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El psicoanálisis tiene que liberar al neurótico de las miserias
de su neurosis para que pueda transitar por los infortunios de la vida
Sigmund FreudLos desafíos a los que actualmente nos convoca la clínica interrogan, de manera particular, la articulación entre lo colectivo y lo individual, es decir, la relación entre las coordenadas que constituyen la subjetividad de la época y el campo de la singularidad.
Y aunque como analistas nos reconocemos centrados en el abordaje de lo singular, no podemos dejar de observar el peso que determinadas circunstancias colectivas adquieren en nuestros días, ya que poseen una incidencia cada vez mayor en la modalidad de presentación clínica de los pacientes.
En el último tiempo acuden a la consulta un número cada vez mayor de personas que, con angustia, ubican su principal preocupación en diversas problemáticas vinculadas al desamparo y a la precarización de los lazos sociales: la falta de trabajo y de perspectiva de hallarlo, la dificultad para sostener o construir un proyecto, el vaciamiento del valor de la palabra, y -de modo general- el acrecentamiento de las situaciones denominadas sociales, van paralizando al sujeto y cerrándole la posibilidad de una salida. Esa misma inmovilidad aparece, además, durante el pedido de consulta, expresándose en una llamativa pobreza de recursos simbólicos.
La realidad se presenta, con todo su peso, en una doble vertiente: por un lado, como detonante de una situación conflictiva personal, pero -y al mismo tiempo- obturando la posibilidad de implicación, en tanto el sujeto puede hallar su escondite en el fenómeno compartido.
Nos preguntamos, en primer lugar, de qué modo acoger en los tratamientos esta dimensión colectiva, sin que por ello estemos contribuyendo a la desresponsabilización de quien nos consulta.
Interrogamos, asimismo, de qué manera es factible volver a traer al sujeto al centro de la experiencia, para que -sacándolo del anonimato al que lo condena el fenómeno compartido- pueda interrogarse sobre su forma singular de dar respuesta, a pesar de la carencia de espacios de sujeción en la escena social.
Sabemos que la responsabilidad subjetiva se diluye cuando, para dar cuenta de las circunstancias de su vida, las personas apelan a cualquier forma de determinismo -social o de otra índole- y dibujan ese horizonte previsible en el que cada pregunta obtiene, ineludiblemente, una respuesta anticipada. Y aunque reconocemos el papel que el azar puede cumplir para definir el destino de un sujeto, también advertimos que -en ocasiones- la referencia a lo azaroso puede volver a ser una estrategia de desresponsabilización: la clave, entonces, será interrogar cada modalidad específica de hacer con lo que acontece.
De esta manera, y graficando esta idea con una línea en cuyos extremos escribimos determinación y azar, la emergencia del sujeto -y la de su decisión- se encontrarán siempre entre ambos términos, en tanto la posibilidad de dar respuesta queda disuelta cuando, frente a lo que interpela, quien contesta queda asentado en cualquiera de esos extremos.
Cuando Freud abandona la primera teoría del trauma y lo sustituye por la fantasía, aquello que era una contingencia accidental pasa a ser estructural, y el trauma resulta inherente a la constitución del sujeto. En este punto, Lacan introducirá la función de la tyche, señalando que se trata siempre de un mal encuentro: el carácter traumático de una tyche -aquello que irrumpe por azar, por fuera de la trama del saber y más allá de toda posibilidad de anticipación- promueve la instalación de un automaton, de una regularidad significante, desde donde el sujeto acogerá los encuentros futuros.
Sin embargo, y sin ignorar que el carácter traumático de un suceso depende del modo en que el mismo se inscriba, interrogamos qué lugar dar a los hechos traumáticos efectivamente ocurridos, en tanto es preciso considerar que no da lo mismo haber estado -o no- expuesto a ciertas contingencias. En ese sentido, cuando el evento realmente acontece, y ya no se trata de una fantasía, se desdice su estatuto fantasmático, su carácter ficcional, verificándose -de algún modo- como un encuentro logrado.
En nuestra actualidad, la exposición a situaciones potencialmente traumáticas se ha multiplicado, de tal manera que lo que debiera ser contingente, termina convertido en regla cuando pasamos a vivir -prácticamente- en un estado de excepción. Nos queda claro que éste no es exclusivamente un mal de nuestros días, y que cada generación recoge la experiencia de estar viviendo malos tiempos. No obstante, pensamos que cierta modalidad del lazo social que predomina, afecta y condiciona de una manera específica -en este tiempo- la singularidad.
Si venimos percibiendo que quienes consultan responden con mudez, parálisis o impulsiones (es decir, sin posibilidad de elaboración subjetiva), hallamos que esa falta de recursos para simbolizar lo real, se ve reproducida en el escenario social.
Encontramos, entonces, una relación entre lo que se presenta en el plano subjetivo como estando en el "margen", o sin lugar, en superposición con las diferentes modalidades de exclusión en el plano social. Allí la marginalidad y la orfandad no sólo están referidas a la desigualdad en el acceso a los bienes materiales, sino -también- al hallazgo de un "fuera de sentido", a un desamparo discursivo que se evidencia en la caída de los grandes relatos, en la degradación de la figura del padre y en la declinación del ideal y de las mediaciones como reguladores del lazo social.
El Otro de la época se presenta bajo dos modalidades sólo aparentemente opuestas: por un lado, aparece en su mayor inconsistencia como un Otro que no existe y que no aloja -sino excluye- al sujeto; en segundo lugar, aflora como un Otro excesivamente consistente, que le impone gozar y que, impulsándolo tras la ilusión del todo, lo deja igualmente excluido.
En este contexto, y si pensamos que el análisis tiende a que el sujeto se desprenda de la creencia de que el Otro goza de su síntoma: ¿de qué manera operar cuando parece confirmarse y darse consistencia al fantasma de que hay un Otro que efectivamente goza?
Retomemos, entonces, la interrogación inicial, la relación entre la subjetividad de la época y el plano de la singularidad: pensamos que, en el presente, se acrecienta la zona de superposición de ambos niveles, a partir de la reproducción -en uno y otro plano- de la misma lógica.
La realidad material se ha homologado al fantasma y le ha dado mayor consistencia, aunque por ello -y al mismo tiempo- ha reducido y debilitado su carácter ficcional: así, lo real retorna con una fuerza tan inusitada como insoportable.
Tenemos la impresión de encontrarnos con consultas que no se presentarían ante nosotros si el actual contexto social fuera distinto, es decir, si la permanencia de ciertas condiciones colectivas admitiera sostener, a su vez, la estabilidad de las modalidades de respuesta que el sujeto se ha dado. También nos encontramos con pacientes que, habiendo armado muy precariamente su trama fantasmática, hallaban en un contexto social más benigno un marco en el que podían funcionar con un relativo equilibrio: en estos casos el empeoramiento de las condiciones generales comienza cuestionando la estabilización lograda, y termina extremando el estado de desamparo y de exclusión.
En este punto la dirección de la cura encuentra un límite que se perfecciona: por un lado, la referencia a las coordenadas sociales -como una determinación que lo excede- puede servir al sujeto de coartada para no responsabilizarse de su posición. Pero, por otro lado, no podemos dejar de percibir que hay circunstancias exteriores, colectivas, respecto a las que -efectivamente- quien consulta no podría ser considerado responsable, sino damnificado.
Nos preguntamos, frente a estas paradojas, cómo intervenir en los tratamientos sin quedar limitados por la inclusión de esa realidad, aunque -simultáneamente- sin desconocerla congelando al sujeto en el fantasma.
Creemos que el desafío consiste, precisamente, en no tentarnos en elegir una entre estas dos posibilidades, ya que la apuesta que realizamos convoca a sostener la tensión existente entre ambas dimensiones: como dijimos, nos percibimos centrados prioritariamente en el abordaje de lo singular, pero sin negar ni silenciar el peso de las circunstancias sociales que, en algunos casos y en la dinámica de determinados períodos, resulta absolutamente abrumador.
En estas condiciones: ¿queda espacio para apelar a la responsabilidad del sujeto? ¿Cómo intervenir para subjetivar un sufrimiento que se ha generalizado, para poder articularlo en el uno por uno?
Pensamos que se trata, en el comienzo, de crear las condiciones de posibilidad de tal subjetivación, permitiendo que ese padecimiento comience a circular, a desprenderse en transferencia. Para ello, entendemos necesario hacer lugar al pedido del paciente, que suele presentarse bajo la forma de una queja: a esta demanda es preciso que el analista responda consintiendo a la verdad que la queja porta, y que requiere ser escuchada suponiendo allí un sujeto.
Aquí se hace necesario no desconocer las coordenadas sociales y -además- hacerlo explícito en la cura procurando separar los planos que han quedado superpuestos: ubicar que existen determinaciones que lo exceden, no quita responsabilidad al sujeto, que deberá -de todos modos- arreglárselas para "saber hacer" con ello.
Justamente, y a partir de señalar y recortar lo que hace al fenómeno colectivo, es que se hace factible comenzar a dibujar un trazo singular, en el que pueda hallarse un sujeto que se responsabilice de aquello que ignora.
Finalmente, la apuesta consiste -en el caso por caso- en restituir ficción allí donde el lazo social que predomina propone la uniformidad en el hiper-realismo, la mostración casi pornográfica y la promesa incumplible y demoledora de verlo, tenerlo, consumirlo todo.
Es entre el desamparo, como marca de los tiempos que corren, y la responsabilidad del sujeto, donde se extiende el campo de nuestra intervención, y es -además- el escenario en el que nos proponemos continuar nuestra interrogación.