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Número 13 - Mayo 2019
Fragmentos de análisis
Jorge Palant

 

Dos caminos para un significante

La palabra “loca” se dijo muy rápido. “Mi mamá es loca”, deslizó la madre de M. “Se deprime, la internan, después sale, después la internan otra vez…”. Refiriéndose a M., el padre agregó: “Nos dijeron que podría ir hacia una esquizofrenia…”.
M., entonces, de tres años y medio, que un día, un año atrás, había dicho a su madre: “Quiero tener el pelo largo” y obtenido por respuesta un “Ya te va a crecer”. Lógica de un tiempo visualizable, apresable. Apelación a una espera capaz de poner el pelo en su lugar. Respuesta desde el borde de sombra de cierta ingenuidad en cuanto al desconocimiento de que la demanda la concernía más allá de lo que suponía.

Demanda que poco tiempo después se desprendía de la sonrisa que la enmarcaba y se transformaba en una insistencia: “Quiero tener el pelo largo, quiero tener el pelo largo…”; después en una exigencia: “¡Quiero-tener-el-pelo-largo!”, y finalmente en una orden:
-¡Quiero tener el pelo largo!
-Ponéte una panty en la cabeza- dijo entonces la madre.
Y M. lo hizo.

Que a partir de ese momento no haya querido quitársela, es el sostén de nuestro relato.
Ni en la escuela, abrazada como iba a pequeños objetos que llevaba de la casa: sola, arrinconada por la mirada de los otros, que desconocían, además, que por la noche “era prácticamente imposible desvestirla para llevarla a dormir”.
“No sabía cómo hacer para lavarle la ropa sucia”, recordaba la madre.

De desprendimientos, nada.

Empecé a verla, todos los días: el pelo parecía largo, la panty era un gusto que de tanto en tanto se daba en la casa, y en la escuela arrastraba los efectos de su bizarra presentación.
Durante las sesiones solía cuchichear con la madre en mi presencia.
En esos momentos, a veces, sus ojos tomaban una expresión que le daba cierta malignidad a la sonrisa.
Después algunos cuchicheos se hicieron audibles. Se referían a mí, pedidos simples que no se animaba a hacer directamente. “Decíle que me alcance la tacita.”
Este movimiento preparó el terreno para que quedáramos solos en el consultorio, cosa que fue posible aunque no fácil.  Su cuerpo se crispaba en el instante de cerrar la puerta, como quien acusa un impacto. Después, parecía olvidarse.

Entonces personajes imaginarios bebieron innumerables tés que M. preparó, maderas pequeñas y cilíndricas fueron y volvieron del uno al otro y frases entrecortadas acompañaron esas acciones derivando alguna vez, para mi sorpresa, en un relato de su historia familiar muy (bien) arborizada en sus relaciones de parentesco y con matices poéticos.
-Allá donde vivía con mi mamá y mi papá cuando era bebita, en Inglaterra, más allá del mar…

Fue a partir de cierto momento que su disposición a jugar empezó a detenerse en dos puntos: la monótona repetición de un esbozo de juego que no se desplegaba y la aparición, insistente, del significante “loca” en su discurso. El enigma del significante y el desafío clínico de su monotonía lúdica marcaron un nuevo tiempo de análisis. Desafío por el apoyo lateral que la monotonía encontraba en aquel rasgo de su sonrisa y que fue gestando en mí, como respuesta, un foco de irritación. Irritación que quizá cayera como arrastre de la escena de desprendimiento que M. y su madre armaban al comienzo de cada sesión, recorriera la misma alrededor de la lectura de una sonrisa y se reforzara en la manera del encuentro de ambas al finalizar aquélla.
Había algo obsceno en las escenas que constituían en el marco de la puerta. Acuerdo previo, condición, promesa cumplida o lo que fuera, era obsceno ese rouge materno que se desparramaba por la cara de M. en cada interminable beso de despedida, en tanto un rabillo del ojo de la niña parecía espiar mi expresión (duplicación de la escena anterior del cuchicheo) y su sonrisa satisfecha contrastaba con la sensación de impotencia en la que se alimentaba mi fastidio.

En los reencuentros (hablo siempre de un cierto período), la obscenidad viraba hacia la tiranía: desde la puerta, a gritos, M. ordenaba a su madre que se acercara a ella, que fuera hacia ella en lugar de recorrer, ella misma, los escasos metros de pasillo que las separaban.
“¡Te dije que vengas!” era la orden. Y la madre iba, una carrerita corta que terminaba en una sonrisa ligeramente avergonzada.
La monotonía de sus juegos y la satisfecha comodidad desde la que me indicaba acciones desvirtuaban el placer del juego al goce de un espectáculo al borde del ridículo, en el que alguien que se suponía analista repetía una y otra vez la historia de la maderita que dejaba caer de una mano levantada, o la goma que había que seguir con la mirada desde la pared en la que se apoyaba hasta el piso al que caía cuando la mano la soltaba. Y el pedido de la sesión siguiente llevaba consigo la demanda de que el movimiento lúdico fuera el encaje posible del gesto con su sombra (1). En esa demanda había algo imperativo.

A partir de cierto momento me encontré deslizando esa demanda hacia diálogos de vocación molieresca.

-Jugamos. (No era una pregunta. Como se verá, no agrego suspensivos)
-¿A qué?
-¡A lo de ayer…! (Tonto, ¿no te diste cuenta?)
-¡Ah! (No hago nada.)
-¡Y dale…!
-¿Dale qué?
-¡Jugá…!
-¡Ah…! (No hago nada.)
-Jugá, ¡te digo que jugués…!
-¿Y cómo era el juego?
-¿No te acordás?
-Más o menos.
-El de la goma, que la tenías contra la pared y la tirabas, a ver adónde caía…
-¿Y adónde caía?
-Si caía en la mesa o caía en el suelo…
-¿La tiraba o la dejaba caer?
-Es lo mismo, ¡dale!
-No, no es lo mismo… (Pausa.)
-Bueno, la dejabas caer, ¡dale!
-(Gesto con la mano y la goma.) ¿Así?
- Sí, pero ahora soltala.
-¿Qué cosa?
-¿La goma, che…!
-¡Ah…! (No hago nada.)
-¿Y…?
-¿Y qué?
-¡Soltála!
-¿No la solté?
-¡No! ¿No ves que la tenés en la mano?
-¡Cierto!
-¡Entonces soltala…!
-Claro.
-¡Pero si la seguís teniendo ahí!
-¿Qué cosa?
-¡La goma…!
-¿Adónde?
-¡En la mano!
-(Miro.) Cierto. (No hago nada.)
-Bueno, ¿la vas a soltar o no?
-No. (Suelto la goma.)
-¿Me decís que no y la soltás?
-¿En serio?
-¿Pero no ves que la soltaste?
- Cierto.

Ella reía. Una risa que a veces era tensa y otras no lo era. Una risa que acompañaba el equívoco artificialmente construido, devolvía al terreno del placer lo que el goce del Otro sustraía, y permitía conjurar el carácter tiránico de su demanda.

En cuanto al significante “loca”, aparecía de dos maneras diferentes. La más frecuente era disruptiva y mostraba tener consecuencias dañinas en su discurso: una situación discursiva cualquiera que fuese que se deslizara de M. hacia mí, se veía de pronto interferida por la aparición abrupta de ese significante, en tanto la significación posible de constituirse quedaba suspendida.

-Entonces esta silla la ponemos así, ¡esta silla/loca!
-…y esta mesa, qué pasa con esta mesa que no se quiere mover, ¡esta mesa/loca!
-…o la hormiga que va por este caminito, ¡la hormiga/loca!
            La otra manera en la que el significante “loca” se presentaba era mucho menos frecuente. Ocurría durante el silencio que acompañaba alguna producción, gráfica o lúdica, que ella intentaba. Entonces me decía:

Yo respondía: “No”. O también así: “¡No…!”.

Llega una sesión y juega con una pulsera y una bolita de plástico. Después toma unas hojas y encuentra una plastilina que quedado sobre un papel.

M.: -¡Oia! ¡La torta…! (Lo dice por la plastilina, y es una referencia a la sesión anterior.) Todavía está la torta, todavía sigue la torta loca, ¡qué loca!
A.:-Sigue la torta y sigue la loca.
M.:- Yo soy una loca, ¡una loca peluda!
A.:- ¿Por qué? ¿Hay locas que no son peludas?
M.:- (Ríe.) Una vieja peluda…
A.:- Hubo una historia, con tu pelo largo…
M.:- (Me mira.)
A.:- Y también tu abuela, la de San Miguel, que cada dos por tres se enferma…
M.:- Sí. (Me mira. Guarda un pedacito de plastilina en un papel.) Esto queda aquí… (Silencio.) Ahora voy a hacer un panqueque…

Fue la primera vez que su sintaxis daba cuenta de una gramática diferente, una gramática sencilla, en la que el significante “loca”, al dejar su posición de adjetivo en el movimiento disruptivo en el que se presentaba (“torta/loca”), se ubica como sustantivo (“loca peluda”), permite su sustitución (“loca peluda”: “vieja peluda”) y posibilita alguna evocación histórica por parte del analista (“el pelo largo”, la abuela enferma).
 ¿Acaso en el tránsito de “Quiero tener el pelo largo” a “peluda”, en tanto “peluda” ubica a “loca” en posición sustituible, se constituiría “peluda” como un nombre del sujeto?

Este movimiento, ¿cómo habría sucedido? Es una pregunta que nos remite a la transferencia.

El significante “loca” había entrado en ella a través de la pregunta que M. formula a su analista: “¿Vos pensás que estoy loca, no?”, en un registro cuya estructura discursiva difería de aquella que la precipitaba en la pérdida de significación por el exceso de sentido con el que se sobrecargaba la frase en cuestión (“Entonces esta silla la ponemos así, esta silla/loca…”). Parecía haber dos caminos para un significante: uno articulado en una demanda; otro, el de su precipitación holofrásica.
“Loca”, en tanto significante articulado, permitía una respuesta (significante) que permutaba el “no” afirmativo de matiz dubitativo con el que se cerraba la pregunta (“¿Vos pensás que estoy loca, no?”), con un “no” de negativa. La intervención del analista entonces a nivel de una sustitución en la cadena significante que contiene al significante “loca”.
En la sesión que comentamos le damos una respuesta (“Sigue la torta y sigue la loca”) que abre los significantes holofraseados en un movimiento que los modifica gramaticalmente, en tanto hace de ellos dos sustantivos. Su producción inmediata posterior (“Yo soy una loca, una loca peluda”), sosteniéndose en la transferencia, encuentra en el Otro un significante que en posición de adjetivo sustituye a “loca” y lo envía a un lugar a su vez sustituible (“loca peluda => ”vieja peluda”). Tendríamos finalmente:
“torta loca”  =>  “loca peluda”  =>  “vieja peluda”.

En el análisis de M. este acontecimiento tuvo consecuencias: la aparición intempestiva del significante “loca” en su estatuto holofrásico, con su efecto de reducción del sujeto a un significante petrificado, se distanció notoriamente de sí misma y al tiempo desapareció. Tampoco insistió la pregunta a propósito de su locura.

En una oportunidad hubo este episodio con la madre: a raíz de un llamado telefónico que hace por una cuestión de horarios, le pregunto por su conducta en el pasillo al final de las sesiones. Se sorprende, como si no entendiera. Finjo sorpresa frente a mi propia pregunta, enfatizándola de manera tal que su condición de pregunta pudiera quedar entre paréntesis.
-Lo que me pregunto- le digo- es ¡¿por qué corre usted hacia ella cuando ella la llama de esa manera?!
El conjunto de signos (…?!), con valor de enunciación, concluía un movimiento transferencial de la madre.

La transferencia dejó de padecer esas maneras del fastidio y la irritación, expresión de un goce del Otro que ubica a M. en una posición perversa.

La función paterna pudo haberse condensado, transferencialmente, alrededor del “no” como respuesta (enfatizada) a su pregunta por la locura. ¿Prótesis, quizás, del silencio paterno ante la solución ofrecida por la madre a la demanda de M. en relación al “pelo largo”, demanda que implicaba una pregunta por la falta en el Otro? ¿Y la panty en la cabeza, habrá introducido el significante “loca” en su registro holofrásico, en tanto significante de “un deseo oscuro” del Otro en relación al sujeto?

En cuanto al estatuto del síntoma, lo vemos despuntar en el desplazamiento que va desde la panty a la angustia que despierta el desprendimiento de sus objetos acompañantes o sus ropas a la hora del sueño.
Si la panty en la cabeza es el objeto que pretende cerrar la cuestión de la falta en el Otro y “loca” el significante de un sujeto petrificado, la angustia se filtra por la hiancia no ocluida de la falta, en una estructura con escasa respuesta fantasmática a nivel de la articulación por el imaginario del juego.

Promediando el análisis surgieron situaciones fóbicas por fuera de la transferencia. Nunca organizadas alrededor de un significante, variables en intensidad y desplazables a figuras diversas del entorno social: otros niños, reuniones diversas, el agua o las ramas desprendidas de los árboles cuando adoptaban determinadas formas.
Creemos que el pasaje por la fobia retomó aquellas manifestaciones de angustia reordenando la posición del sujeto en relación al deseo del Otro ya despojado de la articulación paradojal entre la claridad bruta de una simple manifestación de cansancio y la zona oscura del deseo en juego.

Movimiento alrededor de un lapsus

Se trata de una consulta realizada hace algunos años por una pareja que compartía, entre otras cosas, un accidente singular en sus vidas: ambos eran viudos y relativamente jóvenes.

No hace a los fines de esta presentación que me extienda al respecto; tampoco a las alternativas de un análisis anterior que el hijo mayor del primer matrimonio de la mujer había realizado conmigo y que habría preparado el camino de una nueva transferencia.
R. era el niño por el cual se consultaba, y era el primero de las dos adopciones que el primer matrimonio de su padre había efectuado. R. tenía 9 años en el momento de la consulta.
Su madre se había suicidado tres años atrás, arrojándose del balcón de la casa en que vivían. Había sobrellevado hasta entonces, dificultosamente, una diabetes que le había ocasionado la pérdida de un ojo y la mantenía en estado depresivo.
El motivo de preocupación del padre- y de la mujer actual- era que los golpes que R. se daba en la cabeza, con cierta frecuencia; algunas dificultades escolares a causa de una letra “prácticamente incomprensible”, y cierto tono anímico entre malhumorado y depresivo. La mujer acota, en este punto, que esto último hacía una de las muy escasas notas discordantes en la armonía de la reciente unión de las dos familias.

No empecé un análisis con R. en ese momento, sino a consecuencia de un llamado posterior en el que la preocupación del padre giró hacia la angustia ante nuevos accidentes, en los que R. volvió a golpearse la cabeza. El agregado, en estos casos, estaba dado por cierta bizarrería en la manera de hacerse: golpearse contra el travesaño de un arco de fútbol o caerse desde un árbol, cuyas ramas- en las que R. jugaba- daban a una pileta de natación semivacía.
El desarrollo de esta presentación intentará articular tres tiempos de este análisis: tres tiempos para dos escenas que pivotean alrededor de un lapsus.
El primer tiempo está marcado por la producción de R. durante nuestro primer encuentro. Es un niño simpático, de mirada vivaz y sonrisa agradable.
Dibuja una ballena que ocupa la mayor parte de la hoja. Remarca los trazos alrededor del ojo y comenta sobre cierto accidente. Dibuja luego un par de hombrecitos- muy pequeños en relación al cuerpo de la ballena- unida a ésta por cuerdas que sostienen en sus manos, también unidas, “como si fueran domadores”.
-Esta ballena es una orca asesina- dice.

No intervengo: dejo deslizar la producción en el marco de una transferencia favorable. No intervenir fue resistir la tentación de articular imaginerías potenciadas en el cruce de discursos – el de R. y el de los padres (el ojo de la ballena, el destino de los hombrecitos “arrastrados” por ese cuerpo en la lucha desigual, las caídas de R. como efectos de ese arrastre)-, evitar la impregnación de la angustia parental y esperar en R. algún acto de enunciación  que produjera un sujeto posible de enlazarse subjetivamente con el discurso que lo produjera.

Pasaron algunos meses. Las sesiones eran aburridas: relatos cotidianos, escolares o familiares…y un acompañamiento lúdico de esos mismos relatos que solía consistir en armar avioncitos y tirarlos para seguirlos con la mirada en tanto caían, algunos planeando, otros en picada, de costado o de cola.
Durante este período mis intervenciones tendieron a favorecer a su relato, tomándome de algún detalle e instándolo a que lo continuara. Alguna vez acompañé con los ojos la mirada de R. puesta en los movimientos del avioncito que, indefectiblemente, caía.
Luego siguió una etapa en la que R. propuso que jugáramos al ahorcado.
Así fue que, en una sesión (marca del segundo de nuestros tres tiempos), yo estaba en la posición de quienes escribe la palabra…y ejecuta, o no.

Escribo, entonces,  y procedo, según las reglas. Entre aciertos y desaciertos de su parte, dibujo primero la cabeza, el cuerpo, los brazos…Un patíbulo más.

Está a punto de perder, le queda un solo error. Al muñequito que bailotea le faltaba una pierna. Una letra por una pierna. Acierta. En tanto escribo, él dice:
-Un poco más y lo suicidaban
-¿Cómo? – pregunto sorprendido.
-Un poco más y lo suicidaban – repite.
-Lo mataban…-agrego. Me mira con los ojos muy abiertos, como quien ve algo que no tiene frente a sí. Insisto:
-Cuando se ahorca a alguien se lo mata…El que se suicida, es el que se mata así mismo

Hice una pregunta y agregué:
-Es lo que pasó con tu mamá, ¿no? Ella se suicidó…
-Sí…-contesta-. Después silencio, de ambos lados. La hoja, con el muñequito colgado de una raya quebrada, sin pierna que empujó el fallido, parecía testimoniar, también silenciosamente, algún lugar de respeto.

Días después. Recibo un llamado del padre, muy preocupado. R. está pasando momentos de intensa angustia, debido a fantasías nocturnas “de las que no puede hablar con él”.
-Llora en el momento en el que pareciera a punto de hablar- me dice el padre.

Le ofrezco a R. que venga a sesión antes de lo habitual, cosa que acepta.

Muy angustiado, empieza a contar el contenido de esas fantasías (que parecen haber empezado a partir de un sueño en el borde de la pesadilla): él está en su habitación, el padre entre en ella. Tiene un revólver en la mano…La congoja le impide seguir. Lo insisto a que lo haga.
-No sé si va a matarme a mí, a mi hermana…O si va a matarse él…

Se alivia después de hablar. Rompo el silencio siguiente con preguntas superficiales, al estilo de si le pasaba todas las noches, o sólo algunas, en fin…Creo haber acompañado las pocas palabras que dije con algún gesto o movimiento de cabeza, una especie de “mirá vos, lo que son las cosas…”. En esas condiciones se va.
No ha vuelto sobre la cuestión después de contarla, ni en las sesiones siguientes, en las que vuelve a ubicarse en una zona de silencio interrumpida de tanto por el relato de alguna cotidianeidad.
Este habrá sido el tercero de nuestros tres tiempos: el primero, entonces, el del dibujo y sus comentarios sobre la orca; el segundo, el lapsus durante el juego del ahorcado; y el tercero, finalmente, el síntoma, pasajero, de una fantasía angustiosa de carácter persecutorio.

Un día dice que se siente mucho mejor y quiere dejar de venir. Le digo que acepto, y nos separamos. Agrega que en caso de sentirse mal, me llamaría.
Creo que el lapsus produjo al menos dos cosas: una resignificación de su primer dibujo y la preocupación del terreno del síntoma que advino.
“Orca asesina” fue el significante que R. produjo en el primer encuentro. La “horca” del juego del ahorcado actualizó el significante, hasta entonces “en souffrance”, y la muerte en juego deslizó hacia la castración, llevada ésta a la escena en el momento en el que, frente al muñeco sin la pierna, R. vivencia su división subjetiva en el instante mismo de producción de su fallido, en tanto éste es devuelto por el analista en el lugar del Otro.

 

 

Como si el lapsus hubiera operado sobre el significante “orca asesina” y hubiera provocado en él una división* (2):

La sorpresa de R. frente al lapsus es la del sujeto frente a dos significantes que, liberados, habrán de quedar a la espera.
Asesinato o suicido, matar o matarse: es sobre estos dos significantes que habrá de constituirse la fantasía persecutoria, un tercer tiempo que ubica al sujeto en una escena pendular y que implica el esfuerzo de la estructura por ubicar esos significantes en una dimensión fantasmática.

La fantasía persecutoria, angustiante, habría sido la realización de ese esfuerzo. Podemos pensar también en esa fantasía como la interpretación que la estructura misma hizo del lapsus.
Una entrevista con los padres confirmó algunas mejorías, interrupción de accidentes y desaparición de la angustia. Los síntomas escolares se mantenían, la letra seguía creándoles dificultades.
No volví a saber de ellos.

 

Notas

El presente texto corresponde al libro “Ecos de infancias”. Jorge Palant.
Improntas. Psicoanálisis en colección.Dirigida por Adriana Bugacoff/ Cynthia Szewach.
Ciudad autónoma de Buenos Aires. Ediciones del Dock. 2015.

(1) Nos hubiera gustado creer que se trataba de la repetición del cuentito, ese movimiento en el que repetición y diferencia segregan placer en el niño. Pero no era 1914 el año de nuestra referencia, sino 1920.

(2) * Cierta incomodidad en la lectura de los trazos que componen el esquema nos estimuló a probar el reemplazo de aquel por el grafo del deseo: no nos resultó posible. El lugar central del lapsus en nuestra presentación fue motor de estímulo, si bien el tratamiento que dan los niños en análisis a las formaciones del inconsciente lo menos que puede decirse es que es polémico. (Juanito y Richard se hacen eco de la demanda del Otro y mimetizan la respuesta esperada, aun cuando algo de la verdad se exprese en ella). En cuanto a R., si bien no podría decirse que haya prestado a sus lapsus una particular atención, es cierto que provocó en él la vacilación que consignamos y que su discurso quedó momentáneamente suspendido…de una falta.
En el borrador del grafo que intentamos conseguimos ubicar, a la altura del deseo del Otro, la posible inscripción del desde del padre en relación al suicido de la madre. Nos pareció la cola adecuada para lo que figuraba la fantasía persecutoria: el padre entrando en la habitación de R. con un revólver en la mano y la duda del niño a propósito de la posible víctima de ese gesto. La lógica del inconsciente parece convocar, a través del lapsus, aquel suicidio y articularlo, bajo la forma de la duda, al deseo del padre.
En el momento en que enfrentamos, en transferencia, el peso de la fantasía persecutoria de R. nuestra intervención fue de silencio; el gesto que la acompañó (“Mirá vos…”) intentaba calmarle la angustia. La fantasía desapareció, con cierta rapidez.
Ahora bien, el que poco tiempo después R. planteara el deseo de dar por terminado el análisis nos dejó la duda acerca de que nuestra intervención hubiera favorecido un movimiento de cierre del inconsciente.
La alternativa del intervenir de alguna otra manera sobre las representaciones que la fantasía articulaba a partir de un lapsus que no desplegó otras cadenas (pedir asociaciones a un niño forma parte de la polémica indicada líneas arriba) nos enfrentaba al riesgo de concluir al precio de una angustia desbordante en R. Optamos, entonces, por esa manera del silencio.

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