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Para el hombre tal como es, encontrar el universo con rostro descubierto, es morir.
Para encontrar el universo y seguir vivo, tiene que ponerse una máscara, una máscara de oxígeno…
Y. Mishima, Le soleil et l’acier, 1970. Gallimard, p. 126La violencia, junto a la drogadicción, la anorexia y la bulimia y los cortes en el cuerpo, constituye una de las nuevas formas del malestar, propia de nuestra época. El abuso sexual entendido como una forma de violencia, quizás la más terrible por los efectos que provoca, se nos presenta en nuestros días como un síntoma social (Cohen Imach, 2017).
Si bien abusos contra los niños existieron siempre, hoy parece haberse puesto en palabras. Es que, hasta no hace mucho tiempo, los relatos de los más pequeños acerca de abusos sufridos se interpretaban comúnmente, como fruto de la fantasía del pequeño y, sobre todo cuando se trataba de incesto, se lo vinculaba más bien a elaboraciones fantaseadas como resultado de la dificultad del niño para distinguir entre realidad y sus propios deseos sexuales. Como consecuencia, la mayor parte de los abusos sexuales en la infancia pasaron inadvertidos cuando no negados.
Y si bien no contamos con estadísticas oficiales, se registra que el número de denuncias ha crecido, tanto a nivel provincial y nacional, como a nivel mundial; sin embargo, también sabemos que los casos denunciados no son todos los que ocurren; solo un porcentaje de niños o adolescentes cuentan lo sucedido. Además, suele no revelarse inmediatamente; retraso que se produce en muchas ocasiones ya que el agresor es conocido o tienen una relación de parentesco con el niño (Cohen Imach, 2017).
A pesar entonces que el problema del incesto ha sido conocido a lo largo de la historia, la propia condición de la infancia dentro de la sociedad occidental como objeto del otro y no como sujeto de derechos, permitió que hasta el siglo XX el tema no haya sido abordado desde los ámbitos sociales, políticos, académicos y científicos de una manera seria y sistemática.
Los abusos en la infancia se comenzaron a visibilizar recién en la década de 1970, cuando los adultos comenzaron a hablar acerca de sus vivencias de la infancia. Si bien el tema había sido puesto en cuestión a fines del siglo XIX, fue silenciado fuertemente. En esta historia de visibilización fluctuante, el problema fue definido de diversas maneras, definiciones que reflejaban el poder relativo de los distintos grupos de interés y de los movimientos sociales comprometidos con la problemática en cada momento (Cohen Imach, 2017).
Dentro del Psicoanálisis, la primera referencia se sitúa alrededor de 1895, cuando Freud se refiere a la “Etiología de la histeria”. Es Freud entonces quien intenta analizar el problema de los abusos sexuales en la infancia y su impacto en el psiquismo del sujeto. Cuando Freud presenta su tesis sobre los orígenes de la histeria, apoyándose en los relatos de sus pacientes mujeres, planteaba que las experiencias sexuales traumáticas de la primera infancia constituyen un factor clave para el desencadenamiento de dicha psicopatología. Y explicaba que los sentimientos que no habían estado presentes en el origen del ataque sexual se experimentaban y actualizaban en la consulta, dando lugar a la emergencia de la rabia, la repugnancia y la impotencia (Cohen Imach, 2017).
Sin embargo, dos años más tarde, Freud reconoce que aquellas escenas de seducción no podrían constatarse en la realidad. “No hay indicaciones de realidad en el inconsciente, de modo que no se puede distinguir entre la verdad y la ficción”, asevera Freud en 1897, en una carta a su amigo Fliess.
Luego de esto, entre 1896 y 1970 la bibliografía sólo recoge datos y casos anecdóticos, sin que se realice un estudio sistemático sobre el tema. Mientras hasta la década de 1930 la explicación dominante del incesto, influenciadas por la mirada del freudiana, se centró en niñas que seducían a sus padres (Bender y Blau, 1937), durante 1950 y 1960 el análisis de la familia disfuncional o patológica, propio de la Terapia Familiar Sistémica, reemplazó a la explicación psicoanalítica, otorgando ahora también a la madre un lugar central en el abuso padre-hijo. Mediante explicaciones circulares, interpelan el lugar de madre, ora como responsable, ora como víctima del abuso de su hijo.
A partir de la década de 1970, desde el Feminismo, se intentó contrarrestar estas definiciones, situando al abuso sexual dentro de un problema más amplio, como lo es la violencia masculina contra mujeres y niños en una sociedad dominada por varones. La violencia desde esta perspectiva, tiende a reflejar las relaciones de poder, y el abuso sexual en la infancia no escapa a estas relaciones. En el marco de los Estudios de Género, el incesto no es solo aberrante y delictivo, sino la expresión de las relaciones de poder de género y edad en las familias propias de sociedades patriarcales. Desde aquí, pasó de ser un problema familiar a un problema de los estereotipos masculinos.
A partir de los años 80´, nuevamente aumentan las denuncias por abuso sexual infantil, debido a la creciente visibilización del fenómeno. Y en este escenario también el Psicoanálisis problematiza el tema. La teoría de la fantasía de seducción que intentaba explicar la revelación de los abusos sexuales en la infancia, empieza a desmoronarse, surgiendo una literatura que pone el acento en lo traumático del abuso sexual, no sin nuevas controversias.
Este viraje producido en los últimos años, tanto en lo público como en lo profesional con respecto a los abusos sexuales, fue la consecuencia de los fuertes debates ideológicos y científicos en torno a la sexualidad, la victimización y el poder, que fueron desarrollados por el feminismo. Des-ocultar el abuso sexual a niños y adolescentes ha sido uno de los efectos de este movimiento político-social, que logró desenmascarar la hegemonía del poder masculino en la mayor parte de los escenarios sociales. Como resultado de esta nueva mirada y nuevos posicionamientos, las denuncias de abuso sexual en niños y adolescentes, en los últimos años explotan cual volcán en erupción.
Diversas son las razones que en la actualidad siguen haciendo del abuso sexual una materia de difícil abordaje científico, no sólo desde la Psicología sino también desde el Derecho, la Medicina. Desde la perspectiva del abordaje psicológico, se requiere de dispositivos diagnósticos y terapéuticos, que permitan reconocer las marcas del abuso y elaborar la situación vivida. Niños abusados, pero también sus padres y parientes precisan ser escuchados en su sufrimiento.
Sin embargo, si bien la visualización del problema sirvió para desmantelar los prejuicios que garantizaban el ocultamiento de los abusos, permitiendo que el grito silencioso se haga escuchar en la justicia, los consultorios, los medios; también tuvo respuestas inesperadas por distintos grupos, movimiento que se denomina backlash, al punto que un jurista escribió “El abuso de las denuncias de abuso”, proliferando con esto juicios y denuncias contra los que trabajamos en el tema, con el objetivo de detener el proceso de visibilización.
Otro obstáculo, y tal vez el más serio, sea las distintas definiciones, y por ende los distintos posicionamientos frente al concepto de abuso sexual. Mientras algunos teóricos lo describen como un problema que surge por interacciones familiares disfuncionales, otros lo ven como la expresión de la violencia general producto del patriarcado en la sociedad. Dos miradas que resultan inconciliables, tanto para quien actúa desde el derecho como para quienes lo hacemos desde la perspectiva subjetiva de la recuperación. Cabe señalar, que en la actualidad hay intentos, desde la terapia familiar de articular los conocimientos de los denominados Estudios de género.
Es también la más difícil de aceptar y reconocer, como así también de investigar, ya que en ella se violan tabúes sociales y roles familiares. En la mayoría de los casos, el abuso sexual se mantiene en secreto, ya sea por vergüenza o por temor a las amenazas del abusador, cuando no por que los adultos muestran incredulidad ante el relato de los hechos. Sin embargo, esto también ha comenzado a modificarse en los últimos años. Secreto, vergüenza y culpa, entonces, son sus características esenciales.
El abusador construye con el niño una relación desigual, abusiva, de impostura, al margen de la ley, que genera en quien lo sufre sentimientos de culpa. Esta relación abusiva se sella con amenazas que generan en el infantil sujeto temor a la represalia. “Te mentí”, me decía Ignacio, un niño de 5 años abusado por su padre, cuando después de algunas sesiones, reaparece en el análisis la escena traumática; “sólo fue mi empleada, no estaba mi papá”.
Además de la confusión de lenguajes, ya descripta por Ferenczi, Juan Eduardo Tesone planteará confusión de roles y lugares, ya que el niño llama al adulto con el lenguaje del amor, mientras que el adulto le responde con el lenguaje de la erotización. Se borran además los lugares de padre, madre e hijo, edificante la posición subjetiva de un niño. De este modo., el secreto y el silencio son dos condiciones para mantener la relación abusiva.
La violencia del abuso arrasa con la subjetividad e introduce al niño en un campo donde ya no media la palabra, sino un vacío de representación psíquica, o de representaciones imposibles de ser pensadas, sabiendo que aquello que se calla, no se olvida y quedará alojado en el psiquismo con su potencialidad patógena, atrapando al niño en sentimientos de odio, vergüenza, hostilidad, sumisión.
El acto de la denuncia (o al menos la revelación) opera aquí como el quiebre del pacto de silencio. La denuncia, ese pasaje de lo privado a lo público, implica el primer acto de resistencia frente a la violencia arrasadora. Del impacto que esa denuncia tenga, del lugar que se le brinde al niño, dependerá la función restitutiva o no que tenga para el psiquismo. Si el abuso es concebido por el otro de la ley como un delito, y en tanto tal recibe una sanción, puede que sea procesada dentro del psiquismo.
Sin embargo, sabemos que no basta la revelación en la cura de los niños abusados, por lo que los abusos hacia los niños interpela al psicoanálisis, interrogando sobre el lugar de lo traumático, movimiento teórico y clínico que nos conduce a pensar la relación del aparato psíquico con la realidad y sus estrategias de intervención. Los analistas estuvimos acostumbrados a trabajar en el desmantelamiento de las defensas, en la desarticulación defensiva del sujeto, pero en la clínica del abuso, esos modos defensivos estallan espontáneamente. Con esto se modifica no solo la teoría sino también los modos de intervención del analista.
El traumatismo que genera el abuso sexual en la infancia se presenta como devastador de la subjetividad. La imposibilidad de simbolizar impregna al sujeto, sumado a una sensación de terror sin nombre y la imposibilidad de imaginar un futuro construido sobre los pilares del presente desorganizante. Y lo traumático no es el acontecimiento en sí, sino que es el efecto producido en el psiquismo por algo proveniente desde lo real. Lo traumático está ligado al acontecimiento, pero en sí mismo no es determinante sino por la forma en que opera en el sujeto en relación a las inscripciones previas. Si bien hay acontecimientos que necesariamente devienen traumáticos, no todo trauma deviene patológico. Lo traumático no necesariamente genera patología pero siempre exige trabajo psíquico. La producción de patología está ligada a un modo de resolver lo traumático. Trauma es aquello que traspasa el límite de lo tolerable, por lo cual no cualquier real se vuelve traumático para un niño o un adolescente. Lo verdaderamente traumático sería aquello que queda arrojado fuera de sentido, aquello que no puede ser entendido, y que lo expone así a un exceso de excitación cercano al dolor.
El hecho traumático queda entonces, nos dice Ana María Rozembaum (2008), imposibilitado de ligazón psíquica, por lo que no puede encontrar su modo de tramitación, que se traduce en la clínica como un vacío de representación, opuesto al demasiado lleno del síntoma. “Estoy llena de vacío”, nos decía Hilaria, una adolescente italiana de 16 años, que se encontraba haciendo una experiencia de intercambio en nuestra ciudad, luego de haber sido abusada sexualmente en algún lugar del parque 9 de julio. La tarea del analista será entonces ayudar a organizar y significar mediante simbolizaciones de transición que intenten ofrecer resistencia a los procesos traumáticos desubjetivantes.
Interrogarnos por los abusos en la infancia nos lleva sin dudas a interrogar mitos y constelaciones familiares que sostienen, en silencio, a los abusos cometidos hacia los más pequeños. Además, partir de la clínica con niños para explorar uno de los síntomas actuales nos sitúa en un escenario que articula y entreteje los decires desde la práctica, la teoría, atravesados por los avatares propios de un momento histórico y social. Se trata de devolverle al niño su palabra, tal cual la escuchamos a diario en los consultorios para construir, a partir de su decir, nuevos saberes específicos en relación a esta problemática.
Recibir a un niño abusado es tomar contacto con su sufrimiento, no solo con el abuso de poder que supone la violencia sexual, sino además por la desmentida, el secreto, las amenazas que le acompañaron y le siguieron. Es encontrarnos con madres que aparecen incapaces de proteger, de sostener al niño en su fragilidad, aunque en algunas oportunidades, con una tácita complicidad, si bien a nivel inconsciente; y con padres terribles que tampoco cumplen su función de legislar, ordenar, instaurar una legalidad sensata.
En los diferentes encuentros, las producciones de los niños, como el juego, el dibujo, las dramatizaciones, serán los motores y puentes del decir infantil, como así también de sus silencios. Sus elaboraciones irán surgiendo en el análisis bajo transferencia, esperando una lectura y un sentido a su padecimiento. Sin modelos prefijados ni simbolismos universales, el trabajo analítico buscará hacer legibles las escenas lúdicas y las secuencias gráficas desplegadas.
Al inicio, las palabras de los niños abusados suenan como alucinación. Es que el abuso, devenido en traumático, genera esta desestructuración y la falta de organización yoica. Lo traumático, al no ser ligado ni descargado adecuadamente, produce un estado de impotencia y de pánico. El acontecimiento en sí mismo, entonces, no es el que produce el trauma, sino que esto depende también de las respuestas ante el encuentro entre lo actual y el fondo de memoria que cada sujeto atesora en su historia personal (verdad histórica) (Green, 1993).
Es que por lo general, el niño, al menos en los primeros episodios, no protesta, no se defiende, no denuncia. Por el contrario, lo vive, lo sufre, y se acomoda a las vivencias vividas como traumáticas con diversos estilos defensivos que le permiten sobrevivir en lo inmediato, después de ese terror sin nombre, manteniendo una fachada de seudonormalidad. Disociación y negación son algunos modos de defenderse de lo real que angustia.
Así, el niño es sometido a un exceso de estímulos que no logran ser evacuados, por lo que debe protegerse de ellos (a través de la construcción de una membrana) o ligarlos para que no generen desorganización psíquica. Si no surge una defensa contra esa abulia, esa sensación de cansancio, ese encierro masivo, puede devenir la destitución subjetiva.
De este modo, la espantosa confusión con la que llega, sumada a la desconfianza al otro y los mecanismos de escisión, no son más que modos de defensa más o menos malogrados, que en el análisis hacen obstáculos y resistencias a poner en palabras sus recuerdos.
Es ahí donde el analista, con su saber hacer, y con paciencia, tal como lo indicaba Winnicott, irá facilitando la construcción edificante de su historia y desprenderse de las vivencias que hicieron que su cuerpo no les pertenezca. “No te voy a contar, es mi secreto... ni a mi mamá se lo voy a contar”, nos decía Agostina, una y otra vez en los momentos iniciales del tratamiento. No obstante, cuando del otro lado hay un analista que puede sostener, escuchar, contener la angustia, el niño, poco a poco, de a retazos, irá produciendo un decir ligado con su realidad.
No se trata de verificar los acontecimientos en la realidad exterior pero sí que puedan ser externalizarlos, puestos fuera, eyectarlos. El análisis servirá entonces al niño para construir una barrera de protección que otorgue sentido a lo sufrido frente al horror que resultan la o las escenas indecibles (Cohen Imach, 2017).
Referencias Bibliográficas
Cohen Imach, Silvina (2010). Infancia Maltratada en la posmodernidad. Teoría, clínica y evaluación. Buenos Aires: Paidós.
Cohen Imach, Silvina (2017). Abusos sexuales y traumas en la infancia. Notas de la clínica y la evaluación. Buenos Aires: Paidós.
Glaser, Danya y Frosh, Stephen (1997). Abuso sexual de niños. Buenos Aires: Paidós.
Volnovich, Jorge (2006).Abusos sexuales en la infancia. Buenos Aires: Grupo Editorial Lumen/Hvmanitas.
Green, Andre (1993). El trabajo de lo negativo. Buenos Aires: Amorrortu. 1995.(x) Este artículo constituye un extracto del libro “Abusos sexuales y traumas en la infancia. Notas de la clínica y la evaluación”, de mi autoría y publicado por Editorial Paidos.