“Un amigo íntimo y un enemigo odiado fueron siempre los requerimientos de mi vida afectiva....”.
Freud .La interpretación de los sueños.
1900 pag (479). Vol V. Amorrortu.“...que yo había recibido a mi hermano varón un año menor
(y muerto de pocos meses) con malos deseos y genuinos celos infantiles,
y que desde su muerte ha quedado en mí el germen para unos reproches...”
S. Freud.
Carta A Fliess N° 141 . 3 octubre 97. (pag. 289)
(Cartas a Fliess . Amorrortu 1994. Bs. As)1. Hermanitos muertos y trauma de intrusión fraterna
Sin cesar se insiste en psicoanálisis: el nacimiento de un hermano/a es uno de los acontecimientos más traumáticos en la vida infantil en tanto instaura lo que Lacan llama el complejo de intrusión: sede de los celos infantiles soportes de la hostilidad-sociabilidad con otros.
Pero, ¿qué pasa con la muerte de los hermanitos? ¿Cómo potencia esa muerte el trauma de la intrusión fraterna y qué marcas deja en la subjetividad de un niño? Pulsión, síntoma y fantasma se nutren de ella.
La muerte de su hermano Julius –antes que Sigmund cumpliera 2 años– marca su fantasma en torno a lo fraterno y futuras amistades. Cuando Freud reconoce que un “amigo íntimo y un enemigo odiado” son condiciones en las que desdobla su vida afectiva, reitera el odioenamoramiento a ese hermano muerto que no sólo marcó su fantasma, también sus síntomas y su cuerpo –una caída, luego de su muerte, le dejó una indeleble cicatriz en la cara–.
Retoma el tema en varios casos de Psicopatología de la vida cotidiana, en La interpretación de los sueños y, en 1917, en la conjetura que traza sobre la muerte de los 4 hermanitos de Johan Wolfgang Goethe.
Lacan trata la cuestión al referirse a la muerte de la primogénita Margarite cuyo lugar deberá ocupar su hermanita Margarite J. (Aimeé) Pantaine o Anzieu con sus catastróficas consecuencias. Cabe destacar, también, conjeturas sobre la muerte del hermanito de Salvador Dalí, desde las hipótesis que abrevan en torno a la temática del conocimiento paranoico en Lacan.
Freud abre la temática sobre las traumáticas consecuencias psíquicas en los niños por la muerte de hermanitos/as y Lacan prosigue esa ruta. En nuestra práctica clínica, sea con niños o adultos, se reitera la importancia (y lo intrincado) de la cuestión, sobre todo cuando un duelo impedido se produce tras el abismo de la muerte de niños/as nacidos o nonatos en la historia familiar.
Es cierto que no hay inscripción de la propia muerte en el psiquismo y que esta es elaborada subjetivamente en tanto es posible la confrontación con la castración, pero sabemos que la muerte del otro constituye siempre una amenaza ya que preanuncia la propia. Mucho más si se trata de la muerte de un hermanito quien, no es posible desconocer, ocupa el lugar de intruso, semejante, prójimo y socius –aliado–.
Por un lado la muerte de un hijo, de un niño deseado produce una herida atroz en los padres los que, de una u otra manera, cargan con la culpa por esa muerte, y muchas veces la niegan o reniegan y evitan el necesario duelo a tramitar. Porque no se trata de informar sobre una muerte para producir un saber sobre la misma, se trata de duelar el vacío al que convoca la muerte de un hijo y un hermano. La muerte de un niño querido puede negarse o puede reconocerse y, en este caso, esa muerte se acompaña de los ritos correspondiente lo cual permite subjetivizar el duelo de la pérdida y hacer que el drama de una muerte no abisme hacia dramas más graves. El saber no sabido del inconsciente –con sus concomitante goce inasimilable– difiere del conocimiento consciente al que se puede acceder por mera información. La tramitación del duelo no se logra por una acumulación de conocimientos sino por la posible ritualización del duelo. No se trata de dar una clase sobre lo acontecido con el muertito, se trata de hacer el trabajo en torno al vacío de lo real de la muerte, un "llorar" al muerto con otros.
Para abordar la angustia y fragilidad concomitante que produce en los niños la negación de la muerte de hermanitos, la psicoanalista Arminda Aberastury publicó en 1976 el libro La muerte de un hermano destinado a niños de más de 5 años y afronta, con imágenes y textos incomparables, la cuestión de la muerte. Afirma: "El adulto suele mentir a su hijo cuando muere un ser querido y piensa que no hablar de la muerte es hacer que esa muerte no exista para el niño" (Bs. As.: EDIGRAF). Como tan bien ha señalado Ana Bloj –en esta misma revista– respecto a la obra de A. Aberastury: "Podemos ver a lo largo de su obra la idea de que comunicar al niño “la verdad” iba de la mano de la idea de hacer consciente un saber no sabido, por tanto, un saber no consciente. Esta comunicación conlleva de algún modo a una liberación del niño respecto del secreto familiar y apunta a la cura del síntoma (http://www.fort-da.org/fort-da12/bloj.htm). Extraña que no se hayan producido más abordajes siguiendo esta línea, sobre todo cuando es un tema sobre el cual es preciso profundizar la investigación.
2. La muerte vaciada de ritos y el duelo invisible en los niños
Hoy la muerte tiende a invisibilizarse. El escenario de los adioses se ha eclipsado: prácticamente no los hay y los escenarios se virtualizan en exceso. Asistimos a un nuevo escenario sin escena, pura virtualidad: un más allá, en esta sociedad del espectáculo donde se tienen ojos para no ver y oídos para no escuchar, de acallamiento del entorno del muerto: no debe desgarrar, ni alterar, queda sin pena, sin gloria y ¡sin sufrimiento!, por supuesto, también sin significación. El muerto parece molestar, como si fuera una anomalía que debe desaparecer lo más rápido posible.
Al mismo tiempo, la muerte se pasea radiante en los mass media con un salvajismo que convoca a un goce cada vez más potenciado. Queda fragilizado el sujeto del inconsciente en pos de un individuo atravesado por la pulsional ansia de ser comandado por imágenes vacuas.
Esto tiene serias consecuencias en el duelo a tramitar por los adultos, y ¡qué decir en los niños! Engolosinan su goce de la mirada perdida en las redes sociales, sus héroes matan, mueren, se despedazan, se reconstruyen, desaparecen y reaparecen, pero los niños no atinan a un mínimo gesto de trabajo de duelo cuando a su lado muere su mascota, un amigo, alguien de la familia, sus padres o sus hermanos. Y los adultos participan y convocan a este duelo invisible, tratan de borrar las huellas de la pérdida, expulsan del saber la privación acaecida, ofrecen rápidamente una ortopedia que "vela" el vacío de lo real; no hay velatorio, hay juego del “como si” que invisibiliza la muerte. Y esto, obviamente, no es sin consecuencias para los niños que, al impedírseles el duelo, no pueden subjetivizar la muerte del otro. Variados padecimientos son sus consecuencias.
3. Duelo impedido y fragilidad subjetiva
Sobre el duelo impedido y el rechazo de saber traza Lacan su relación al emparentar la privación del duelo con la forclusión del Nombre del Padre en las psicosis.
Asimismo, en el Seminario X (1962/3) especificará: "sólo se puede hacer duelo por aquel cuya falta fuimos". Si aceptamos esto alguien en duelo queda como "causa perdida", como alma en pena, como bala perdida. Posible riesgo de falla en la operación de separación fantasmática que puede derivar en la operación de sacrificio e inmolación dedicada al Otro del goce. Por eso, un sujeto en duelo es siempre un sujeto de mucha fragilidad subjetiva en la medida que está expuesto al objeto como real: privación que supone falta en lo real de un objeto simbólico.
De allí que el duelo es un trabajo de separación y, al mismo tiempo, de asujetamiento con el objeto perdido para consumar en una segunda vuelta (o tercera, o quinta) la pérdida, para sostener en detalle los lazos con el objeto perdido y modificar –y por tanto ser modificados– nuestro lazo con él.
En el duelo el agujero real convoca a lo simbólico porque convoca al falo y se encuentra con el agujero real. Emparentamiento, allí, del duelo y la forclusión del Nombre del Padre. Mientras en ésta el agujero en lo simbólico convoca a lo real, en el duelo el agujero real convoca a lo simbólico, moviliza al significante siempre y cuando haya trabajo de duelo y apelación al rito social.
El duelo, por la cuestión de la privación, está vinculado a la psicosis porque ahí donde no se cumple un trabajo de duelo se produce un retorno del real. En ese vacío pululan las alucinaciones u otros fenómenos.
Importancia otorgada en el duelo, y en el trabajo del duelo, al recurso al rito como apelación al Otro y movilización del significante. Cuando no se realiza esa apelación a lo simbólico con el recurso del rito, cuando no se da satisfacción a la memoración del muerto, esa movilización significante se ve impedida.
Lacan coincide con Freud: el duelo normal se atraviesa por los senderos del acting: se trata de una puesta en escena , al mismo tiempo que un llamado al Otro; de un escenario con público que permite enmarcar, disfrazar, velar al objeto a. Enmascarar, con un mínimo manto de cobertura agalmática, ese hueco en el ser que nos deja la muerte de alguien cuyo deseo causamos, precisa de ese escenario ritualizado, públicamente legislado que permite que a se recubra. La humanidad lo ha practicado desde sus orígenes. Una misma línea une el ocre rojo utilizado para cubrir al muerto por los Neanderthales y los juegos a los que convoca Aquiles para homenajear a su amigo Patroclo varios miles de años después. La muerte exige rituales de separación que, establecidos en los orígenes para la aceptación por parte del muerto de que debe partir han implicado (¿es posible dudarlo?) la aceptación de los vivos de esa partida.
Ahora bien, un duelo invisivilizado que expulsa todo saber sobre la pérdida, sobre la muerte, sin rito, sin testimonio, sin testigos, sin soporte legislado por el Otro social, deja al deudo ante el retorno del objeto a desde el muerto hacia él, expuesto al riesgo del desenmarcamiento fantasmático o de la psicosis por el agujero creado en la existencia. Porque si la desaparición de alguien es desmentida se produce el duelo impedido que propicia la intrusión de espectros amenazantes en el vacío dejado por el defecto del rito significante. Precisamente, los rituales primitivos se practicaban con el primordial propósito de evitarse el "regreso" (ahora como espectro) del muerto, éste debía aceptar separarse para siempre de los vivos. Lo que, obviamente, ocurría es que los vivos, merced a esos rituales, lograban ellos aceptar separarse del muerto.
4. Muerte de hermanitos: Freud, Goethe, Dalí, Marguerite (Aimée) y el pequeño Daniel
¿Y si de lo que se trata es de la muerte de un niño?, ¿cuál la incidencia en la subjetividad de aquellos que lo sobreviven: padres, hermanos, etc.? Freud deja algunas pistas en las cartas a Fliess relacionada con la muerte de su hermano Julius: "matar al hermano, mandarlo al infierno, padecer la amenaza de sufrir por retorsión la misma suerte".
Y por retorsión, luego de esa muerte, sufre la caída de un taburete y recibe un fuerte golpe en la mandíbula al chocar con el borde de la mesa. La herida producida sangró profusamente y requirió puntadas. Destaquemos, como hace E. Jones, que la cicatriz estaba en el maxilar inferior derecho y que lo llevó a usar barba para ocultarla. Dice Néstor Braunstein al respecto “la piel de su rostro lleva la huella del suceso y eterniza la memoria del deseado fratricidio”(En "Memoria y Espanto". México: Siglo XXI. 2008).La retorsión de la culpa contra sí por el goce de la muerte del hermanito deja el saldo sacrificial en su rostro y en su vida afectiva.
En esa misma dirección se encamina la conjetura de Freud sobre un recuerdo infantil de Goethe, un acting-out en el cual el niño Johann arroja a la calle y rompe una vajilla de juguete primero, y luego platos de terracota de sus padres para goce suyo y regocijo de unos vecinos que lo alentaban. La impulsión hostil del niño es vinculada con el regocijo/angustia que pudo haberle producido la muerte de sus hermanos. Freud reproduce unas notas del Dr. E. Hitschmann “Tampoco Goethe, de pequeño, vio con malos ojos morir a un hermanito” (En "Un recuerdo de infancia en Poesía y verdad –1917–. O. C. XVII. Bs. As.: Amorrortu, 1979, p. 145). Pero no fue un hermanito, fueron varios, 2 varones y 2 niñas. Eliminar a sus hermanos le permitió considerarse un afortunado porque el destino lo conservó con vida, fue un sobreviviente y eliminó a su hermanos de suerte que no debió compartir con ellos el amor de su madre (a excepción de su hermana un año menor). También sobre el fantasma de Goethe – como en el de Freud - pesa ser un sobreviviente de sus hermanos a los que arrojó fuera del mundo de su casa como a la valiosa vajilla.
Otro tanto acontece con Salvador Dalí. El método paranoico-crítico que trabaja en su “El mito trágico del Angelus de Millet” le permite descubrir algo increíble en el cuadro pintado por Millet, pero también ese cuadro lo descubre a él: Dalí tuvo un hermano llamado Salvador Galo Anselmo Dalí que murió de un catarro gastroenterítico infeccioso en 1903, nueve meses antes del nacimiento de Salvador Felipe Jacinto Dalí. Un hermano del que decía el artista “no había sido nada más que un primer ensayo de mí mismo”.
Pese al comentario narcisista podemos avizorar que la muerte de ese primer Salvador se constituye en una amenaza permanente para el segundo ya que es, también, el “ensayo de la muerte de un hijo que pueden ejecutar los padres”. Ese “hermano-ensayo”, como doble, no deja de mirarlo y amenazarlo desde el cuadro de Millet, obra que reprodujo en sus muchos de sus cuadros hasta el final de su vida.
El Ángelus refiere al crepúsculo, pero también “al angelito”, al niño muerto. Tengamos presente que Dalí pinta en 1963 el cuadro Retrato de mi hermano muerto que no es sino el doble de sí que nunca dejó de asediarlo.
Los velos de la creación hicieron posible minimizar esa mirada atroz hostigante, esa constante persecución del hermano muerto al Salvador Dalí segundo, pero, asimismo, potenciaron la obra de arte como sublimación a la amenaza el hermanito muerto y como regocijo del segundo Salvador por haberlo sobrevivido (v. mi texto Mirada del otro y conocimiento paranoico: Lacan con Dalí. En "Mecanismo de defensa en la Psicosis". 2018. Toledo (España): Ledoria, 2018).Puedo también dar un testimonio fragmentario del análisis de un niño y la vicisitudes de su duelo.
Daniel es traído al análisis hacia los 4 años por sus padres preocupados por sus terrores nocturnos acompañados de híperkinesia y una más que excesiva tendencia a romper y tirar todo... cuando no a romperse él mismo. Cuando tenía 2 años hubo un problema que se silenció en la familia. A partir de ese "accidente" el niño cambió, asediado de impulsiones y autoaniquilaciones que ponían en peligro su vida. Se trataba de la pérdida de un bebé de siete meses que nació ahogado con el cordón umbilical. La madre se reprochaba por esa pérdida, silenció la situación y se apegó en exceso al niño al que, de una u otra manera, utilizó de tapón de su drama. Ni el padre ni nadie habló nunca más sobre la cuestión hasta la consulta por Daniel.
Daniel, asediado por la intrusión superyoica que incita a trasponer cualquier límite e invade de angustia, pudo comenzar, gracias al trabajo analítico, a delimitar el espacio de los monstruos que tanto lo atormentaban. En suma, logró construir un espacio subjetivo. La intrusión superyoica fue cediendo, también el apego a él de la madre. Mientras, de la entrevista con los padres, surgió la necesidad del análisis de cada uno con otros analistas para abordar la pérdida del nonato al cual pudieron, en ese proceso, incluso nombrar, llorar y compartir el duelo con Daniel.
Luego de un paréntesis en el análisis, el niño pide regresar porque teme permanecer en el Jardín de Infantes y porque se volvió malo con sus padres que esperaban un bebé. Daniel puede hablar del hermanito que vendrá y se pregunta con inquietud: ¿va a nacer ese bebé?, alusión a la muerte del bebé anterior del que ya sus padres podían hablar y hasta nombrar. El hermanito muerto se llamaba Luis, ahora esperaban otro hermanito que se llamará Pedro. Los incluye en sus juegos y dibujos a estos hermanitos.
Hay un cambio de posición subjetiva entre el pasaje de sus terrores nocturnos, híperkinesia y autolesiones a la nueva construcción de su fobia al Jardín... de Infantes. En la primera etapa de su análisis primaba la intrusión superyoica, el temor a su desaparición, como la del bebé que un buen día "desapareció y el mostroo (monstruo) lo ahogó". En la segunda etapa se puede interrogar por el deseo de su madre, e incluso del padre.
La fobia, protección y escudo contra la angustia es, en este niño, el efecto del significante de los Nombres-del-padre como reaseguro contra lo real, recurso que hace escritura en torno al Jardín donde "crecen infantes". Un significante: el Portero, a quien teme, hace borde, hace límite entre el exterior y el interior. Verdadero pasaje hacia la configuración de las formaciones del inconsciente desde las cuales advendrán otros síntomas y otros recursos para hacer de litoral al retorno amenazante de lo real.
Las angustiantes pesadillas e impulsiones situaban a Daniel como una nada, invasión de lo real como objeto. Con la construcción de la fobia, en cambio, ya hay un límite al goce del Otro. Ya no hay el terror de ser chupado, ahogado –como el bebé de 7 meses que nació muerto–.
Daniel pasa de la castración materna a la propia y luego a la amenaza de castración paterna por la rivalidad con el padre, con el Portero que está en la puerta del Jardín de Infantes y a partir el cual puede hacer todo un juego de permutaciones y sustituciones, puede tramitar el duelo por las pérdidas, incluida la del hermanito muerto y con el hermano por advenir.
Freud, en Tótem y tabúresalta que, en las fobias de los niños, se produce, de alguna manera, un equivalente al totemismo con sello negativo, esto es, la función paterna opera como tótem que sostiene el sistema de prohibiciones lo cual produce un saldo clínico de pacificación en los niños. Tal como efectivamente funciona la fobia para Daniel. Ese Portero, al que teme, está delante de la puerta y es el reaseguro para el niño: para mantener una regulada distancia con la madre, para preservarse del asedio feroz del superyó y lograr un lazo más pacífico con el padre, el hermano muerto y el hermano por advenir.
Pasaje del totemismo con sello positivo –asedio del superyó– al totemismo negativo que le permiten instaurar una separación entre el interior y el exterior para estructurar su mundo subjetivo, no sin tentaciones parricidas y fratricidas.
Pero también permite a Daniel transitar el duelo por la muerte del hermanito nonato Luis, finalmente desencriptado por el duelo tramitado de los padres. Daniel puede no quedar como un objeto-tapón que ocupa el lugar el muerto, a la vez que, con esos recursos, puede enfrentar el nacimiento del otro hermanito –Pedro– sin que su llegada signifique su desaparición o su aniquilación. Un rival más, la custodia de su odioenamoramiento quedará a cargo del Portero del Jardín, de ese Jardín donde crecen y, a veces, mueren niños. Eficacia de la fobia que encontrará sus salidas en las metáforas del sujeto por advenir.Puse en serie los recuerdos y testimonios de Freud, Dalí, Goethe y el pequeño Daniel –podrían ser muchos más– los cuales sobrellevaron la marca amenazante de la muerte de los hermanitos en sus síntomas, fantasmas y en su cuerpo, cada uno cargó con una cicatriz distinta, pero cada uno pudo con el recurso de la sintomatización y sublimación encontrar una salida al asedio amenazante de la muerte de sus hermanos. Cada uno, a su manera, atravesó un duelo posible para subjetivizar sus muertes.
Mucho más graves consecuencias tienen aquellas muertes de hermanos ocultadas, mantenidas en silencio en el mito familiar y donde el lugar que ha de ocupar el niño es el de un objeto que debe recubrir el hueco de lo real abierto por la muerte de un hermano. No hay memoria de una muerte, no hay duelo, no hay ritual que permita recordar la muerte del rival, sólo la obligación de reencarnarlo, de velarlo (velãre) sin velatorio.
El “accidente” de la muerte de un niño (nacido o nonato) es de una u otra manera achacado a alguna negligencia de los padres, la responsabilidad está de su lado. Pero no puede negarse que, en el hermano que sobrevive al niño muerto, se juega un cúmulo de deseos y goces que vinculan al fantasma parricida con el infanticidio y el fratricidio.
Tales las puntualizaciones teórico-clínicas de Lacan respecto a Marguerite J. (Aimée) con la paranoia, la culpa muda, la autopunición y el superyó.
Marguerite J. (Aimée) tiene una hermana muerta. ¿A qué descuido sucumbieron sus padres?, ¿qué los extravió del deseo de preservar la vida de esa hija? Una hija, la primogénita, va al encuentro de la muerte, la otra, destinada a "velarla" en silenciosa complicidad con sus padres, encuentra una muerte muy particular, la de la psicosis paranoica de la que, sin embargo, logrará salir.
El rechazo del saber deja a Marguerite J. (Aimée) a merced del goce del Otro proclamando una certeza psicótica: "Su hijo está amenazado". Sobre Didier recae el peligro. De esta oblicua manera recibe su merecido porque no cumplió su misión. ¿Cuál? silenciar el descuido de sus padres sobre una hija muerta y sacrificada. ¿No es acaso la psicosis paranoica de Marguerite J. (Aimée) un intento de tramitar y denunciar esa misión imposible de un duelo impedido, y la sistematización de su delirio una manera de proclamarla? (traté el tema en el Cap. VI de Imperativos del Superyó-Casos Clínicos. Bs. As. Letra Viva, 2014 ).
Freud, Goethe, Dalí y el pequeño Daniel pudieron velar su anhelo de la muerte de sus hermanos. Marguerite J. (Aimée) no pudo usufructuar de ese recurso por la forclusión de los Nombres-del-Padre.
5. El hermanito - intruso, semejante, prójimo y socius (aliado)
Es evidente que ni Freud, Goethe, Dalí, Margarite (Aimée) o el pequeño Daniel resultan monstruitos por albergar una dualidad de amor/odio por sus hermanos. Sucede que, en una sociedad en la que se glorifica e idealiza a la hermandad para mantener las apariencias de que el amor ennoblece, decir todo eso es casi una herejía, pero es que la doble moral sexual cultural prefiere destacar el lado bondadoso del amor fraterno que sus paradojales aristas.
Freud planteó la ambivalencia que anida siempre con el frater. En su texto de 1913, Tótem y Tabú, traza una relación entre totemismo, parricidio, sacrificio y hermandad que lo encamina a la invención del mito moderno de Tótem y Tabú. Ficción con la que dará cuenta de las paradojas del padre, del fantasma inconsciente del parricidio y del fratricidio. A partir de esos conceptos princeps ubicará al sacrificio como el reverso mismo del anhelo parricida: tentación del hijo de ofrecerse sacrificialmente al padre para pagar la culpa por el perpetuo anhelo de su asesinato, así como la tentación del hijo por romper el pacto fraterno y ocupar el lugar del padre. En ambos casos, parricidio, filicidio y fratricidio se encadenan. Y es que los dos últimos remiten siempre al parricidio.
Reiteramos, en el mito freudiano el asesinato del proto-padre de la horda y su consecuencia: la conformación de la fratría, sella el pacto entre los hermanos de renunciar a ocupar el lugar del padre gozador y violento. Tal renuncia funda la ley del padre muerto, ya que es el pacto-alianza fraterno el que asegura la exclusión del goce. Pero no se renuncia del todo, siempre queda el asedio de una tentación pulsional de eliminar al hermano para ocupar el lugar híper-poderoso del padre. Es por eso que los hermanos no tienen más remedio que cumplir el pacto (ser socius), caso contrario se destruyen entre sí. Ese pacto de los hermanos permite mantener la cohesión y el lazo social.
Los lazos en el clan fraterno suponen renuncia de goce y acatamiento a las dos prohibiciones fundamentales: incesto y parricidio que permiten intercambio y alianza –no sin ambivalencia. Por eso, como decíamos antes, todo fratricidio es un parricidio porque quiebra el pacto y muestra el anhelo del hermano de ocupar el lugar del híper poderoso padre: anudamiento del Complejo de Intrusión fraterno con el Complejo de Edipo.
Teniendo en cuenta esto es que Lacan, en el Seminario 17, ironiza sobre la fraternidad y el lazo fraterno pues, cuando alude al “empeño que ponemos en ser todos hermanos” (El Seminario, Libro XVII, El reverso del psicoanálisis. Barcelona: Paidós, 1992, p. 120), se refiere al empeño que es preciso poner para no romper el pacto y la alianza. Asimismo, “el origen de la fraternidad (…) es la segregación” (Ib., p. 121), es decir, para no estar separados del resto es preciso co-ligarse y renunciar al goce parricida y fratricida aunque esto no siempre se consigue, en ese fondo de segregación entre los hermanos que sostiene la fratría subsiste la amenaza/tentación de disolución y ruptura del pacto.
El hermano es así, un socius o aliado, mientras cumple el pacto y hace alianza, pero también es un intruso porque ocupa un lugar amenazante. Y es amenazante porque con él se vive el drama originario de los celos, en tanto disputa, con otros que son sus semejantes, el amor de los padres. “El papel traumático del hermano en el sentido neutro está constituido así por su intrusión” (Lacan, La familia –1938–. Bs. As.: Homo Sapiens, 1977, p. 84) .
Es el hermano el que presta el modelo del doble. A él se le adeuda esa sombra que cae sobre el yo que es la identificación y el narcisismo. Ambas intrusivas, ambas instaurantes de una tensión agresiva irresoluble. Y con ese intruso es con quien debe pactar en torno a la ley , lo que permite la declinación del odio en pos de una alianza con odioenamoramiento.
Intruso viene del latín intrusus, compuesto del prefijo in- (hacia dentro) y trusus, participio de trudere (empujar). Ese intruso que, aunque imprescindible, se introduce por la fuerza y empuja hacia adentro para lograr la identificación al semejante, pero que también empuja hacia afuera para desalojar, arrojar fuera. Relación del hermano con el intruso y de este con el semejante y el prójimo (el ajeno/el extraño). Por eso el hermano es siempre éxtimo: extraño e íntimo, hemlich (familiar) y desconocido (unhemlich). De allí el saldo superyoico de toda hermandad, introduce a la fuerza la imagen del otro (semejante) y lo real del otro como extraño (prójimo). El otro como aliado/socius (pactante) para sostener la ley y la sobrevivencia, pero también enemigo potencial.
Dirá Lacan en La Familia: “La imago primordial del doble en la que el yo se modela parece dominada en un primer momento por las fantasías de la forma”(Op. Cit., p. 85), identificación narcisista que no deja de ser intrusiva a la vez que salvadora.
La presión mortífera del doble se hace sentir en la tensión agresiva ingobernable.
Bipolaridad del doble, del hermano y del padre: de un seguro de supervivencia pasa a ser el ominoso anunciador de la muerte. Bi-escisión del doble: hacia lo majestuoso del Ideal del yo y todas las formas amables de la imagen que preservan una ganancia narcisista (lado pacificante de la hermandad), o hacia la autocrítica de una instancia que se contrapone a la preservación narcisista arrasando las formas amables... en pos de la crueldad, intrusión del superyó inevitable (lado mortífero de la hermandad).
El hermano como semejante que presta la imagen especular no deja de mantener una tensión de intrusión narcisista agresiva. Sostiene y amenaza. Riesgos de toda especularidad imaginaria. Pero hay ese algo más que escapa a lo imaginario y que orienta hacia el complejo de prójimo, hacia ese vacío central de la imagen del otro, donde su cuerpo se fragmenta –ominoso anunciador de la muerte-.
Lacan refiere al prójimo de este modo: “Todo lo que recordaré es que Freud introduce este término por la función del Nebenmensch, el hombre más cercano, ese hombre tan ambiguo por no saber dónde ubicarlo” (El Seminario, Libro XVI, De un otro al Otro –1968-69– Bs. As.: Paidós. 2008, p. 206). Luego agregará que, a diferencia del Otro que permite la articulación significante, el “prójimo es la inminencia intolerable del goce” (Ib. p. 207), sin duda, con una raigambre de pulsión de muerte que aniquila. Ese prójimo, cuya proximidad lejana o lejanía próxima es tan amenazante, lo lleva a concluir: “el prójimo, sin duda, tiene toda esa maldad de la que habla Freud”(El Seminario, Libro VII, La ética del psicoanálisis –1959–60–. Bs. As.: Paidós, 1988, p. 240). Por eso el prójimo abona el odio, la crueldad y la venganza pulsional – dediqué varios capítulos al tema en mi libro Venganza & Culpa , de Letra Viva. Bs. As. 2017- .
¡Qué difícil transitar por el complejo fraterno!, de él se obtienen los celos primordiales –que son el sedimento de los lazos sociales (elogio de los celos)– y la lucha con el otro; pero también del hermano se obtienen la imagen del semejante –no sin intrusión narcisista– y el vacio que vive al otro y a uno mismo; lo otro como real amenazante. Sin el necesario pacto y alianza con el hermano la vida es invivible, la sociedad es imposible, el sostenimiento de la ley sucumbe. El hermano es, indefectiblemente, imprescindible.
Por esa complicada cuerda entre deseos y goces circula la hermandad. De allí que no sólo el nacimiento de un hermano es un acontecimiento traumático en la vida de un niño, mucho más lo es la muerte de un hermanito en tanto reflota todas la aristas paradojales del hermano.
Este difícil recorrido por los sinuosos caminos de la hermandad me arriesga a recibir, una vez más, la repulsa de mis lectores; pero no es posible sacar los pies del plato del psicoanálisis, aún cuando haya rutas sublimatorias de la hermandad que muchos de mis colegas han transitado y transitan, lo cual no deja de ser un alivio.
Es grande el “empeño que ponemos en ser todos hermanos”. Sin ese empeño el goce parricida y fratricida puede disolvernos: peligro siempre amenazante en estos tiempos donde la primacía del discurso neocapitalista tiende a disolver las cosas del amor y la ley de los Nombres-del-padre, ese único recurso que apacigua la sobrevivencia del lazo del hermano como socius, aliado y cómplice. -