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Número 6 - Junio 2003
Maltrato infantil: delito, síndrome, síntoma
Aida Dinerstein

La cuestión del maltrato infantil aparece delimitada en el seno de dos estrategias discursivas. Recortada por el discurso médico, el tratamiento de esta problemática convoca ineludiblemente lo jurídico aun cuando el problema a tratar haya sufrido un desplazamiento del campo de lo delictivo configurándose en enfermedad o conflicto. Y esto por la necesidad -lógica- de proteger y asistir a la víctima.

Una -la nuestra- concepción de la legalidad del orden biológico y el cuerpo de la ley se ponen en funcionamiento en prácticas y tecnologías sociales que constituyen lo que el trabajo de Foucault definiera como biopolítica. Y en estas prácticas y tecnologías dos nociones se entrecruzan relevándose como determinantes: el cuerpo y la ley.

Tanto el discurso médico como el jurídico vehiculizan la forma en que se piensa y regula lo que es del orden de la vida así como la manera en que se ejercita el poder revelando que no se trata sólo de discurso o, en todo caso, que hablar de estrategias discursivas supone que se ponen en juego alianzas y operaciones efectivas que arrojan resultados con cierto grado de eficacia en la dimensión de lo real.

Es en la tensión de la lucha política (preparada desde algunos siglos antes pero que se puede fechar como delimitándose con más precisión a partir de mediados del siglo XIX) entre los partidarios de defender los intereses de la familia y aquellos que privilegian los intereses de la sociedad -o su representante, el Estado-, que se encuentra el terreno propicio para que esta entidad denominada "maltrato infantil" cobre forma.

Claro está que este proceso no se da sin una modificación del imaginario social en que las representaciones de la familia, de la infancia, del cuerpo, de la sexualidad, así como las representaciones que los sujetos se hacen del poder se van transformando hasta tomar las formas que en la actualidad nos parecen naturales. Construcción de representaciones respecto de la cual el psicoanálisis no es ajeno. Tanto en el sentido de que la construcción de algunos de sus postulados teóricos se ha nutrido, a veces imperceptiblemente, de representaciones sociales vigentes, como en el sentido complementario de su participación -en tanto discurso aceptado y difundido- en la consolidación de esas mismas representaciones en lo referido al orden familiar y social.

Sin desdecirnos de lo anterior, pensamos, no obstante, que el discurso del psicoanálisis puede proveer algunas herramientas para el análisis de esas mismas representaciones cristalizadas. Por lo pronto, y en una operación que no es sin retrabajar los propios términos de su teoría, orientarse en el sentido de un descompletamiento de los universos discursivos del saber positivo –tanto médico como jurídico- así como de cuestion amiento y desnaturalización de representaciones que se presentan cerradas en su transparencia.

A la luz de algunos de los descubrimientos que su clínica ha hecho posibles, se puede esperar del psicoanálisis que aporte, no solo argumentos sino, y sobre todo, una específica forma lógica de operar con lo que se presenta. En esta lógica, la noción de síntoma es nodal. Y con el síntoma, habrá que repensar lo relativo al lazo social, a las relaciones de poder, así como lo relativo al cuerpo y la ley.

No se trata de desconocer, y mucho menos de destituir, la pertinencia y necesariedad tanto del discurso médico como del jurídico. Se trata de dar lugar a lo que no es la persona ni el individuo sino el sujeto del inconsciente, a lo que no es el cuerpo biológico sino el sexualizado y deseante, a lo que no es la ley jurídica sino la del deseo y la castración, solidaria de la ley del lenguaje.

 

El maltrato a los niños ha existido siempre. Pero es recién a mediados del siglo XX cuando la categoría "maltrato infantil" es recortada por el saber médico y a partir de allí reconocida por la opinión pública. Un largo proceso va preparando el terreno para que a mitad del siglo pasado el maltrato infantil fuera "descubierto".

Las investigaciones históricas de Philippe Ariés demuestran que incluso el infanticidio era relativamente bien tolerado hasta fines del siglo XVII. Es el siglo XVIII el que inaugura un cambio en la concepción de la infancia que va de la mano de una revalorización de las funciones de la educación, de la promoción de la medicina doméstica para la burguesía así como de la filantropía como forma en que la sociedad (los sectores detentadores del poder y el control social) se garantiza el menor costo en la reproducción de la fuerza de trabajo en lo relativo a las clases populares. Son las necesidades propias del desarrollo capitalista las que van a dar explicación de estas profundas modificaciones así como de que la familia moderna se constituya quedando a su cargo una tarea de importancia fundamental: la conservación de los hijos. Los niños deben ser protegidos y educados y es la concepción generalmente aceptada de que el niño debía ser disciplinado lo que explica la relativa tolerancia de malos tratos hacia ellos. La familia burguesa tanto como la escuela justifican ciertas prácticas en la necesidad de educar al niño protegiéndolo de tentaciones y malas influencias. Para las clases pobres la lógica disciplinaria es la misma. Pero la naturaleza de las operaciones es otra. No se trata ya de proteger o de evitar riesgos innecesarios como a los hijos de las familias acomodadas. Los hospicios, instituciones que se crean para acoger a los niños de familias pobres que, o los han abandonado o el Estado considera que esas familias no están en condiciones de educarlos, tienen una clara función de vigilancia. Se trata de frenar libertades, de controlar a los hijos de uniones ilegítimas, de evitar el vagabundeo de los niños. Se trata de tomar recaudos y prevenciones en relación a "delincuentes potenciales".

El siglo XIX asiste a una extensión de los valores que se vienen gestando desde el siglo anterior produciéndose una reorganización de las relaciones familia/Estado. Es en este siglo que en Europa, así como en los Estados Unidos, se extiende la idea del control médico sobre la crianza de los hijos ya no sólo para las familias burguesas sino también para las familias populares en tanto la escuela -y el acceso a la educación para amplios sectores de la sociedad- empieza a percibirse como una posible institución de control y transmisión de los valores dominantes. Es en este siglo que surgen las primeras sociedades de protección a la infancia.

No obstante, diferentes investigaciones coinciden en destacar que el sentido de la mayor parte de estas asociaciones, de las instituciones que fundaron así como de la legislación que las regulaba estaba regido por la idea de que el Estado debía intervenir para defender a quienes no podían hacerlo por sí mismos y esto en beneficio de ambos: el niño y la sociedad. Y que la remoción del niño de su familia y el alojamiento de éste en una institución estaba inspirado no tanto en un espíritu de protección a la niñez sino en conceptos de criminología preventiva. Se trataba de evitar que el niño pobre se encaminara hacia la delincuencia lo que, se suponía, su familia no podía asegurar, imposibilitada de trasmitir y garantizar el cumplimiento de los ideales dominantes. Lo que hoy consideraríamos como formas de maltrato (ciertos modos de trato, ya como enseñanza, ya como castigo, practicados en estas instituciones) no provocaba ninguna real reacción en contra, siempre en el entendimiento de su justificación como formando parte de un disciplinamiento preventivo. Para el poder, sin embargo, muchas de las costumbres y los modos de vida de las clases pobres eran visualizadas como formas de maltrato hacia las nuevas generaciones al considerarlas germen y origen de actuales (vagabundear por la calle, por ejemplo) y futuros actos delictivos.

En los comienzos del siglo XX surgen en Estados Unidos las primeras cortes juveniles que inspiraron sus reformas humanitarias en el objetivo de salvar a la sociedad de futuros delincuentes. Pensando que la conducta impropia e irresponsable se originaba en las maldades intrínsecas de la pobreza y de la vida urbana se propició la separación de los niños de su familia y su internación en instituciones en los que aprenderían orden, regularidad y obediencia. Siendo sobre los niños, no sobre los adultos crueles o abusivos, sobre los que recayó, predominantemente, el peso de esta cruzada moral.

Como se desprende de lo que antecede las primeras representaciones sociales del maltrato como tal en relación a la infancia surgen en relación al universo semántico de lo delictivo.

Una transformación en la configuración de las representaciones y un cambio en la preeminencia de determinados discursos articulados a un reordenamiento de ciertas prácticas y de las fuerzas sociales en conflicto va a ir produciendo un desplazamiento del tema del maltrato desde este contexto semántico en el que predominan las figuras del crimen y el delito hacia el universo semántico de la enfermedad. Y de esta forma nacerá el "síndrome de maltrato infantil" y las entidades asociadas "abuso físico del niño" y "abuso sexual del niño".

La emergencia de nuevas profesiones, como la de los trabajadores sociales, así como el desarrollo de la psicología infantil influyeron en un cambio de perspectiva. Ahora el énfasis comenzaba a orientarse en el sentido de la unidad de la familia y de su protección. Y es en este punto en que ciertas concepciones inspiradas en el psicoanálisis hacen su aporte. Al insistir en la importancia de la familia y de los primeros años de vida el psicoanálisis colabora en los cambios que se producen en cuanto al valor de lo familiar. Habiendo caído en descrédito los antiguos y externos poderes de la familia (el poder sobre los hijos, las alianzas convenientes, la importancia de la buena reputación) éstos son sustituídos por sus poderes internos (su importancia como lugar de aprendizaje de formas de relación, su influencia en el desarrollo de las personas). Los niños empiezan a ser tomados en cuenta como individuos.

La primera mitad del siglo pasado se caracteriza por una creciente preocupación por el bienestar infantil. No obstante, hubo que esperar hasta los años cincuenta, para que el maltrato infantil tomara estatuto de problemática social así como para que se movilizaran recursos legales y jurídicos contra él.

Stephen Pfohl, en su trabajo "El ‘descubrimiento’ del abuso infantil" aporta datos interesantes en relación a cómo se llegó a la construcción de esta entidad y qué intereses colaboraron en su producción. Según sus investigaciones fueron los radiólogos pediatras los responsables de este "descubrimiento". Y ello por razones de diferente índole: por un lado, ciertos prejuicios propios de la ideología médica explicarían que fueran los radiólogos y no los pediatras clínicos los que se autorizaron a diagnosticar el abuso; por otro, el hecho de que éstos estuvieran menos constreñidos por la exigencia de confidencialidad respecto de sus pacientes y entonces menos temerosos de acciones en su contra por violación del secreto profesional; por último, intereses corporativos propios de este sector médico también hicieron su aporte.

Lo que se ha descubierto no es una conducta ordinaria sino "un síndrome".

La transferencia de la cuestión del maltrato hacia el campo de la enfermedad se ha consumado.

 

"...el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar en él su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. ‘Homo homini lupus’: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia , osaría poner en entredicho tal apotegma?" (Freud, "El malestar en la cultura")

Cita de Freud que reclama un nuevo desplazamiento en el tratamiento de la cuestión. Dado que ni la historia de la humanidad ni la clínica psicoanalítica permiten desmentir esta verdad enunciada en las palabras freudianas.

El malestar en la cultura es un hecho de estructura y esto por la razón de que el hombre es un ser que habla. De lo que se desprende que la existencia de cada uno así como la existencia de las sociedades se despliega en la intersección de dos dimensiones: la del lazo que la palabra instituye y la de la violencia de lo que la palabra no consigue domeñar. Dada esta condición de estructura, los individuos así como las sociedades inventan soluciones transaccionales, con mayor o menor éxito en cuanto al primado de la palabra por sobre la violencia. Las diferentes formas en que se estructura un sujeto (neurosis, perversión, psicosis) son las soluciones de cada quien; las distintas formas de organización política e institucional son las respuestas dadas a nivel de lo colectivo. Dimensiones, éstas, la de lo individual y lo colectivo que no dejan de entrecruzarse, intersectarse, adecuándose a veces entre ellas, repeliéndose otras veces una a otra.

Las formas que toma el malestar así como las soluciones que se inventan son epocales. Tanto para lo que es del orden de la historia de la humanidad como para los sujetos considerados en su singularidad.

En el trabajo de Stephen Pfohl anteriormente citado leemos que no hay investigaciones que demuestren un efectivo aumento del maltrato infantil en la época en que este síndrome cobra entidad.

Sin embargo, ¿Cómo pensar el maltrato infantil hoy? ¿Podríamos considerarlo un síntoma del malestar social contemporáneo?

En nuestros países cada vez más empobrecidos y en los comienzos del siglo XXI constatamos la cada vez mayor frecuencia de informes sobre secuestro y tráfico de niños, explotación de los mismos para el trabajo o la prostitución o para el comercio de órganos. Exponer a los niños a las consecuencias irreversibles de la desnutrición, excluirlos de los beneficios del acceso a la educación y a la salud, condenarlos a la mendicidad y la delincuencia son formas también del maltrato que un proyecto político y social ejerce sobre ellos. Por un lado se suscribe la Convención sobre los Derechos del Niño; por el otro la ley del mercado se impone reinventando nuevas figuras de una lógica segregacionista y xenófoba.

Esto, a nivel de lo colectivo. ¿Y en la esfera de la vida privada? Hoy asistimos a un aumento considerable de consultas por maltrato infantil en sus diferentes formas, desde los golpes físicos hasta el abuso sexual. ¿Que hayan aumentado las consultas indica que ha habido un aumento efectivo de este tipo de desviaciones de lo que la norma considera buen trato y respeto de los derechos del niño? No sabríamos decirlo. Sobre lo que sí nos interesa llamar la atención es sobre el hecho de que es el mismo Otro social que impone un modo de lazo segregacionista, el que, en "otra escena", recupera lo que él mismo favorece, reconociéndolo, esta vez, como enfermedad o problema. Lo que abonaría la idea de abordar el maltrato infantil como un síntoma del malestar social actual.

De todos modos, las visicitudes de la historia singular de cada sujeto, con nombre y apellido, no se reducen a sus determinaciones sociales.

Es cierto que el modo de lazo social que el Otro de nuestra época impone, habida cuenta del desprestigio de la función pacificante del amor y de la palabra en tanto pacto, se ve degradado en el sentido de propiciar, a nivel de los sujetos, un goce mortífero, donde priva, no ya el reconocimiento del otro como semejante, sino su destrucción en tanto prójimo.

El otro en que como ser humano reconozco a mi semejante también presentifica lo radicalmente inasimilable de su ser otro. El punto en que el otro se vuelve prójimo, extrañamente familiar, familiarmente extraño y amenazante. Irrupción violenta de la otredad.

A este respecto, el niño tiene un lugar particularizado. Por una parte, en la versión freudiana idealizante de "his majesty the baby" se constituye en modelo para el narcisismo. Por otro lado, la disimetría -imaginaria y real- del niño respecto del adulto posibilita que éste ubique al niño como una figura privilegiada en tanto detentadora de un goce cerrado e incomprensible. Figura de lo siniestro, de lo extraño y demoníaco, haciendo serie desde esta perspectiva con las figuras de la mujer, el judío, ahora el musulmán. Tentando a aquél que, en la disimetría de una relación de poder, detenta el lugar de dominio. Tentándolo a apropiarse, bajo la forma del sometimiento, del abuso, de la humillación, la tortura o la muerte, de un goce que se le muestra enigmático.

No habrá que engañarse en el sentido de suponer que estos intentos de apropiación siempre resultan efecto del odio o la crueldad en estado puro. Como ya lo señalara el poeta, las buenas intenciones bien pueden hacer el camino hacia el infierno. Pascual Quignard, en su libro "El sexo y el espanto", escribe: "... un efecto de esa búsqueda animal de una violencia fascinadora cuyo espanto desembocaría en la obediencia de la víctima, o al menos la sumiría de nuevo en comportamientos infantiles, catalépticos, pasivos, subyugados." Y continúa con una frase, lúcida, que me importa remarcar: "Nunca se advierte con bastante claridad el fondo sádico de la ternura." Para agregar: "Uno de los participantes es remitido a una situación intra-uterina donde penetra por efracción el participante activo. Pero para gozar, el que goza se ve forzado él también a alcanzar la pasividad."

Esta cita merece varios comentarios. En primer lugar, cabe destacar que todo vínculo, aun el tierno o amoroso, presentifica cierta dimensión de violencia. Para el niño, responder acomodándose a la posición agalmática que ocupa para el deseo del Otro, constituirse como ideal, satisfaciéndose como niño en la posición de ser amado, supone el sacrificio, en términos de desconocimiento, de ese punto extraño, ajeno al campo del ideal. Ese punto (que el psicoanálisis conceptualiza como del orden del objeto y relativo a la dimensión de lo real) que lo constituye en un prójimo para el Otro no dejará de plantearle exigencias, a las que deberá dar satisfacción para convertirse a su vez en deseante. Posición incómoda para los dos partenaires de esta relación amo-esclavo: si el niño se acomoda a esta solicitación del Otro es al precio de sacrificar su posición de sujeto. Pero el Otro, amo de la situación, también revela la dependencia que le concierne. El objeto agalmático no deja de herirlo, dividirlo, causándole una hendidura en su posición de dominio. Todo intento de reapropiación de este otro, de supresión de esta dimensión radicalmente inasimilable del otro que se le sustrae, lo deja a él mismo en posición pasivizada. Su propia posición de sujeto también está comprometida. Ya que la posibilidad de singularizarse como sujeto no está desligada, tampoco para él, de la posición que asuma respecto de lo radicalmente otro, extraño e inasimilable.

Es la función normativizante del Nombre-del-Padre la que posibilitará introducir una legalidad simbólica en la violencia de las relaciones, allí donde los diques a la pulsión -del pudor, de la piedad- pueden verse arrasados. Asimismo, esta función posibilitará que el cuerpo quede marcado como cuerpo deseante. La función mediadora del amor, la pacificación de lo simbólico regido por la ley de la castración es lo que permitirá introducir algun orden de medida y regulación. Pacificación lograda, ciertamente, al precio de la producción sintomática. Pero un largo y trabajoso camino así como una enorme diferencia separan la posibilidad de sintomatizar de las encerronas subjetivas que implica quedar sujetado en posición pasivizada, de objeto para el deseo, o peor, el goce del Otro.

Importa deducir algunas consecuencias clínicas de lo que antecede. En primer lugar, advertir que, además de los, ahora, reconocibles casos de "maltrato infantil" bajo la modalidad del abuso físico o sexual, habrá que tomar nota de lo que denominaremos "maltrato mental". Más imperceptible, más sutil, buena parte de las veces ejercido en nombre de hacer el bien, de suponer saber lo que es bueno para el otro. Por otra parte, y en lo que atañe a la intervención psicoanalítica, me parece necesario considerarla no como complementaria a la intervención médica o jurídica, imprescindibles en buena parte de estos casos, sino como otra, diferente, apuntando en otra dirección: la dirección de la sintomatización y la singularización.

Notas

*Este trabajo fue publicado en Actualidad Psicológica, AÑO XXVII, Nº 299, Julio 2002.

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