Volver a la página principal
Número 7 - Abril 2004
A través del reino de la desolación
Sobre algunos fenómenos contratransferenciales en el
acompañamiento tanatológico a un chico de trece años
Eduardo González-Campos

Sin una palabra cargada de la promesa que hace vivir,
nacer será un suicidio donde la vida y la muerte se confunden en el horror.
Denis Vasse, El peso de lo real.

Este trabajo nace de una práctica clínica que me sigo preguntando si es posible. Nace de un manojo de experiencias difíciles alrededor de un espacio que hemos dado en llamar «acompañamiento tanatológico». Este trabajo, al igual que esa práctica que le origina, nace de una sola pregunta: desde el dispositivo clínico, ¿puede hacerse algo con ese que se muere mientras que siga vivo?

En cierto sentido, esa pregunta se me ha vuelto una apuesta, con todos los riesgos y las vicisitudes que las apuestas entrañan. Y en su carácter de apuesta, este posicionamiento genera más dudas que respuestas, ofreciendo el mayor número de puntos de arranque para las reflexión.

Así las cosas, en este trabajo quisiera compartir con ustedes algunas de las reflexiones que una de dichas experiencias ha despertado en mi incipiente práctica clínica: el acompañamiento tanatológico a un chico de trece años a través de los últimos 8 meses de su enfrentamiento con la leucemia y finalmente el encuentro con su muerte. Quiero remarcar que no pretendo formular conclusión alguna... apuntaré cuestionamientos que debo dejar abiertos, amarrando aquí y allá algunas propuestas que he podido ir elaborando a lo largo del tiempo y en diversos espacios: en la práctica misma, generalmente a posteriori; en los privilegiados espacios de mi análisis personal y de la supervisión grupal; en el intercambio de opiniones con profesionales que admiro y respeto.

Deberé abandonar toda ambición de mostrar siquiera un bosquejo breve de los numerosos pasajes y los diversos fenómenos que se suceden en una experiencia semejante. Me enfocaré, pues, solamente a girar alrededor de un pasaje central que me parece tiene lugar en la experiencia contratransferencial en este y otros encuentros similares: aquel que va desde la omnipotencia hasta la impotencia, desde la negación hasta la desesperación, y que nos conduce a través del campo de la desolación, inmerso en el reinado de la muerte.

Un encuentro. Al entrar en aquel aislado del hospital donde colaboraba como parte de mi formación en psicología clínica, me encontré con un chico muy delgado, de tez morena, ojos vivaces y expresivos, tan negros como su cabello. Sabía que tenía trece años. Sabía que padecía leucemia. Sentado en una silla, miraba al piso con la cabeza gacha, vestido como para irse. Le saludé e hice alguna referencia acerca de que se marcharía. Por un instante me miró, y noté que algo andaba mal, se le veían los ojos tristes, a la vez que furiosos. Su madre me explicó: le habían prometido darle el alta esa mañana, pero ahora el médico había decidido darle un ciclo más de quimioterapia, suspendiendo su salida.

Si creyera en las casualidades, diría que mi encuentro con Esteban fue casual. Es decir, quizás yo hubiera llegado a buscar a un chico que ya no estaba, como otras veces había sucedido. Por otro lado, las condiciones de mi estancia en el hospital, las razones institucionales de mi visita a Esteban eran tales que en ese momento podría haberme disculpado, argumentando un error, y luego haberme dado la vuelta.

No lo hice. La madre de Esteban aprovecha mi estancia para poder salir, diciendo que debe arreglar "algunas cosas del alta" (sic). Nos quedamos solos, yo intentando inútilmente iniciar una conversación, él sin siquiera mirarme, sólo de vez en vez murmurando un "sí" ó un "no". Yo creía, ó mejor, sentía que no podía simplemente marcharme, dejando a ese chico tan abatido, tan solo. A punto de desistir, una enfermera entró en el cuarto y le dijo que debía canalizarlo en la vena. Esteban se había negado a cambiarse de ropa, pero se sentó en la cama y cedió el brazo, a regañadientes. La tensión del chico podía respirarse en el cuarto. Yo me sentía muy incómodo, pero no sabía exactamente porqué. Un primer intento resultó fallido, la enfermera culpó a Esteban por no relajarse. Uno más, otro, hasta contar cinco en un brazo. Yo miraba, sin decir nada, pero sin salirme. Ella me volvió a preguntar quién era. Al responderle, me espetó que porqué no le decía algo al chico para que este se relajara y ella lo pudiera canalizar. No recuerdo que respondí, pero me negué a decirle nada al chico, sintiéndome aún más incómodo. La verdad es que Esteban ni siquiera me miraba, y yo ya me había hecho el reproche de la enfermera desde el tercer pinchazo. Se suponía que algo debía yo ser capaz de hacer, pero no se me ocurría nada que siquiera valiera la pena decir. Ella intentó dos veces más en el otro brazo, sin mejores resultados. Se retiró consternada, prometiendo volver después, no sin antes recomendarme que tratara de hablar con el chico para calmarlo. Yo había permanecido en silencio, testigo mudo e incómodo del dolor y de la desesperación de Esteban, de la enfermera y de mí mismo.

Después de unos momentos de silencio, empecé a conversar con Esteban de cualquier cosa. Poco después, estabamos en medio de un charla acerca del pueblo rural de donde provenía. Con bastante torpeza, logré colar el tema de lo enojado que estaba por tener que quedarse más tiempo en el hospital, y de algunas experiencias poco gratas de la hos-pitalización. Poco después entró la enfermera, acompañada de la jefe de piso y esta vez la canalización resultó, supervisada y al primer pinchazo. Esteban se cambió, su madre regresó y yo prometí volver más tarde. Salí del cuarto confundido. Sentía y pensaba muchas cosas, pero recuerdo vivamente una: la sensación de que algo había quedado atado entre ambos. No podía pensar exactamente qué.

He pensado muchas veces qué fue lo que sucedió en ese primer encuentro entre Esteban y yo. Durante los poco más de cincuenta encuentros que sostuvimos en ocho meses, lo reflexioné varias veces. Después, lo he pensado aún más. ¿Qué fue exactamente lo que me hizo quedarme ahí, durante tan largo rato, pese a sentirme tan incómodo? ¿Qué fue lo que me hizo regresar más tarde y al día siguiente? ¿Qué fue lo que provocó que él acogiera mis visitas de la forma en que lo hizo?

Sabemos que el lugar de la muerte es el "lugar del desconocimiento, de la falta, de la finitud"3, que "sobre la experiencia de la muerte no hay registro posible (ya que no hay retorno) [y que] precisamente porque no hay representación, es causa de las representaciones más diversas"4. El yo nada quiere saber de la muerte, y mucho menos de su muerte, o de la ignorancia que lo sostiene. La muerte y el morir aparecen como aquel fantasma y aquella falta que siguen torturando los ideales narcisistas del sujeto, dimensión última de la castración. La enfermedad que amenaza la vida, fuerza intempestivamente - de manera a veces sorpresiva, pero siempre brutal - a encararse con el abismo que bordea la alteridad, la Otredad. "El cuerpo, una vez seriamente alcanzado en su vulnerabilidad, fuerza al psiquismo a conducirse dentro de un registro otro."5 La vivencia es de amenaza, las fantasías primarias se desatan, y "el yo recibe un cinbronazo que lo enfrenta a su condi ción perecedera"6, se atraviesan diversas experiencias de ruptura respecto de los ideales yoicos, no importa cuan niño ó viejo uno sea. La imago de un cuerpo sano, los proyectos identificatorios, de un futuro por venir, de batallas grandiosas por triunfar, de promesas y mandatos por cumplir, del espejismo de una libertad por ejercer y opciones por tomar se resquebrajan. El campo de batalla empieza a jugarse dentro de la piel, del cuerpo, con todos sus valores simbólicos e imaginarios. En el sujeto, "adulto ó niño, surge una contradicción que aumenta su desasosiego: no encuentra desde lo simbólico una representación de su propia muerte, pero desde lo real del organismo esta se hace presente."7 Andando por aquellos lugares me encontré a Esteban.

La muerte del otro remite tangencialmente a la propia, nos dice Alizade8. Es «con el otro allí muerto» ó con el otro amenazado con quien «hago la muerte». Se roza lo impensable, lo innombrable, y uno aprehende que también uno morirá. Y ante esta representación inconcebible, "la fuerza vivencial lleva a extremar mecanismos defensivos" (p. 34). El cuerpo agredido del otro, las múltiples y variadas regresiones y escisiones que el aparato psíquico del enfermo se ve obligado a realizar durante las ofensivas que se ciernen torno de él, el dolor y la angustia se vuelcan sobre quienes están junto a él, en calidad de ofensas narcisitas9 y patentizando aque llas «marcas de ser mortal»10.

Ante la muerte del otro, ó su fantasma, el propio yo despliega una serie de mecanismos defensivos, ora más primitivos, ora menos. Uno no sólo se defiende ante la perspectiva de perder un objeto libidinizado, no se trata de meros "duelos anticipatorios", como algunos autores han señalado. De raíz, uno se rebela ante la emergencia del pavoroso fantasma de la propia muerte, de esas «marcas de ser mortal» que le tiñen a uno la historia. Inconscientemente, el yo arma bastiones que recrean su inmortalidad desde sus raíces inconscientes11. Para algunos, no bastan la huida, la negación, la intelectualización, la ideali zación... Surge la renegación que se empeña en rechazar esa dimensión mortal que conlleva el ingreso al registro de "lo humano", de "lo sexuado", de lo "simbólico"12. La omnipotencia se juega en la ilusión de poder "hacer algo contra la muerte". Llevada a ciertos límites, exige desesperadamente tratar de salvar al otro que se muere, como tributo y prueba de que uno puede detener la trágica suerte del ser. Ahí me encontraba yo cuando me topé con Esteban. En retrospectiva, creo que ahí mismo me encontré siempre que me paraba frente a un «sujeto ante su muerte», y creo poder identificar ese mismo punto de arranque en otros compañeros que colaboraban conmigo, protagonizando otros encuentros similares, ora adoptando una forma, ora otra. Me pregunto si es la suerte de todos los que nos sumergimos en este tipo de clínica, ó si incluso signa a toda clínica. Me pregunto si esa omnipotencia se asoma siempre que se pone en marcha el juego del deseo. Confieso que no c onozco la respuesta...

El reino de la omnipotencia: Una respuesta ante la desolación. Evidentemente, en el momento en que se dio el encuentro con Esteban no lograba yo identificar todos estos mecanismos defensivos. Ni en ese momento ni después, durante varios meses en que una compañera13 y yo intentábamos crear un espacio de intervención, yo con Esteban, ella con su madre.

Conocer un poco acerca de los antecedentes de Esteban tampoco nos ayudó de principio a lograr una escucha distinta de lo que este chico tuviera que decir acerca de sí y de su historia, quizás en un texto terrible, pero «apropiado» en el doble sentido de "hecho propio" y "correspondiente". La suya era, efectivamente, una historia terrible, signada por la pérdida y por la muerte. Era el segundo de 5 hijos, originarios de una zona agrícola, con una condición económica muy mala. El padre había sido asesinado por oscuros motivos cuando Esteban tenía unos 7 años. La familia vivía con los abuelos paternos. Después sabríamos que los tíos paternos maltrataban frecuentemente a los chicos. La muerte misteriosa y el abandono del padre, el afecto más bien impotente del abuelo y la agresión venida de los tíos marcarían una impronta en las relaciones que Esteban mantenía con las figuras masculinas. En estas sombrías condiciones, Esteban se constituía como una luz de esperanza para la familia. El chico era bastante brillante y, pese a las evidentes complicaciones de su vida, había conseguido logros académicos que le llevaron a una beca en un internado para chicos con alto desempeño en la capital de su estado. Por un corto tiempo la familia sueña con que el chico en un futuro los salve de la pobreza y la desventura. No obstante, al poco tiempo, empiezan los primeros signos de la enfermedad. El médico que le ve en el internado yerra el diagnóstico y se le empieza a tratar con medicamentos equivocados. Esteban se resiste a que avisen a su familia. Al ponerse muy grave la madre es llamada y el médico le advierte que sería mejor que Esteban se quede en el internado "porque se va a morir de todas formas". Al momento de nuestro encuentro, Esteban contaba ya con dos recaídas de la enfermedad.

Frente a esta trágica historia, con un pronóstico tan sombrío, mi compañera y yo nos aferrábamos a conseguirle una oportunidad al chico, como si de nuestros esfuerzos dependiera. Yo me empeñaba en convencer al chico a que comiera, ella trataba de involucrar más a la madre en el tratamiento, ambos coqueteábamos con proponerle programas conductuales que le ayudaran a que tomara sus medicamentos, le urgíamos que no faltara a las aplicaciones de quimioterapia, y la lista sigue. Ahí estábamos cuando Esteban empezó a insistir en querer abandonar el tratamiento "y marcharse de la ciudad ", para regresar a lo que nos parecía una versión idealizada del internado. Después de una sesión de ejercicios de imaginación guiada para ayudarle a relajarse durante las aplicaciones de quimioterapia, me comenta que en el albergue donde se hospedan lo han inscrito a una escuela, para que siga estudiando.

Estaba yo tan preocupado por salvarle, que no me importaba hacerlo pese a él, mucho menos escuchar lo que tuviera que decir, la manera en que podría apropiarse de su final.

Semanas después, parecía que la madre de Esteban tendría que viajar a X y quedarse allá cerca de un mes, en un momento en que interrumpir el tratamiento equivaldría a una nueva recaída. Al escuchar la situación de labios de Esteban, un pensamiento cruzó mi mente: "Si de eso depende, yo lo arreglo..." El comprometerme a cuidar de él mientras su madre iba a su estado natal no fue necesario, pero este hecho me preocupó y me llevó a preguntarme qué despertaba este chico en mí como para haber pensado, aunque fuese un segundo, en la posibilidad de cruzar la línea de nuestro vínculo. Después de largas discusiones conmigo mismo, en mi espacio analítico, en el espacio de supervisión y con mi compañera - arduas batallas todas - pude ir vislumbrando la gama de fantasías que hasta el momento abonaban mis intervenciones. Poco a poco pude ir desentrañando la maraña de reacciones que me implicaban como sujeto, la cuota de goce que se jugaba en esos intentos por salvarle, por salvarme, de la muerte y de su historia, así como el juego de proyecciones e introyecciones en los que se jugaban su desesperación y desolación con mi omnipotencia e impotencia. Todavía tardaría mucho en lograr escucharle desde ese otro lugar que implica el «acompañar al otro a hacer su muerte».

De cualquier manera, sigo preguntándome qué en nuestros encuentros permitía que Esteban siguiera tratando de hacerme llegar su mensaje, la particular escritura en que plasmaba su lento viaje hacia la muerte. Sin poder dar respuesta del todo, supongo que había alguna parte en mí que se interesaba por escucharle. De cualquier forma, "toda muerte reclama su espacio necesario."14 Por otra parte, existía un deseo por parte nuestra de que Esteban viviera, deseo que acaso sirviera de sostén para dichos encuentros. Mannoni nos recuerda que "el problema del deseo es algo que el hombre tiene que situar, encontrar, a lo largo de toda su vida, y con gran frecuencia a sus expensas. El sujeto, intenta reconstruirse en una demanda elevada al Otro. Busca en el Otro una suerte de garantía que le permita situarse y nombrarse. Arrastrado por el interrogante de lo que es, el sujeto, a nivel del fantasma, al término de su interrogación, se encuentra como corte."15 Con Alizade me pregunto "qué deseo puede conjugarse con el saberse mortal desde la carne herida en las horas de la muerte."16

Del silencio y la palabra en el receptáculo de la muerte: Convocatoria a que alguien escuche. Han pasado ya varios meses desde nuestro primer encuentro. Lenta y dolorosamente, se han producido pasajes en nuestra relación. Hace ya un buen tiempo que hemos abandonado las tácticas desesperadas por convencerle de nada, sustituyéndolas por diversas actividades en que privilegiamos el decir de Esteban: dibujos, charlas, juegos que él propone, hasta juegos de palabras... Nos hemos ceñido más a la realidad incapacitante de su enfermedad y las sesiones las hemos trasladado casi todas al albergue, ya que con harta frecuencia el chico se siente demasiado descompuesto como para asistir al hospital. Cuando estamos juntos, en el albergue, se le ve relajado y contenido. Esta escucha nos demanda mayores cuidados: en cada sesión me dice algo que no entiendo del todo, pero voy aprendiendo a reflexionar en diversos espacios acerca de todo eso y de alguna forma retomarlo en alguno de los siguientes encuentros.

En estos tiempos, Esteban es internado otra vez, pues se sospecha la tercera recaída. En caso de que se confirme, sus esperanzas de una recuperación a largo plazo son casi nulas. Él lo sabe, yo también. Sabiendo que le gustan los rompecabezas, le he llevado uno a su habitación y se lo he dejado para que lo arme. Al día siguiente, vuelvo a visitarle y lo encuentro muy deprimido, armando desganadamente el juego. Se encuentra solo; de pronto, se me queda viendo y me pide que arme el rompecabezas. Hay algo en mí que se resiste siquiera a intentarlo, y me excuso diciéndole que no me gustan los rompecabezas, que "nunca logro dar una" y de pronto me hallo diciéndole "que admiro la manera en que él sí es capaz de hacerlo tan bien". Me retiro confundido, sintiéndome muy triste y desesperanzado. Estando con él, apenas podía esperar a marcharme; ahora camino a otro lado y me descubro temeroso de irme. Voy comentándole la sesión a mi compañera, y de pronto creo entender algo que había sido dicho y que yo no había aprehendido. En supervisión afinaría la idea: lo que Esteban me pedía no era armar un rompecabezas, sino ayudarle a dar sentido a ese momento que le rompe la cabeza, el corazón y las ilusiones. Lo que me pide es que le diga cómo enfrentarse a la muerte. Sesiones más tarde, comentaríamos el asunto.

Mannoni nos recuerda que "en toda enfermedad grave el deseo de vivir interviene y procura imponerse donde la muerte está, por otra parte, ejerciéndose"17. Así, en vez de fundar en los días de esta "vida aún", una ofrenda para la muerte18, el sujeto aspira a robarle cada segundo de vida a la vida, ahora hermanada con la muerte. Eros se aferra y es coronada en un reino por caer. Constituye la muerte erótica de Alizade.19 La palabra juega aquí un papel inaudito, sin duda. Es llamada a dar cuenta de lo que es imposible de decir-se, con la esperanza de que algo de otro orden se produzca.

En los avatares de la identificación. Me encuentro a Esteban sólo, esperando que le administren la quimioterapia intratecal; su madre está hablando con los médicos. Está muy nervioso y cuando lo llaman, me mira suplicante. Me llama y pide que le tome de las manos fuertemente mientras le aplican la quimioterapia. Es un momento muy difícil, y pocas veces me había sentido tan cercano a alguien, vinculado por sensaciones tan desagradables: dolor y miedo.

Al tiempo, ante un empeoramiento de la salud de Esteban, tengo un inquietante sueño. Si bien no lo sueño a él, sueño que estoy en el hospital buscando a algún médico "para que me haga unos estudios" y, entre otras muchas cosas, de pronto alguien me comenta que "mi cabello ha perdido brillo". Cabe añadir que en ese momento Esteban había vuelto a empezar a perder el cabello (que había comenzado a crecerle después de mucho tiempo), lo que le preocupaba en suma.

Las identificaciones y las proyecciones adoptan proporciones masivas conforme la muer-te acecha. Por un lado, uno comienza a "prestar como sostén" porciones más amplias del propio yo al enfermo. Uno se encierra en comunicaciones intensas y cifradas, permitiendo que el espacio vincular sirva de escenario para algunas de las producciones creativas, venidas de las múltiples escisiones y procesos de duelo del sujeto20, y salvaguarda sus promesas de sobrevida simbólica21. Por otro lado asistimos al inicio de la «desneutralización de la pulsión de muerte», en la que las cargas libidinales comienzan a sustraerse de la pulsión de muerte y se activan defusionadas22. Si en el inicio tendemos a proyectar en el «por morir» nuestras propias pulsiones de muerte y destructividad, el retorno de semejantes pulsiones, vía la reintroyección, no será sin coste.

Al borde de lo imposible. A veces, al comentar mi implicación en este tipo de intervenciones, una respuesta frecuente consiste en la afirmación "No sé cómo puedes..." por parte del interlocutor. A lo largo del acompañamiento tanatológico a Esteban, me hice esa misma pregunta en repetidas ocasiones "¿Cómo puedo acompañar a alguien que se muere?" Pensándolo, creo que algo que se esconde tras esa pregunta no es sino "¿Seré capaz, en mi momento, de hacerle frente a mi muerte?" Es ahí mismo cuando uno se reconoce tan frágil y asustado como ese ser humano que ahora podemos reconocer aterrado y valiente en el juego de su propia historia. Tal vez algo de lo que fascina tanto del trabajo alrededor de la locura ó de la muerte sea esa sensación de rondar el límite del abismo de lo representable, bordes que no van mucho más allá de los de la propia piel y la propia novela.

Con tres fragmentos terminaré este bosquejo del acompañamiento a Esteban. El primero se enmarca al principio del octavo mes, cuando Esteban había abandonado el tratamiento en el hospital donde nos conocimos, intentando otros en hospitales privados. Ahora, la oferta era un trasplante de médula ósea. Días antes, hemos ido a verle al albergue. Él aborda sin miramientos el asunto y nos aclara que sabe las pocas posibilidades de éxito. Directamente le pregunto si es eso lo que él quiere hacer. Me mira muy serio y dice que quiere intentarlo todo con tal de una oportunidad para seguir viviendo.

En ese momento recuerdo haber sentido una gran cercanía entre los dos y un dejo de esperanza que reconocía poco realista. Él, por primera vez y desde entonces, se dirige a mí de , en vez de usted como había sido durante todo este tiempo. La alianza cruza por un camino distinto, pienso. Eso a la vez me entusiasma y me da miedo. Por aquellas fechas tengo el sueño que ya he relatado. No debería haberme extrañado.

Alizade23 afirma que elaborar la muerte implica "reordenar los senderos psíquicos de tal manera que se produzca un cambio psíquico, una nueva forma de aprehensión de la realidad y una modificación cuantitativa y cualitativa del vivenciar de sus afectos". Pero, también nos previene de las "intensas catectizaciones objetales en el umbral de la muerte ... que constituyen experiencias relacionales que forman parte de la elaboración del tránsito. El peligro es que el otro, el que hace la muerte con el muriente, se asuste de esta intensidad ó no la quiera percibir ó no la entienda."

Esta intensa cercanía emocional, campo para el mayor número de proyecciones e introyecciones, provoca en uno, del otro lado del lecho del por morir - entre otras cosas - el temor a ser absorbido por la muerte misma y a la vez todo un complejo de culpas por sobrevivirle al otro, que puede mostrarse ora como triunfo maníaco, ora como un intenso dolor, ora como sobreidentificaciones. Al respecto, "a veces el moribundo protege al que continuará vivo", en ocasiones a través de dar consejos y mensajes de consuelo y de buenos deseos, otras preocupándose "de que su muerte le resulte lo menos dolorosa posible", construyendo una muerte erótica donde "el sujeto muere generoso"24. Vuelto a internar, Esteban me comenta acerca de una infección al pulmón que parece que ha ido cediendo y me sugiere ver sus últimas radiografías. Mientras abro el sobre, me dice riendo, "Pero, ¡aguas!, porque estoy más feo por dentro que por fuera." En ese momento, me parece que se refiere a que Eros se muestra "por fuera", más tolerable y aferrado a la vida, mientras que "por dentro" Tánatos actúa más destructivo y peligroso. Algo le comento al respecto, pero siento que otro tanto se ha quedado sin decir. En supervisión se me acl arará un significado distinto, en donde él empieza a prevenirme de lo cercano que me encuentro con él de la muerte. En la siguiente sesión, mientras hablamos, él acerca una de sus manos hacia mí y yo se la sostengo. Luego, retira su mano para rascarse y la acerca a mí de nuevo, y yo se la vuelvo a tomar. Después de tres ó cuatro veces que hace esto, yo ya no busco tomarle la mano, esperando a ver qué pasa. Acerca la mano un par de veces y no me dice nada. Finalmente, él sólo se toma de las manos y me mira fijamente. Esto me inquieta mucho, y en mi espacio de supervisión logro ir desentrañando lo angustiado y culpable que me había sentido al no tomarle la mano de nuevo. Muchas cosas se juegan aquí: algunas acciones y comentarios suyos previos me han empezado a intrigar acerca de las manifestaciones de su sexualidad, abatida en el cuerpo por los medicamentos. Temo haber alejado la mano por temor a esa sexualidad jugada veladamente. A través de algunas sesiones en supervisión, logro comprender que además de eso, que da cuenta de aquella libidinización intensa que he referido ya, existe un temor en mí respecto a que Esteban me arrastre junto a él en la muerte, así como una culpa por no querer morir con él. El hecho de que Esteban se tome a sí mismo las manos puede leerse como un mensaje en que me muestra que él puede hacerse cargo de su dolor y de su pena, a la vez que me autoriza a seguir viviendo.

Enlazando desenlaces. El último fragmento se refiere a la muerte de Esteban. Antes de la siguiente sesión programada, se nos avisa que ha sido trasladado a terapia intensiva, y se me pide que vaya a verlo. Al visitarlo, nadie me dice que ya había sido "rescatado" de un paro cardíaco y que en esos días lo volverían a "rescatar" al menos dos veces más. Encontrarlo casi desnudo, cubierto de sondas y con la máscara de oxígeno me impacta. Pero me impacta más su mirada, que me cuestiona y me inquieta. Saldré de ahí, después de unos minutos de estar con él y no encontrar nada que decirle, topándome con que no tengo nada que decirme. La ausencia de la palabra ahora no significa que la regulación verbal sea innecesaria, sino - por el contrario - que no hay regulación verbal disponible: es el silencio que acompaña a momentos y acciones bajo una amenaza catastrófica.25 Después, tendré que perdonarme el seguir vivo y no haberlo salvado de la muerte. Uno nunca deja de sorprenderse cuan agazapada la omnipotencia puede resguardarse.

Una semana después, volveré a visitarlo en terapia intensiva. Sería nuestro último en cuentro. Al cruzar la puerta lo hallo con nuevos tubos, uno de ellos entrándole por el pe cho, completamente lleno de sangre. No puede hablar en absoluto, pero me mira fija e intensamente. Ya no encuentro esa angustia de unos días atrás. ¿Esa angustia ya no está ahí, yo ya no la veo, ó soy yo quien ya mira sin tanto dolor y desesperación?

Le hablo unos minutos, de entrada y a señas me pide que le indique la hora y el día, pequeñas cosas que le mantienen del lado de los que aún viven. Le tomo la mano, le acaricio la cabeza. Le recuerdo entonces acerca de aquella vieja metáfora entre los dos, acerca de pensar en la enfermedad y su tratamiento como una guerra. Le digo que para nosotros, para mí, pase lo que pase, él ya es un ganador... que ha demostrado mucho valor y que lo sé, que seguramente se siente cansado y triste, y que eso está bien. Insisto en que estoy con él y que estaré con él hasta el final, y que esto durará mientras él así lo quiera. Él me mira fijamente y de vez en vez afirma con la cabeza. Finalmente le digo que tengo que irme ya, porque no puedo estar mucho tiempo y le reitero que "me ha dado gusto verle". Al final le digo: "Sé que no puedes hablar, y no lo intentes, pero piensa si hay algo que te gustaría decirme; piénsalo y haz como si me lo dijeras; aunque no me lo digas, estoy aquí contigo". Antes de irme logro ver una distensión en su cara, algo cercana a una sonrisa. Al salir, volteo una vez más y le digo adiós con la mano él levanta la mano y me dice adiós.

Con frecuencia me he preguntado porqué le dije todas esas cosas. Alizade me ayuda con algunas pistas cuando afirma que el <superyo> es fuente de sufrimiento en tanto el suje to no cumple con tantos ideales, de estar sano, de no quejarse, etc., y que alguien debe facilitar que logre una especie de permiso para morir.26 Añade más adelante que la herramienta privilegiada entre el otro y el que se muere es una escucha en que el primer plano es el sil encio, donde la transmisión de inconsciente a inconsciente se lleva a cabo en silencio27. "Sostener una mirada tranquila [...] como si entre los dos supieran del aconte cimiento violento que se avecina y lo avizoraran con calma"28. Por otro lado, se muere en una compañía jugada desde dos vertientes: en la realidad y en la de los seres internos, en la que el analista ó el acompañante ha sido integrado a lo largo del proceso de muerte29.

Invito a Esteban a darme desde su silencio un último mensaje y prometo salvaguardarlo. Al respecto, Alizade afirma que "el yo se alivia con la representación de no ser olvidado" a través de "una promesa de sobrevida simbólica" en que "se espejea en otros yo en los cuales él se sabe involucrado como figura permanente, incorporado a la huellas mnémicas del otro"30

Unos días después, luego de un profundo coma, Esteban falleció...

"De ahí en más me aguardaba un doloroso, largo, y difícil duelo."31

Unas palabras finales. Antes de concluir este trabajo, quisiera hacer una referencia al estilo que ha imperado a lo largo del mismo. Quizás alguien considere, con justa razón, que el implicarme como sujeto de la manera en que lo he hecho a través de este escrito conforme un desacierto estilístico, ó peor aún, reste seriedad al mismo. Como explicación solamente puedo decir que he perseguido precisamente implicarme como sujeto, y como sujeto profesional, en este relato. No puedo entender un espacio como el acompañamiento tanatológico sino como un espacio de implicación mutua. Ante nosotros, el que se mue re nos regala una mirada privilegiada de su mundo interno, como sólo esa antesala mortal puede permitirlo.

En nuestra respuesta, articulada como intervención, y en tanto apuesta, nos jugamos como sujetos. No veo porqué tendría que ser de otra manera.

Notas

Deseo dedicar este trabajo a la Dra. Rita Zepeda Gorostiza, con quien supervisé este caso desde sus inicios hasta mucho tiempo más allá de su desenlace, así como al grupo de supervisión que a su vez me acompañó a lo largo del mismo.

1 Trabajo presentado en las XIV Jornadas Científicas de AMERPI (Asociación Mexicana para el Estudio del Retardo y Psicosis Infantil), "La adolescencia y sus bordes", Ciudad de México, 2001.

2 Lic. en Psicología (UNAM).

3 G. Tato, 1992, "Vivir, morir, analizar." Revista Uruguaya de Psicoanálisis, 76, pp. 179.

4 E. Levi, 1995, La infancia en escena. Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor. Buenos Aires: Nueva Visión, pp. 22-23.

5 A.M. Alizade, 1995. Clínica con la muerte. Buenos Aires: Amorrortu Editores, pp. 157.

6 A.M. Alizade, op. cit., p. 37.

7 V. E. Díaz, 1998. El niño y la muerte. Affectio Societatis, 2 (Revista Electrónica).

8 A.M. Alizade, op. cit., p. 33-34.

9 T-B Hägglund, 1981. The final stage of the dying process. Int. Journal of Psychoanalysis, 62 (3), pp. 48.

10 A.M. Alizade, op. cit., p. 36.

11 A.M. Alizade, op. cit., p. 33.

12 M. Mannoni, 1991. Lo nombrado y lo innombrable. La última palabra de la vida. Bs As: Ed. Nueva Visión.

13 Lic. Brenda A. Mendoza.

14 A.M. Alizade, op. cit., p. 35.

15 M. Mannoni, op. cit., p. 27.

16 A.M. Alizade, op. cit., p. 42.

17 M. Mannoni, op. cit., p. 76.

18 A. M. Barroso, 1999, El niño y la muerte. "Una historia desbaratada" , p. 11.

19 A. M. Alizade, op. cit., p. 72.

20 T-B, Hägglund, op. cit, pp. 46-47.

21 A.M. Alizade, op. cit., p. 130.

22 A.M. Alizade, op. cit., p. 73.

23 A.M. Alizade, op. cit., p. 121-122.

24 A.M. Alizade, op. cit., p. 195.

25 A.M. Alizade, op. cit., p. 133.

26 A.M. Alizade, op. cit., p. 128.

27 A.M. Alizade, op. cit., p. 134.

28 A.M. Alizade, op. cit., p. 136.

29 A.M. Alizade, op. cit., p. 194.

30 A.M. Alizade, op. cit., p. 130.

31 G. Tato, op. cit., p. 184.

Bibliografía.

Alizade, A. M. (1995). Clínica con la muerte. Buenos Aires: Amorrortu Edi-tores, S.A.

Barroso, A. M. (1999, Octubre/Noviembre). El niño y la muerte. "Una historia desbaratada" Trabajo presentado en el Seminario México – Finlandés "Vida y Muerte: Una aproximación transcultural" (Morelos, México), p. 11.

Díaz, V. E. (1998). El niño y la muerte. Affectio Societatis, 2 (Revista Electrónica del Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de Antioquia). affectio@antares.udea.edu.co

Hägglund, T-B. (1981). The final stage of the dying process. [La fase final del proceso de muerte] International Journal of Psychoanalysis, 62 (3), pp. 45-49.

Levi, E. (1995). La infancia en escena. Constitución del sujeto y desarrollo psi-comotor. Buenos Aires. Ediciones Nueva Visión.

Mannoni, M. (1997[1991]). Lo nombrado y lo innombrable. La última palabra de la vida. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, SAIC.

Tato, G. (1992) "Vivir, morir, analizar." Revista Uruguaya de Psicoanálisis, 76, pp. 179-184.

Volver al sumario de Fort-Da 7

Volver a la página principal PsicoMundo - La red psi en internet