laguna en el psiquismo (1896), destacando el aspecto de lo no integrado, aquello que escapa a la simbolización por cuanto es ajeno a la cadena de las representaciones. Años después lo innombrable vuelve en la pluma de Freud bajo la forma de lo real: "Lo real-objetivo [que] permanecerá siempre indiscernible" (Esquema del psicoanálisis, 1938, p. 198).

Paradójicamente esto real innombrable que escapa a lo simbólico de la palabra y del discurso y que, por lo mismo, constituye el límite a la rememoración allí donde Freud confiaba en las posibilidades del devenir consciente, esto real – repito - no se deja olvidar. Ajeno a la memoria cognitiva, se hace presente sin recuerdo por las vías de la repetición que inaugura el Más allá del principio del placer (Freud, 1920). Ha escrito en el cuerpo sus marcas de goce, marcas de una afectación corporal que en principio es indeterminada por lo mismo que resulta de una vivencia no simbolizada e incomprensible, y que sólo posteriormente encontrará una forma sintomática de expresión.

Posteriormente. Porque la escena traumática no tiene sentido en sí misma y sólo deviene trauma a posteriori, evocada por la repetición de una escena análoga posterior. Cuando Freud dice que "Dondequiera se descubre que es reprimido un recuerdo que sólo con efecto retardado {nachträglich} ha devenido trauma" (Proyecto de psicología, 1895, p. 403), sitúa esta particular temporalidad que no es cronológica y con la que necesariamente hay que contar. La determinación del traumatismo es retroactiva y coincide, por así decir, con su representación en el inconsciente, con su simbolización, allí donde antes no había sino vacío de representación, laguna psíquica (André, 2002, p. 100). Luego vendrá, como sabemos, el fracaso de la represión cuya manifestación por excelencia es el síntoma.

Lo que Freud descubre en el síntoma es, en efecto, la huella de lo ignorado del trauma, su símbolo mnémico, allí donde otra memoria no es posible. El síntoma da cuenta del retorno del fragmento de lo real del traumatismo que no puede ser absorbido por el trabajo de la represión y, en ese sentido, es una manifestación absolutamente subjetiva, particular, de hacer con lo insoportable de la experiencia. De aquí más, el síntoma en sentido psicoanalítico nada tiene que ver con la generalidad de las conductas o de las reacciones que configuran, para el caso que nos ocupa, los llamados "desórdenes de estrés postraumático".

La respuesta a la vivencia traumática, tal como ella se hace manifiesta en el orden del síntoma, es asunto del inconsciente: situado entre lo innombrable de la contingencia primera a la que se vio enfrentado el sujeto, y su presencia como huella imborrable en la repetición, la memoria inconsciente le hace saber a cada uno acerca de "lo que fue inasimilable, de lo que constituyó fractura del discurso y del sentido" (Gallano, 1998, p. 9).

Así pues, la relación entre la causa traumática y las consecuencias sintomáticas no es directa ni inmediata: no hay allí correspondencia biunívoca porque entre las dos está el inconsciente. Si no fuera así no podríamos entender el lugar y la función de la fantasía, de esa construcción subjetiva a través de la cual lo vivido "deja de ser un fenómeno que se manifiesta por sí mismo", y cambia de registro para transformarse en síntoma (Roca, 1998, p. 80). De hecho, para Freud la fantasía tiene la virtud de conmutar una experiencia de goce en otra de placer, una tarea semejante a la que permite el juego. Es la enseñanza que Lacan extrae de la preciosa observación freudiana del Fort-Da: el niño pequeño en situación angustiosa ante la ausencia de su madre, se inventa un juego – placentero para él - que consiste en lanzar y traer de regreso la bobina que sostiene atada a un hilo. Domina, dice Freud, lo intolerable de la ausencia que le es impuesta por la cultura, echando metafóricamente a su madre cuando lanza el carrete y trayéndola a su antojo, de nuevo metafóricamente, cuando lo vuelve hacia sí. Acompañando el movimiento del carrete, el niño deja oír dos expresiones verbales – dos significantes – fort y da, poniendo en evidencia la función de lo simbólico en la tramitación de lo real. Pero lo tramitado en este caso no es solo la ausencia de la madre, es lo que de esta ausencia interroga al niño en relación con el deseo, el de ella, que no parece circunscribirse a él, puesto que lo deja. La fantasía, lo mismo que el juego en este caso, se ofrece como una suerte de cobertura que aporta sentido y mantiene a raya la angustia que suscita el enigma del deseo del Otro (Miller, 1983, p. 20).

En la misma línea se sitúan las llamadas teorías sexuales infantiles. Calificadas por Freud de geniales no obstante lo extraviado de las respuestas que aportan a las preguntas de índole sexual que las suscitan, estas teorías son intentos de cernir lo real del goce, de limitarlo y de traducirlo en elaboraciones cuyos materiales son tomados de lo simbólico y lo imaginario. Así, ¿cómo no adscribir un falo a todos, sobre todo a la madre, ese Otro primordial omnipotente, si el niño está dominado por el goce autoerótico? ¿Cómo suponer el canal del intestino como aquel por donde los niños vienen al mundo, si no es por el predominio de la satisfacción anal? Y, por último, ¿acaso la concepción sádica del coito no encuentra su corolario en la violencia de la excitación sexual? (Morel , 2002, p. 102).

Tanto como la fantasía, las teorías sexuales infantiles constituyen modos de tramitación del excedente pulsional. Falsas en cuanto a la realidad pero verdaderas con respecto al goce y a la relación con el Otro , advierten cómo en psicoanálisis no se puede establecer la equivalencia que la ciencia instaura entre la verdad y la adecuación a la realidad. Tampoco la verdad de lo traumático consiste en la realidad de los hechos. Y esto tiene implicaciones fundamentales a la hora de pensar la intervención.

Cuando la atención psico-social de los niños afectados por un traumatismo que proviene del Otro como lugar del lenguaje y la sexualidad desconoce el tiempo a posteriori en el que el suceso toma valor traumático; cuando intenta a toda costa ayudar a la víctima, no a propósito de la manifestación subjetiva y singular de las posibles secuelas hechas síntoma, sino tomando como punto de partida los datos objetivos del abuso o la golpiza; cuando apunta a privilegiar el registro de los hechos antes que la respuesta fantasmática del niño al encuentro con lo real; cuando sostiene su oferta de ayuda sobre la base de los resultados de investigaciones "controladas" que indican de qué sufre o como se comporta todo niño sometido a una violencia (versus los niños que han escapado al drama), la intervención se sitúa bajo la órbita de una concepción determinista de la relación causa-efecto que desaloja radicalmente la dimensión del inconsciente.

¿A qué discurso responde esta concepción determinista? Es una perspectiva cientificista la que hace del sujeto un objeto completamente determinado, cuyas determinaciones, valga la redundancia, nada tienen que ver con el inconsciente. Perspectiva que ha cobrado impulso en la época contemporánea del biopoder y de la que no da lugar a dudas el dominio de las disciplinas neurobiológicas sobre cualquier otra explicación del sufrimiento humano.

Si los montajes de asistencia psico-social que están prestos a auxiliar a la población infantil víctima de la violencia del Otro, sostienen sus intervenciones en un modelo determinista – lo sepan o no – olvidan que todo acontecimiento en la vida de un sujeto es valorado, estimado por el inconsciente, y que es el tamiz del inconsciente aquello que está en juego en sus reacciones, en sus perturbaciones las cuales, entonces, no pueden ajustarse al cálculo de las encuestas o de los expedientes.

¿Cómo explicarse, si no, que un accidente intrascendente desde el punto de vista de las circunstancias reales pueda despertar un traumatismo anterior y ocasionar efectos de tristeza desproporcionada? ¡O que uno pueda estar de duelo inexplicablemente cuando la persona a la que ha perdido no reviste importancia! ¡O que uno se sienta culpable de lo ocurrido allí donde aparentemente no es más que víctima! ¿Cómo entender, si no, que alguien propicie una y otra vez las situaciones de violencia de las que sin embargo se queja?

La exclusión del sujeto del inconsciente explica las razones por las cuales se hace una valoración excesiva del hecho traumático como dato objetivo causal. En la búsqueda de las coordenadas de realidad del acontecimiento lo que queda excluido es todo aquello que implica al sujeto, en este caso al niño, que no por niño es menos sujeto, y que, implicándolo, exige el reconocimiento de su palabra, de su deseo y de su goce: la significación que él le adjudica a aquello que ha soportado aunque no lo pueda comprender; su implicación en lo vivido, lo que lo hace responsable de su propio goce – y no sólo víctima inerme - sin que esto conduzca a desconocer que a ese goce ha sido conminado por la violencia que el Otro ejerce sobre él; su forma de historizar el antes de… lo acontecido; las construcciones oníricas, fantasmáticas y lúdicas, quizás, mediante las cuales ha intentado subjetivar el mal encuentro; su síntoma, la particularidad de su síntoma, que no se podrá oír a menos que se abandone el listado de los signos…

Es común que las secuelas de los traumatismos se describan en función de signos observables en los niños que los sufren, por lo cual la presencia de rasgos tales como retraimiento, tristeza, resentimiento, desinterés, agresividad, fracaso escolar, han llegado a constituir la base del diagnóstico. ¿No es esto un pre-juicio? Un niño expuesto a la violencia y a la mortificación del Otro puede expresar estos rasgos, pero ¡un niño no expuesto a la misma violencia, también! (Gallo, 1999). En aras de la objetividad se olvida que las secuelas del traumatismo y las reacciones ante el mismo son subjetivas, es decir que no son las mismas para todos, como lo quiere la política del biopoder. Por otro lado, acaso alguien se ha preguntado ¿de qué naturaleza es el malestar de quienes han sufrido traumatismos frente a quienes no han tenido que soportarlos y que, llegado el caso, pueden presentar síntomas tanto o más perturbadores? (Roudinesco, 2000, p. 82).

En medida proporcional al rechazo de la fantasía, la búsqueda de la causa objetiva del malestar ha dado lugar a una suerte de cruzada "antitraumatismo". Por supuesto, una tal cruzada no puede prosperar sino en un mundo en el que la "pasión por lo real" es el corolario necesario de un goce que se pasea sin barrera alguna de contención, allí donde el discurso dominante vocifera que todo es posible. Una de las expresiones más frecuentes de esta cruzada es aquella del llamado que se nos hace por los medios de comunicación para denunciar al sospechoso de maltrato y de abuso sexual. Donde hay niños hay sospechosos: ese es el punto de partida. Entre tanto, los niños son considerados víctimas potenciales de victimarios que se multiplican a pasos agigantados más allá de los marcos habituales de la familia. Y, entonces, en el mundo contemporáneo ausente de ideales que ordenen los intercambios humanos, y dominado por el poder-saber de la biopolítica, la atención psico-social responde al imperativo de la prevención y la detección precoz.

Permítanme, frente a esto plantear sin matices una reflexión encaminada a mostrar la necesidad, la exigencia de estar advertidos de las consecuencias del uso de ciertos métodos y de la extrapolación de los conceptos. Uno se pregunta, por ejemplo, ¿cómo es posible prevenir el maltrato o el abuso, anticiparse a su ocurrencia como se hace con respecto al sarampión o a la hepatitis C? ¿No hay un error en esta pretensión de aplicar el modo operativo del saber médico-científico a las enfermedades del vínculo social? ¿No tendría que interrogarnos la preocupación indiscriminada por la prevención en el mundo contemporáneo, cuya puesta en práctica ha servido a tantas causas tan poco "saludables " de la política mundial?

No hacen falta las anécdotas a partir de las cuales podría ofrecer un cuadro ciertamente caricaturesco de esta aplicación en la que corre el riesgo de perderse la atención psico-social. Pero aquí prefiero tomar distancia con respecto a nuestro medio más cercano y citar en su lugar la siguiente reflexión irónica de Elizabeth Roudinesco, psicoanalista e historiadora del psicoanálisis, autora de un pequeño texto muy ilustrativo de la actual situación del mercado de lo psi, cada vez más tomado por "una política que pretende gobernar el cuerpo y el espíritu en nombre de una biología erigida en sistema totalizador" (Roudinesco, 2000, p. 24), que es como ella lee el biopoder foucaultiano. Dice así: "¿Hará falta un día (…) encerrar en una jaula de laboratorio a un grupo de pequeños niños acompañados por pedófilos y, en otra, a otro grupo con adultos encuadrados como educadores insospechables? ¿Hará falta luego esperar algunos años para observar las diferencias y medirlas, a fin de concluir, después de varias vacilaciones, la existencia o ausencia de traumas?" (Roudinesco, 2000, p. 83).

5. "Construcciones en análisis"

En El malestar en la cultura (Freud, 1930), incluso si en su diagnóstico se muestra prudente con respecto al alcance de los poderes de la civilización sobre las fuerzas destructoras de tánatos, el supuesto de Freud es que el excedente pulsional puede ser domesticado, y que el psiquismo cuenta con recursos para tramitarlo. En este orden de ideas, síntoma y fantasía revelan su estatuto de respuesta del sujeto ante la irrupción de lo real. El síntoma pone en juego el carácter sexual no sabido del goce experimentado en el encuentro con el Otro del deseo y la sexualidad y, en ese sentido, es ya metáfora del traumatismo. La fantasía, por su parte, organiza la escena para el sujeto asignándole un sentido a aquello que por sí mismo no lo tiene, en relación con su lugar en el deseo del Otro; por esa razón, funciona como pantalla protectora frente a lo real.

De hecho, según he intentado señalar, la valorización que hace Freud de la fantasía se basa en su función de integrar el acontecimiento traumático en la trama de la vida del sujeto tal como él la puede historizar en el proceso de una cura psicoanalítica. Un proceso que culmina con el advenimiento de un tiempo en el que, realizado el tránsito desde lo oscuro de la vivencia sufrida hasta su implicación fantasmática en ella, el sujeto podrá desentenderse de su condición de víctima y abandonar ese paradójico "horror ante su placer, ignorado por él mismo" que constituye, en su fijación, el goce del trauma. (Freud, A propósito de un caso de neurosis obsesiva, 1909, p. 133). La construcción de la fantasía en el curso de la cura da cuenta del pasaje de un individuo afectado por un traumatismo a un sujeto sometido a la causa del deseo –deseo transgresor, sin duda, pero deseo -. En eso, y no en la ausencia de las huellas, consiste la simbolización, la subjetivación del trauma.

En este orden de ideas, el psicoanálisis está en capacidad de interrogar, conceptual y éticamente, las prácticas de la atención psico-social sobre sus dolientes, los traumatizados de todo tipo, para que el esfuerzo necesario de tantos promotores no se inserte sin más en el circuito ideológico de la biopolítica y para que los afectados no queden inexorablemente reducidos a la condición de víctimas pasivas, todos por igual, despojados de su condición de sujetos (Oliveros, 2004, p. 160). Sólo de un trabajo de inscripción de la huellas del trauma en la vía de su simbolización puede esperarse algún obstáculo a la repetición.

Mi referencia al texto de Freud, Construcciones en análisis (Freud, 1937) como encabezado de este último apartado, apunta a valorizar, siguiendo su enseñanza, los "efectos terapéuticos" que tienen por igual ciertas construcciones que ofician de sustitutos de la memoria olvidada del traumatismo. Freud menciona en su texto los jirones de recuerdos que el sujeto recupera en sus asociaciones y en sus sueños, y el delirio, al que desde tiempo atrás había concedido un valor insustituible de reestablecimiento ante la catástrofe del mundo en la paranoia (Freud, Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente, 1910). En su carácter de construcciones, las equipara a aquellas que el analista mismo está en posibilidad de hacer cuando inserta los fragmentos aportados por el paciente en una trama, a la manera de las piezas de encajar. Aquí, y por lo dicho hasta el momento, estamos autorizados a agregar a ellas el síntoma y la fantasía, que comparten el carácter de una escritura posible de "lo que no cesa de no escribirse" (Lacan, 1989), según la fórmula de Lacan. Dicho de otro modo, las construcciones favorecen , hasta donde eso es factible, el pasaje de lo real traumático del goce a lo simbólico (Soler, 1998, p. 155). Todas ellas comparten, además, el hecho de constituir una invención subjetiva absolutamente particular.

Ahora bien, si estas son las construcciones subjetivas que conducen a una escritura posible del trauma y, con ello, a la modificación de la economía del goce, otra cosa es lo que se descubre en ciertas manifestaciones subjetivas que consisten, ellas mismas, en una repetición de la escena traumática. Es el asunto de la pesadilla, de la que Freud afirmaba haber introducido un quiebre importante en su definición del sueño como cumplimiento de deseo. En efecto, la pesadilla es el testimonio de la alteración del sueño por la conmoción del trauma (Freud, Más allá del principio del placer, 1920), y no es entonces el deseo sino el goce aquello que se perfila en su escenario.

El sueño de angustia que sigue al traumatismo da cuenta de un real no simbolizado que muestra – no representa, no interpreta – muestra de manera cruda la repetición de la experiencia del sujeto aplastado por el Otro, un Otro que se presenta en su dimensión más real de voluntad de goce, de arbitrariedad y sinsentido, desconectado del asunto del deseo y la sexualidad (Oliveros, 2004, p. 162).

En este orden de ideas, el tiempo de la pesadilla es el instante detenido, inarticulable, del traumatismo: no hay allí el movimiento temporal a posteriori en su función de significación de lo ocurrido que daría lugar a la invención de la fantasía sobre la que se construye el síntoma. ¿Qué queda aquí del sujeto, en ausencia de las formaciones del inconsciente? Son estas últimas las que dan cuenta de una primera ligazón de lo traumático, es decir, de los intentos subjetivos de anudar lo real con lo simbólico y lo imaginario. En su eclipse, es la destitución misma del sujeto lo que está en juego. Sumido en la mudez del encuentro con lo siniestro, a este sujeto desubjetivado cuyo nombre, luego del horror del evento más traumático de nuestro tiempo, es por excelencia es el de sobreviviente, le es impuesto el eterno retorno de lo mismo.

Con una economía de recursos que impresiona Agamben dice que el sobreviviente de los campos de concentración "tiene la vocación de la memoria, no puede no recordar" (Agamben, 2000, p. 26). Algunos de ellos han dejado testimonio, no en el sentido de la recuperación de los hechos históricos ni como simple descripción o recuento. Han hecho de su escritura un intento de poner borde al horror padecido y aunque todos ellos, de una manera u otra, se han topado con un límite en el anhelo imperioso de dejar en las trazas de sus letras la memoria de la muerte, han podido, gracias al artificio, poner distancia con respecto a lo vivido. Me acojo, en esto a las palabras de Lacan: "La escritura es un artificio. Lo real no aparece (…) más que por un artificio, un artificio ligado al hecho de que hay palabra e incluso un decir. Y el decir concierne a lo que se llama la verdad" (Lacan, 1978). En el mejor de los casos, la distancia subjetiva que introduce la escritura apacigua el exceso de memoria que los habita, al tiempo que impide el olvido colectivo, cuya promoción no es otra cosa que complicidad con la continuidad de la barbarie.

En cuanto a los niños… no habrá sido por casualidad que Bruno Bettelheim estableció la equivalencia entre la mudez de los deportados y la de los autistas. En efecto, con su concepto de "situación extrema" designaba aquellas condiciones de vida ante las cuales un hombre perdía la condición de sujeto para aislarse en una fortaleza vacía como estrategia de supervivencia (Bettelheim, 1991). Nuda vida.

Para lo que nos interesa señalar, no se trata, por supuesto, de asignar una estructura clínica a los niños afectados por los acontecimientos catastróficos, sino de advertir el riesgo de la detención de la vida psíquica y de la relación con el Otro que tales acontecimientos tienen por efecto. No tenemos sino que percatarnos del hecho simple de que en la infancia tienen lugar los procesos que trazan y estructuran los elementos fundantes de la subjetividad. La indefensión y su correlato necesario, la dependencia del Otro, disponen de hecho el psiquismo infantil a los traumatismos (Díaz, 2002, p. 69). Pero si estos provienen de un Otro que exhibe su rostro más siniestro, de un Otro extraño, ajeno, con quien la ausencia de un vínculo impide que el niño ponga allí algo de la fantasía en la que se expresa su propio deseo, si estamos frente a esto… esto es otra cosa. Pongámoslo en estos términos: ¿cuántas veces un padre o una madre provoca en el hijo dolor por un maltrato que sin embargo no esperaba producir? ¿Cuántas veces un padre o una madre no se excede en las caricias incluso sabiendo oscuramente que algo del orden sexual se juega en ellas? ¿Maltrato, abuso? Habría que constatar, al menos, si esto se repite. Pero en estos casos, de un lado, el goce pulsional en juego del padre o de la madre, retorna sobre ellos mismos y los angustia … así que, en la mejor de las circunstancias, demandarán ayuda; es cierto que en otra s, la repetición se instala. De otro lado, el niño está en posibilidades de integrar las maniobras a su construcción fantasmática. Y hay que tomarse en serio esto de que la fantasía es una respuesta al deseo del Otro.

Ahora bien, si de lo que se trata es de la presencia en bruto del goce de un Otro situado en el lugar de amo omnipotente y caprichoso que tiene en sus manos la vida de aquellos a quienes instrumentaliza torturando, matando, vejando y despojando… esto es la experiencia extrema del horror. Su magnitud se potenciará sin medida si el adulto protector está en la misma posición de amenazado, imposibilitado entonces de contenerlo y de poner un límite al horror con el abrazo. Horror sin nombre, sin palabra y sin refugio.

Los niños tienen más para perder. Y no hay mayor deuda de la que una sociedad pueda ser más responsable que la del sufrimiento ingente de sus hijos. Esa es la deuda que no alcanzarán a redimir varias generaciones por venir. A la cuenta de esa deuda hay que poner, en últimas, la compulsión de repetición, es decir, la cadena sin fin de la violencia en nuestro medio.

Bogotá, D.C., Octubre 04 de 2005

Notas

* Este texto ha sido producido en el marco del proyecto de investigación "Familia y Función Paterna", del cual la autora es investigadora principal, financiado por la Universidad Nacional de Colombia.

Bibliografía

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Pommier, G. Los cuerpos angélicos de la postmodernidad. Nueva Visión. Buenos Aires, 2000

 

 

Acerca de "Traumatismos"

Comentario de Fabio Eslava Cerón

El interesante escrito de la profesora De Castro, invita a que como reunión pensante (en el contexto sagrado de la universidad, uno de los refugios de lo racional) hagamos eso precisamente. Pensar y no actuar. Y por supuesto, no renunciar. Al contrario, invita a seguirla en el esfuerzo de explicar con un instrumento que parte del individuo, el psicoanálisis, el comportamiento humano en un nivel de complejidad colectivo; lo social. Quiero decir con esto que sigue vigente la advertencia de Freud en la "Psicología de las Masas". La psicología colectiva, por su complejidad, enfrenta innumerables dificultades teóricas. También sigue vigente el punto de vista según el cual, los grupos humanos se pueden comparar en su funcionamiento con el individuo más o menos infantil. Es claro que no es del todo extrapolable lo que aprendemos de la mente en sus comienzos a lo colectivo.

El esfuerzo de la doctora es el de proponer un lenguaje para que los grupos puedan pensarse. Al parecer, plantea que la concepción filosófica ofrece ayuda para el empeño. Esto por supuesto, contribuye de manera muy importante a lo que necesariamente sigue. ¿Qué hacer?

Como mi formación como psicoanalista parte de una fuente diferente, la lectura que hago y por lo tanto mi comentario también difiere. Quizá el énfasis en el Edipo como sociopatogénesis y como respuesta socioterapéutica, puede ser insuficiente si consideramos los elementos previos en el desarrollo que actúan en la problemática que estudia.

El trauma, por ejemplo, consiste en que una persona vea sobrepasada su capacidad de elaboración emocional por un evento desproporcionado. Pero estoy completamente de acuerdo con que el mecanismo del trauma no solamente es un fenómeno cuantitativo. Está mediado por la fantasía y es subjetivo por excelencia. Lo que es traumático para uno, puede no serlo para otro. Entonces, no me parece que la "virtualización" sea siempre contraria al trauma. Creo que de hecho es traumático cuando por ejemplo se somete desde la internet al niño a estímulos sexuales y agresivos sin medida.

El estado traumático se caracteriza por la pérdida de la narrativa. Una corta viñeta clínica nos puede ayudar. "Una niñita de cuatro años ha sido violada por un adulto. En una entrevista filmada en cámara de Gessel se observa que toma una muñeca y la ataca como con un arma punzante con un lápiz rojo entre las piernas. Luego, visiblemente irritada contra la muñeca, la lanza lejos de sí. Esto ocurre una y otra vez. Curiosamente la profesional que la atiende ,no psicoanalista, termina la sesión diciéndole: bueno María ,vamos a levantar todo este desorden y a limpiar , porque ya es la hora en que llega otro niño" .Es decir, no se da cuenta la psicóloga que la niña trata de reeditar la escena traumática con la esperanza de poderla elaborar, que lo hace como un grito de auxilio y que con la orden de limpieza, lo que hace es repetir la exigencia del entorno de que nada se exprese ni se verbalice, agravando el problema. El tratamiento posterior mostró como parte fundamental del estado traumático se expresaba en el hecho de tirar la muñeca. La niña había sentido el desprecio del violador y de los adultos ante su dolor. La tiraban como desechándola.

Los niños hablan de sus traumas sin palabras y envían botellas al mar con mensajes de auxilio. Pero hay que aprender a leer los mensajes. Diría yo que como las recomendaciones laborales dicen: "a quien pueda interesar"… y nos tendrían que interesar a todos.

Pero vuelvo al texto. Acerca de lo mercantil. Estoy de acuerdo en que, como pensaría un buen policía, es necesario preguntarse a quién le sirve el crimen? El problema es que los beneficiados con lo que pasa al "hombre contemporáneo", en caso de que exista tal cosa, no necesariamente son los perpetradores. En la medida en que nos asimilamos al nuevo orden no compartimos la responsabilidad? Y claro, el flujo de mercancías como fuerza dinámica es dominante. Se aprovecha de nuestra angustia. De la incertidumbre. De la incapacidad de la comunidad para contener en el sentido winnicottiano a sus individuos. Comenzamos a existir en el mundo, en la medida en que somos interesantes para quien vende cosas, afectos, pertenencias a grupos, incluso oportunidades para crear. Es decir para quienes constituimos el mercado de los bienes escasos que lo son por parecer necesarios. Pero ¿quiénes son los mercaderes? ¿No somos nosotros mismos al tiempo mercaderes y mercancía en cierta medida?

Don Jacinto Benavente pone a decir a uno de sus personajes inolvidables: " los hombres somos como mercancía: valemos más o menos según la habilidad del mercader que nos presenta…"

La profesora advierte contra el uso del modelo médico para atender el problema del trauma social. Estoy de acuerdo en que se trata de un enfoque insuficiente y poco operativo. Pero es necesario, sólo que como parte de una cadena de posibles acciones. Acciones que deberían favorecer el que las personas, los grupos, las familias, la sociedad se piensen con continuidad.

Me parece que no todo tiempo pasado fue mejor. Al pensar en la simbolización perdida, me aparece en la cabeza la ritualización de la agresión intraespecífica que sustituye en la mayoría de los animales superiores a la destrucción sin cuartel del semejante. La historia humana, es una historia de guerras y destrucción desde tiempos inmemoriales. Es más, me parece que habría que dudar de que la tendencia mayoritaria de los humanos apunte hacia lo que llamamos civilización. La violencia intraespecífica tuvo un valor de supervivencia. Los pacíficos se extinguieron. Somos herederos de su desaparición o su sometimiento.

Desde el código Hammurabi, se distingue entre las obligaciones que produce la lesión de un hombre libre comparada con la satisfacción que la de un esclavo supone para su dueño. Así pasa en la República griega y el derecho de Roma. Siempre hubo seres humanos portando lo que no nos gusta de nosotros mismos. Los leprosos, los locos, los indigentes, los esclavos, los desplazados.

No todo tiempo pasado fue mejor, pero el actual ofrece distorsiones desconocidas que progresan a un ritmo mayor que el del pensamiento reflexivo. Hay revoluciones, pero no es tan claro como antes quien las adelanta y contra qué. Yo creo que en las entrañas de toda revolución se gesta un emperador.

Puede ser que exista una función social del narcisismo personal, con todo y lo contradictorio que parezca. Necesitamos íconos que nos enorgullezcan y que nos den representación. Políticos, deportistas, artistas e intelectuales visibles y que expresen modelos. Pero los íconos son también mercancía perecedera. Y sin embargo de ellos esperamos la solución mágica y omnipotente. En ese sentido, el tiempo pasado fue mejor.

 

Hochmann en 1971 puso en palabras lo evidente: que todos estamos interconectados de tal manera que el equilibrio de la red a que pertenecemos requiere que cumplamos con un papel determinado. El mendigo que encuentra un limosnero le presta un servicio en el semáforo. Le ayuda a expiar culpas cuyo origen ambos desconocen pero que son legibles en la cara del segundo para la aguzada intuición del primero.

El llamado "desechable" porta con su exclusión todo lo aterrador para el incluido. Especialmente para quienes encuentran paz y atractivo en los anuncios de "exclusivo". Se trata de quienes buscan la pertenencia como prioridad. Quino ese filósofo disfrazado de humorista, hace anunciar en el almacén de su personaje: "habichuelas para ejecutivos. Almacén Don Manolo".

En el sentido analítico clásico, el crecimiento del hombre tiene que pasar por el proceso de expansión mental que se desprende de no tener las gratificaciones inmediatamente. La situación analítica tiende a que la actuación se sustituya por el pensamiento. Freud decía "donde había ello habrá Yo." Otros seguidores complementan: "donde había déficit, habrá estructura".

La persona requiere pensar antes que descargar las tensiones que sus impulsos biológicos le indican.

Cuando no ocurre eso, sino que nuestras relaciones con los demás están signadas por el dominio, el desprecio, la manipulación y la cosificación del ser humano, es oportuno el "recorderis" de los conceptos freudianos.

La distinción entre Ideal del Yo y Yo ideal que la profesora De Castro presume que los asistentes tenemos muy presente, puede requerir explicación para los no psicoanalistas. El primero Idealich, germen del Yo, todavía sin diferenciación del Ello, centrado en sí mismo, omnipotente y primitivo. Imbuido de sadismo y masoquismo infantiles. Narcisista y capaz de negar la alteridad.

El segundo Ichideal, es un modelo resultante de la unión entre el narcisismo, las identificaciones con los padres o con quien toma su lugar y con los ideales colectivos transmitidos por ellos.

Así es que el Yo ideal rampante, al actuar sin consideración alguna por el otro, acaba por estar presente en las instancias que requieren del desprecio por los semejantes. No se les reconoce como tales. Aún si se les acepta porque no significan diferencia, es a causa de que se les incluye en el narcisismo como una prolongación personal para ser usada.

Y no se espera que los humanos hagamos uso narcisista de los demás. Sin embargo, dice De Castro, todo niño es violentado por la madre que le impone sus significantes. Por otra parte, el niño usa a la madre que le sostiene y le abre la vía de la ilusión omnipotente para luego retirarle esa fuerza imposible poco a poco. La madre además de sostener, enseña movimientos. Es un modelo cinético que va colonizando para el niño el mundo en la medida en que lo sueña primero, y luego lo conduce. Si todo va bien, el niño parte de ser el orgullo de su madre y va desprendiéndose hasta que cada cual tome su parte de ese sentimiento. Ella tiene toda la magia, y va descendiendo del pedestal hasta hacerse humana y diferente. El padre, si todo va bien, blindará la pareja madre hijo contra el ambiente y contribuirá al proceso de separación.

Esto conlleva un qué hacer: todo lo necesario para que el contacto especialmente el más temprano, de las madres con sus hijos se preserve bajo protección de la sociedad. Y todo lo posible para que no se invierta el orden de las cosas. Que los niños sean bienvenidos "per se" sin tener que abrir por ejemplo con exámenes de admisión para el kindergarten el lugar de ubicación social de los padres.

Me viene a la mente un paciente que sufría de un estado depresivo posterior a un duelo, pero que mostraba un apreciable grado de salud mental. Séptimo de diez hijos y procedente de un pueblo pequeño. Dijo: "a los primeros los crió mi mamá; a los demás nos levantó el municipio". Y también otro, de procedencia social alta, víctima de un trastorno grave que relataba : "a mí me crió la televisión."

Puede la comunidad ser para los grupos humanos lo que para el bebé llama Winnicott, una madre "suficientemente buena"?

La profesora De Castro nos ofrece desde las teorías lacanianas y de Francoise Dolto una manera de pensarnos. También denuncia la mentalidad dominante que lleva a la exclusión y a la descalificación de las personas excluidas. Propone el concepto del biopoder que si lo entiendo bien ,parece el fracaso de lo que Doltó llama la castración anal que como las demás es generadora de simbolización. Denuncia la despolitización y tiene razón por cuanto el colectivo con consciencia política se aproxima a lo que en el individuo llamaríamos reflexionar. Es decir, pensar.

Tenemos oídos para ella?

Luego de esta introducción, tengo mi corto comentario:

Me ha gustado mucho.

Gracias.

Fabio Eslava Cerón

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