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Número 13 - Mayo 2019
La crueldad del Superyó:
obstáculo para el avancede una cura

Stella Maris Rivadero

 

Como analistas nos preocupamos y nos ocupamos, en los distintos tiempos de una cura, ante el avance arrollador del Superyó que inviste contra el Yo, y que deja al sujeto en una encerrona trágica, apresado y torturado, cediendo en su deseo. En las neurosis graves, cuyo acontecer cotidiano está acompañado, por este padecer superyoico, en cada paso -aún en el más nimio-. Así como en las interrupciones de tratamiento, en la reacción terapéutica negativa, en algunas adicciones transitorias, encontramos los signos de los efectos apabullantes del mandato. 

He aquí algunos de los ejemplos de este combate desigual. Arrecian en aquellas estructuras que tienen una debilidad en relación con el amparo del Otro. La falta de amor del Otro es compensada por la interiorización del Superyó, en efecto, da un borde y un anudamiento falso. En los tiempos del desamparo, el Superyó da un acompañamiento.

Partiremos de la paradoja "así como el padre debes ser, así como el padre no debes ser", que encierra al sujeto en una disyuntiva que lo aprisiona, atormentándolo sin resto para poder detectar la impronta de su deseo.
Nos preguntamos: ¿cómo operar cuando la voz y la mirada del analista pueden sorpresivamente tomar la coloratura superyoica? ¿Cómo intervenir para que el analista no se haga eco de las resistencias cuando las mismas amenazan con hacer detener la cura?

Sabemos que uno de los obstáculos mayores al avance de la cura es la obediencia al mandato. Aún cuando el sujeto puede avanzar en el camino de su creación, el sueño pesadillesco puede seguir aprisionándolo. Se trata de sueños ominosos fabricados para la satisfacción del Superyó.

Dejaremos planteadas las preguntas y daremos algunas pinceladas acerca del concepto de Superyó. El Superyó es lo más paradojal con lo que nos encontramos en la clínica. Pues, por un lado, enuncia un mandato "así como el padre debes ser" y, por otro lado, dice "así como el padre no debes ser, ya que muchas cosas le están reservadas". Goza. El goce es mandato del Otro, arrincona al sujeto cuando espera y desespera su goce en la hora del Otro.

La incidencia del Superyó en el tratamiento analítico, representa el mayor obstáculo al éxito terapéutico. Leemos en Inhibición, síntoma y angustia que la culpa y la necesidad de castigo, dos de las principales consecuencias de la demanda superyoica, “desafían todo movimiento hacia el éxito y por lo tanto toda curación por medio del análisis” (1). Freud advirtió que el analizante, sin saberlo, opone fuertes resistencias para quedar liberado del padecimiento y se esfuerza por permanecer apresado en la celda de la neurosis como si necesitara seguir pagando indefinidamente sus culpas.  Freud sostuvo que hay una razón de estructura, un obstáculo interno en la relación del sujeto con el cumplimiento de sus deseos. Freud escribió a su amigo Romain Rolland: “En aquel momento, sobre la Acrópolis, pude preguntar a mi hermano: recuerdas cómo en nuestra juventud hacíamos día tras día el mismo camino, desde la calle hasta la escuela, y después, cada domingo, íbamos siempre al Prater… y ahora estamos en Atenas de pie sobre la Acrópolis ¡Realmente hemos llegado lejos!...(2) Tiene que haber sido que haber llegado tan lejos se mezclaba con un sentimiento de culpa; hay ahí algo inmerecido prohibido. Está articulado a la crítica infantil al padre, con el menosprecio que se reveló a la sobreestimación de su persona en la primera infancia. Parece como si lo esencial en el éxito consistiera en llegar más lejos  que el propio padre y como si continuara prohibido querer superar al padre”(3).

Para Freud, el Superyó es el heredero del padre edípico, aquel que tuvo a su cargo erigir una barrera a la satisfacción de las tempranas pulsiones incestuosas del niño. .

La estructura de la neurosis se sostiene  en la medida que el sujeto se somete a los deseos del Otro como mandamientos externos, imponiéndose renuncias y sacrificios.

El mito de Tótem y Tabú, donde Freud aborda la génesis del Superyó, propone que los hijos se sometan retrospectivamente a las privaciones que antes imponía el padre –ya muerto- con la ilusión de conservarlo vivo. ¿Con qué objeto o beneficio? Porque el tirano cumplía a su vez la función de preservar a sus hijos del “desamparo”. En su teoría, el desamparo es el paradigma de aquello temido que se encuentra detrás de toda manifestación de la angustia de castración.
La articulación mayor que el mito freudiano pone en relieve con relación a la función del Superyó es que la fórmula universal “Padre, hágase tu voluntad” tiene como contracara: “así nosotros estaremos protegidos de la castración”. En otros términos, el Superyó constituye un poderoso refugio narcisista del Yo. Por hacer peligrar la estructura narcisista, las pulsiones son reprimidas y perduran en el inconsciente despertando angustia cada vez que se aproximan al objeto de satisfacción.

Los dos polos del conflicto quedan repartidos, por un lado, entre las exigencias del ser del sujeto que asignamos con Lacan al campo del goce fálico y, por el otro, en la pulsación de lo reprimido inconsciente por realizar. Éste es un goce necesariamente traumático, ya que se alcanza “más allá” del amparo paterno. El goce prohibido no conviene al narcisismo porque deja al ser sin la garantía del Superyó.

Lacan solo utilizó el término Superyó durante la primera época de su enseñanza, aproximadamente hasta fines de la década del ´60. Luego, casi no volvió a mencionarlo. Fue retomado por Lacan al modo del gran Otro y  permitió un avance teórico y clínico cuando planteó  la estructura del fantasma primordial que es la respuesta que el sujeto se da, sin ninguna certeza, a la inquietante pregunta  acerca del deseo del Otro, pregunta y respuesta necesaria para su acontecer como sujeto.

Posteriormente en el  seminario  XX Aun nos dice: “Nada obliga a nadie a gozar, salvo el superyó. El superyó es el imperativo de goce: ¡Goza!” (4). 
El Superyó presentado inicialmente como una barrera al goce, ahora es instrumento ordenador del goce. Freud denominó “masoquismo moral”, designando de ese modo al goce que obtiene el Yo por ser tomado como objeto de las crueldades del Superyó.

En el masoquismo perverso, la víctima es quien organiza las reglas del juego armado para lucro de su propio goce. Aquél que juega el rol de amo es creación  de la puesta en escena del sujeto masoquista. Lo ubica en ese lugar para creer que es el Otro el que goza. Afirma que el Otro goza en la medida en que el sujeto, hecho objeto para ser gozado, lo completa reintegrándole el goce que le falta. El masoquista teje con hilos maliciosos la creencia que es un resto, un desecho, él labora para darle consistencia al goce del Otro, acatando sus imperativos órdenes alcanza un goce que reniega de la  castración. Es la “víctima” quien al hacerse tratar como una herramienta por el imaginado victimario, demanda al Otro que le ordene gozar.

El objeto utilizado para taponar la castración del Otro, es la voz. La voz de la conciencia moral, la voz del Superyó es fundamentalmente una cadena significante degradada al estatuto de una voz imperativa. Ante la caída del discurso del Otro, la voz se instituye como objeto perdido. Una vez restituida al Otro, para restaurar su completud impera el goce. La predominancia del goce fálico implica la renuncia al Otro goce. Esta correlación también funciona al revés: de avanzar en la realización subjetiva del Otro goce, se promueve un estrechamiento del campo del goce fálico. El análisis progresa en esta última vía.

¿Por qué  el sujeto teme  perder el Superyó? “Por eso me atengo a la conjetura de que la angustia de muerte debe concebirse como un análogo de la angustia de castración y  que la situación frente a la cual  el Yo reacciona (con angustia)
es a la de ser abandonado por el Superyó protector
–por los poderes del destino- con lo que expiraría ese su  seguro para todos los peligros.”
(5)

De todas las formas típicas de la angustia descriptas por Freud, la que finalmente alcanzó mayor relevancia en su obra es el temor a la pérdida del Superyó. La verdad de la angustia no se pone en evidencia ante el temor al castigo del Superyó, sino, más allá, ante la posibilidad de quedarse sin el déspota. La presentificación de un vacío en el lugar del Otro releva el término último de la angustia de castración. La angustia “ante la pérdida del Superyó”, descripta por Freud, es traducida por Lacan como angustia ante “la castración en el Otro”. Constituye la roca viva de todo análisis. Es hacia esta encrucijada final que conduce el análisis y es también el escollo ante el cual se detienen la mayoría de ellos.
En algunos analizantes el Superyó no arrecia en cualquier tiempo, solo recrudece, acompañando a la angustia, cuando se está en tiempo de pasaje a otra posición, cuando se intenta dejar un enclave de goce, cuando el sujeto brega por suspender un goce mortífero para adquirir otro más ligado a la pulsión de vida. En tanto lo ordenado es el goce del Otro, lo que queda censurado es el Otro goce. Goce ante el cual retrocede el neurótico en sus actos, lo que incrementa la necesidad del sujeto por satisfacerlo vía pulsional y sintomática. 

Recordemos que la angustia guía la dirección de la cura en tanto ella señaliza el lugar donde el sujeto se encuentra atrapado en una fijación gozosa pero también ilumina hacia donde se dirige el deseo, con lo cual todo acto verdadero va a implicar el pasaje por la angustia.

La culpa es un sentimiento y aparece como efecto de cierto enunciado vigente, referido a la instancia del Superyó. Es una respuesta del sujeto para taponar la falta del Otro soportada con un plus de satisfacción a pesar del sufrimiento. Esta culpabilidad es una confesión invertida de que un goce legítimo insensatamente prohibido sigue aún vigente.

En El Yo y el Ello Freud explicita los enunciados paradójicos con que el Superyó martiriza al Yo:
 
El Superyó debe su posición particular dentro del Yo, o respecto de él, a un factor que se ha de apreciar desde dos lados: primero, es la identificación inicial, ocurrida cuando el Yo era todavía endeble, y el segundo: es el heredero del complejo de Edipo y, por tanto, introdujo en el Yo los objetos más grandiosos (...)

El Yo debe servir a tres amos y sufrir la amenaza de tres peligros por parte del mundo exterior, de la libido, del Ello y de la severidad del Superyó, no podríamos precisar qué es lo que el Yo teme del peligro exterior y del peligro libidinal del Ello (6).

El niño recibe de sus progenitories las normas, la guía, las reprimendas y luego incorpora eso como una ley que no puede ser simbolizada enteramente.
Coincidimos con Freud en que la conducta del ideal del Yo de alguna manera determina la gravedad de las neurosis y que el sentimiento de culpa halla su satisfacción en la enfermedad; no quiere renunciar fácilmente al castigo de padecer; en términos lacanianos, no quiere renunciar al goce masoquista. Este doble mandamiento de ser y no ser el padre, revela el origen paterno del Superyó. Así como el Nombre del Padre liga deseo y ley, el Superyó anuda padre y pulsión, en tanto la función paterna normativa sería encauzar el deseo. Aquí el padre manda a gozar hasta morir.

Ante el jefe de la horda primitiva, los hijos se reunieron, no retrocedieron, y llevaron a cabo un acto, asesinándolo. La paradoja reside en que ese padre muerto simbolizado será el sostén del retorno de un orden. A partir de la interiorización del padre muerto un lazo social se establece, los hijos renuncian a un goce, el de la madre, y a cambio, las demás mujeres se tornarán posibles y elegibles. El amor al padre transformado en sentimiento de culpa, hace que su palabra se convierta en ley.
El Superyó como abogado del Ello es un resto vivo de padre, que por no terminar de morir, no cesa de no escribirse. No todo en el Padre es nombre, hay del padre un resto que pesa como sombría identificación al modo melancólico, "la sombra del objeto cae sobre el Yo" -y pulsa insistiendo por un goce encore-. Entonces, no todo el Padre, ése que opera antes del Edipo se deja matar.

Respecto de los dos objetos pulsionales -voz y mirada- Lacan equipara al Superyó con la pulsión invocante, en tanto resto de voz que no puede pasar al significante. Y en cuanto a la mirada, se transforma en resto perseguidor cuando no se puede articular como mancha en el espacio de lo visible.

La clínica nos enseña que no siempre el Otro -el Otro primordial- acepta al niño real, es decir al niño con su mancha, con su –ф, reserva libidinal que escapa al campo del Otro, porque el Otro muchas veces mira en el fondo del espejo al niño ideal y obtiene una imagen virtual para su propia satisfacción. Entonces ¿qué implica mirar al niño real? El Superyó es un imperativo ciego porque no ve, no puede reconocer al Yo cuando no aparece configurado como la imagen de su ideal.
Si la integración del objeto como causa de deseo no está lograda, se hace más posible que el resto se transforme en imperativo superyoico y que el Yo esté bajo su servidumbre, intentando suturar la falta del Otro sin fallas, en una posición de suficiencia absoluta.

Podemos pensar dos tiempos de la eficacia del Superyó: el tiempo de la inhibición y el síntoma y el tiempo del acto, donde se configura en una formación del inconsciente. Es en el segundo tiempo de identificación, donde no se cumple el tiempo de la faz metafórica del padre, feudo que no termina de conquistar el Yo, que no dispone de la libido necesaria para jugar con el objeto y se ofrece el todo entero en tanto desecho.
El Superyó desconoce el punto de inconsistencia de la ley, eso que Lacan llamaba "lo no comprendido". Pero es un desconocimiento que transforma a ese punto de inconsistencia en un mando insensato que no se puede dejar de obedecer, aún cuando no se pueda cumplir, porque renegó de su dimensión de ficción y apareció como algo confirmado.

Es importante ubicar la cara más cruel del Superyó  en aquellos enunciados en donde la dimensión de pedido estaba borrada, renegada, al presentarse como simple comprobación. Esto permite que quien está alienado en esos enunciados pueda preguntar quién lo dijo y qué deseo anidaba en ese decir. Novela familiar, desasimiento de la autoridad de los padres como única autoridad.
Si la eficacia de la operatoria analítica pone coto a la invasión superyoica, el sujeto podrá disponer del a como causa, previo paso por la angustia, en tanto hoja de ruta que señaliza el enclave donde el sujeto se encuentra amarrado al goce, aunque también ilumina la economía deseante.

En este sentido, "el Superyó, enraizado él mismo en el objeto invocante y escópico, utilizando la fuerza del trazo unario cuando éste se desliga de su función de señalizar el vacío, brega sin descanso para que ese mismo objeto en el que él se origina no sea pasado a la función de causa del deseo y creación" (7).

En su vano intento de obedecer, el sujeto, preso del Superyó permanece condenado al goce, alejado de su deseo, imposibilitado de sublimar y crear. El analista operará para que el Superyó pueda ser desoído, interviniendo también en la historia de los padres donde la potencia deletérea de sus propios Superyó los arrasó y complicó su función de padres, situación que no pueden sino repetir con sus hijos.

Permitamos que la clínica nos enseñe. Es el momento de una analizante que -intentando encontrar un lugar diferente para el apellido que porta, apellido teñido de ignominia social y denostado por el discurso injuriante de su madre- trata desesperadamente dejar de lado las voces superyoicas, con una mixtura de enunciados maternos asociados a lo no dicho por su padre acerca de los teneres fálicos. Podríamos sintetizarlo en una frase que la comanda: "no se debe tener", sentencia que dominó gran parte de su vida y que la llevó cual destino a abortar hijos, proyectos, bienes económicos.

En medio de una tormenta transferencial, marcada por un franco tono hostil, desafiante frente a lo que ella supone la plenitud de su analista, amenaza con interrumpir su análisis, una vez más abortando y abandonando esto que ella llama como el primer análisis que conmueve la estructura. Su cuerpo sufre y su cabeza es atormentada por la voz. Ante las maniobras del analista para intentar que la cura prosiga, se recorta una escena donde ella junto con algunos colegas se embarca en un proyecto laboral de cierta envergadura que le permitiría disfrutar de una vida económica más holgada. En dicha escena ella es ubicada como la líder del grupo. De pronto aparece la angustia, que señaliza el enclave de goce pero a su vez marca la luz del deseo, y también aparece la voz que la tortura "vos nunca vas a poder tener nada". Ella lo asocia con las dificultades de su madre para poder responsabilizarse por su función y se sorprende diciendo que como ella siempre se siente culpable de todo, no puede calcular cuándo el otro tiene su propia responsabilidad; pero esto también desdibuja su propia responsabilidad y  en consecuencia abandona y se abandona. Esta situación la lleva a una queja permanente.

Escuchemos, ahora, otra analizante, digna hija de un padre a quien su propio padre no le había donado el apellido, un doble apellido que le hubiera permitido estar ubicado en otra clase social diferente a la de su madre. Este padre había trasmitido la prescindencia casi absoluta de cualquier tener fálico. No podía tomar nada que tuviera brillo ni permitirse cierto disfrute y cierta dimensión lúdica para su vida. Todo era obligación, había que ser buen alumno, pero que eso no se notara; había que trabajar duro y honestamente, pero no se podía disfrutar de los logros laborales y/o económicos. Asimismo, tampoco se permitía las necesarias vacaciones anuales, dejando vacante su lugar, privándose y privando de su compañía a su familia que veraneaba sin él.

La analizante, después de largos años de análisis ha podido disfrutar de aquello que estaba insensatamente prohibido pero a su vez idealizado en la familia. Continúa soñando pesadillescamente con que pierde sus recursos, le arrebatan, la engañan. Sueños donde la mirada de los otros, la mirada amorosa se transforma rápidamente en un ojo ciego y en una voz acusadora. Estos tormentosos sueños no la dejan descansar tranquila y es ahí donde aún el Superyó insiste demandando obediencia debida.

Pero la diferencia aparece cuando en su vida cotidiana ella puede permitirse, como mencionaba anteriormente, disfrutar de lo aún prohibido e idealizado a la vez. Lo que aparecía como obediencia ciega y pulsional al mandato se transformó en escritura en el sueño ominoso para seguir soñando, hasta que otros sueños más ligados a la función de escritura de su deseo advengan.

Notas

(1) Freud, Sigmund, Inhibición, síntoma y angustia,  Vol. XX, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1979.

(2) Freud, Sigmund, Carta a Romain Rolland: Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis, en Obras Completas, Vol. XXII, Buenos Aires, Amorrortu, 1979.

(3) Ibid.

(4) Lacan, Jacques. Seminario XX: Aún, Clase 1; Del Goce, España, Editorial Paidós, 1981.

(5) Sigmund, Freud, Inhibición, síntoma y angustia, en Obras Completas, Vol. XX, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1979.

(6) Freud, Sigmund, Los vasallajes del Yo, en El Yo y el Ello, en Obras Completas, Volumen XIX, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1984.

(7) Ibid.

 

 

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